El tamaño y la informalidad

Ahora que el periodo agudo de la crisis ha remitido, los mercados se han empezado a normalizar, a pesar de los sustos, y no hay que tomar decisiones cada fin de semana, es un buen momento para reflexionar sobre problemas estructurales. La evolución a largo plazo de una economía depende de su capacidad de crecimiento potencial, que a su vez depende de la demografía, la capacidad del mercado laboral de emplear a la población, el crecimiento del stock de capital y, sobre todo, la tasa de crecimiento de la productividad. Cuando los economistas o los políticos o los banqueros centrales hablan de reformas —ese término tan usado y a su vez tan vacío de contenido, ya que hay muchos tipos de reformas, con impactos y objetivos diferentes, y es un término que se acaba usando como instrumento para negar la necesidad de estimular la demanda a corto plazo— se refieren a medidas para aumentar el crecimiento potencial y, sobre todo, la productividad.

Lo interesante es que no sabemos muy bien lo que determina la productividad. Por un lado, a nivel macro la profesión económica pasó años debatiendo las causas de la ralentización del crecimiento de la productividad en los años setenta, sin llegar a ninguna conclusión definitiva (la hipótesis más probable es que fue el impacto del shock petrolífero). La intuición sugiere que la revolución tecnológica de los años noventa debería aumentar la productividad, pero tardó más de una década en notarse en los datos y, tras la crisis, la productividad se ha vuelto a desacelerar a pesar de estar inmersos en una nueva ronda de innovación. Por otro lado, a nivel micro sí que hay acuerdo en la importancia del tamaño de las empresas y de la economía informal para el crecimiento de la productividad.

El caso de México ilustra de manera muy interesante este aspecto micro. El McKinsey Global Institute publicó hace poco un informe sobre la economía mexicana. Durante 1950-1980 México disfrutó de un periodo de rápido crecimiento de la productividad —definida como productividad por hora trabajada—, con tasas de crecimiento promedio superiores al 3%. Pero, de repente, el crecimiento de la productividad se estancó —pasó a ser negativo durante la década perdida de los años ochenta, y creció a tasas inferiores al 1% durante 1990-2000, a pesar del proceso de integración comercial con EE UU—. El resultado es que, desde inicios de los ochenta, el output por hora trabajada, medido en dólares constantes y a paridad de poder de compra, no ha crecido. El crecimiento del PIB desde 1990 se ha debido, sobre todo, al crecimiento del empleo. ¿Les suena la historia? El caso español es muy similar, con un crecimiento de la productividad durante el largo ciclo alcista cercano a cero.

Lo interesante del caso mexicano es que la clave del estancamiento de la productividad es la dicotomía entre empresas grandes y pequeñas, entre economía formal e informal: la tasa de crecimiento de la productividad en las empresas grandes (de más de 500 trabajadores) se ha acelerado, mientras que la tasa de crecimiento de la productividad de las empresas pequeñas (de menos de 10 trabajadores) ha declinado. Y el porcentaje de trabajadores empleados en empresas pequeñas ha aumentado durante este periodo. Es decir, no solo las empresas pequeñas han perdido productividad, sino que han aumentado el número. Esta es la clave del deterioro del crecimiento potencial en México, el auge de las empresas pequeñas, muchas de ellas en el sector informal.

¿Por qué se ha producido este fenómeno? Por varias razones, que se pueden resumir en una simple frase: hay un sistema de incentivos que incita a las empresas a no crecer y a quedarse en la economía informal. El coste, de organización, fiscal, laboral, legal, de crecer a partir de un cierto tamaño, y de entrar en la economía formal, es muy alto, y la penalización por permanecer en el sector informal demasiado baja. Y esto conlleva costes para la economía en su conjunto, ya que muchos de estos pequeños emprendedores serían más productivos si trabajaran para una empresa de tamaño superior.

Esta dualidad no es exclusiva de México, se observa en muchos países. Hay estudios que sugieren que la mitad del diferencial de productividad entre EE UU y Canadá, y casi la totalidad del diferencial entre Alemania y España, se debe a la diferencia en el tamaño de las empresas (mayores en EE UU y en Alemania). Hay estudios que muestran que aspectos de la legislación laboral, que imponen condiciones adicionales a las empresas a partir de un cierto número de trabajadores empleados, genera una aglomeración de empresas por debajo de ese límite (el artículo 18 del estatuto de los trabajadores italiano, que se aplica a empresas de más de 15 trabajadores, es uno de los ejemplos más estudiados). Hay otros estudios que muestran un fenómeno similar debido a cambios en el tratamiento fiscal a partir de cierto volumen de facturación.

El resultado es que los países menos productivos, en general, tienen demasiadas empresas pequeñas. No, esto no es una contradicción. Es verdad que las empresas pequeñas son fundamentales para la creación de empleo y para la innovación. Pero la innovación se genera sobre todo a través de la creación y destrucción de empresas, mucho más que de manera planificada dentro de una misma empresa (una gran parte de la innovación en multinacionales punteras se produce a base de comprar start-ups innovadoras, no en los departamentos internos de I+D). Las empresas pequeñas que no crecen dejan de contribuir, ya que carecen de la escala suficiente para dar el siguiente paso. El tamaño de la firma es una variable fundamental para determinar el éxito exportador —mucho más importante que el nivel de salarios, ya que la productividad y el ascenso en la escala de valor son más importantes que la competitividad salarial—.

Por tanto, la clave para tener una economía productiva y competitiva es generar los incentivos necesarios para que las empresas pequeñas exitosas puedan crecer rápidamente —las llamadas “gacelas”— y las que fracasen puedan cerrar de manera transparente y rápida y volver a empezar (de hecho, el FMI recrimina a España en su último informe la dureza con que el régimen legal español trata a las empresas que fracasan). Si una empresa fracasa y el empresario está condenado a la informalidad, nunca crecerá. La clave son cambios en la legislación laboral, fiscal y financiera que eliminen el subsidio implícito para las pequeñas empresas; cambios legales (y de mentalidad) que eliminen ese concepto tan extendido en España de que cuanto más se facture en negro, mejor; cambios que faciliten el acceso al crédito y a los mercados de capitales para las empresas de menor tamaño, donde el fracaso esté contemplado (y esté incluido en el coste del capital, por supuesto).

¿Por qué les cuento esto? Porque hay muchas cosas que podemos hacer para mejorar el bienestar de los españoles, tanto a corto como a largo plazo, sin necesidad de una revolución, ni política, ni geográfica, ni institucional. Claro, todo esto es aburrido, y no genera titulares. Pero es lo que podemos, y debemos, hacer.

Ángel Ubide es senior fellow, Peterson Institute for International Economics, Washington DC.

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