Los españoles se han volcado con Ucrania ante las imágenes, propias de la Segunda Guerra Mundial, de ciudades europeas reducidas a escombros por bombardeos rusos indiscriminados. No obstante, hasta hace poco reinaba en gran parte de nuestra percepción pública una cierta lejanía emocional con Ucrania.
Nos caía lejos, aunque la guerra allí, desde 2014 y hasta este fatídico febrero, ha segado más de 14.000 vidas y creado un millón y medio de desplazados internos.
Pero, sobre todo, existe un abismo entre la realidad y la idiosincrasia de Ucrania, que conocí en docenas de viajes y estancias durante la década pasada, y ciertos términos del debate en España, a veces similares a los de otros países occidentales. A veces con las peculiaridades de nuestra aún pobre reflexión sobre política exterior.
No pocos tertulianos, académicos y diplomáticos han proyectado sobre Ucrania lugares comunes que reflejan una mezcla de desconocimiento, falta de empatía, dogmatismo y pocas ganas de aprender (igual, por cierto, que algunos analistas y medios internacionales sobre Cataluña).
Un lugar común a izquierda y derecha, con excepciones, ha sido denostar la revolución del Maidán (calificada de "algarabía" o de "revuelta"), aunque una mayoría de ucranianos se refiere a ella como "la revolución de la dignidad".
Estas protestas, que derivaron en la huida a Rusia del prorruso, y sobre todo corrupto y autoritario, Víktor Yanukóvych, tenían como común denominador, más allá de la asfixiante dimensión geopolítica de nuestro debate, el rechazo al proizvol, término ruso equivalente a arbitrariedad e inseparable del autoritarismo en Rusia y Bielorrusia.
Hoy nos aterran las imágenes de niños y niñas detrás de rejas en Rusia, detenidos durante las protestas contra la invasión.
Pero lo que motivó a un millón de ucranianos a salir a las calles en Kyiv el 1 de diciembre de 2013 fueron las palizas policiales a los estudiantes del Euromaidán. "No queremos ser otra Bielorrusia", me decían bastantes participantes. La dignidad y el derecho a vivir una vida digna son conceptos comunes en los mensajes que recibo, casi diariamente, de Kyiv o de otras ciudades bombardeadas.
Otro lugar común, y mantra ideológico en sectores de izquierda radical y no pocos comentaristas, es el de los "nazis" de Ucrania. Su corolario propagandístico es la "desnazificación" que alienta Vladímir Putin como objetivo de su "operación especial".
Pero en el Maidán, nazis como tales hubo muy pocos. Los grupos de ultraderecha o de nacionalistas radicales tuvieron mayor papel después, desplegados en el frente como batallones de voluntarios en el Donbás, en un momento en el que el ejército ucraniano estaba hecho unos zorros.
Algunos de esos nazis están detrás de violaciones de derechos humanos (por ejemplo con ataques a minorías LGTB o romaníes). A menudo, operan como ejércitos privados de oligarcas. Pero el famoso Pravy Sektor (Sector Derecha) era un hombre de paja que se estrelló en las elecciones de 2014 (cuando obtuvo menos del 2% del voto).
Una coalición de todos estos grupos (incluyendo el Batallón Azov, integrado en la Guardia Nacional y hoy presente en Mariúpol) se volvió a hundir en 2019 (2%), en las elecciones en las que arrasó Volodymyr Zelenskyi, de origen judío y rusófono.
Pero nuestros antifa de salón parecen no tener gran interés en el hecho de que en el Donbás, en el lado ruso, operan batallones de extrema derecha rusa homófoba y criminales de guerra.
Es importante entender que dicha propaganda rusa busca deshumanizar a los ucranianos en su conjunto, justificando su destrucción.
Desafortunadamente, esta narrativa ha tenido eco en medios españoles y entre la extrema izquierda. Así, algunos grupos antifa dieron brutales palizas en 2014 a pacíficos ciudadanos ucranianos residentes en España. En algunos casos, dejándoles en coma. Son crímenes de odio contra minorías.
Aún hoy, figuras del espectro de Unidas Podemos, obcecados en sus cámaras de eco, persiguen en Twitter a "nazis ucranianos". Mientras, Kyiv o Járkiv sufren los primeros bombardeos desde Adolf Hitler, los rabinos apelan a la defensa de Ucrania y el demente discurso de Putin sobre un pasado milenario, puro y con el pueblo ruso unido frente a enemigos externos y quintacolumnistas retrotrae al fascismo de los años 30 y las purgas estalinistas.
En Ucrania, ruscism es sinónimo de fascismo ruso, como vi en pintadas en Slovyansk y el Donbás, o como gritan los ucranianos hoy a las tropas rusas en ciudades ocupadas como Berdiansk o Melitopol.
Otros análisis de brocha gorda proyectan, sin filtro, tópicos del chovinismo ruso sobre el pasado imperial ruso en Crimea, Donbás y toda Ucrania. Rusia y su cultura pasada han ocupado el imaginario público sin dejar espacio a otros pueblos y países con identidad propia.
Uno entra en librerías de Madrid y a menudo es difícil encontrar autores de Europa del Este o ucranianos. Como Serhiy Zhadan, brillante escritor de esta generación, ahora bajo las bombas en Járkiv.
La idea de la Rusia mítica ha ocultado, relativizado o justificado la terrible agresión del Kremlin contra sus vecinos y sus propios ciudadanos. Hasta ayer, no era raro escuchar en un seminario, como argumento principal, que "Crimea siempre fue rusa", en vez de condenar la primera anexión forzosa de territorio en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial.
La Historia nunca debería ser un factor en un entorno democrático, pero esta historia ni siquiera es cierta. Rusia anexionó Crimea en 1783, pero sólo dominó realmente la península tras la guerra del mismo nombre (1853-56) y hasta 1917. De 1921 a 1945, Crimea fue república soviética, y volvió a manos rusas entre 1945-1954, año en que Nikita Khrushchev la cedió a Ucrania.
Si hay un pueblo que podría tener título histórico en Crimea es el tártaro, deportado por Stalin y hoy represaliado por Putin. Crimea se ha justificado por parte de Rusia como "un mal menor", cuando fue una anexión a punta de Kalashnikov y la primera invasión sufrida por Ucrania.
Por supuesto, el genocidio contra la población del Donbás es otra falacia que ha desmontado ahora la Corte Internacional de Justicia, conminando a Rusia a parar una guerra ilegal. Las autoproclamadas repúblicas populares de Donétsk y Luhansk tienen regímenes protototalitarios. La mayor parte de los ucranianos que querían llevar una vida normal huyeron a Kyiv, Dnipro y otras ciudades.
En febrero estuve en Kyiv con Stanislav Aseyev, periodista de Donétsk que escribía bajo pseudónimo hasta ser descubierto por los separatistas. Estuvo más de dos años en Izoliatsya, un campo de concentración donde le torturaron. Hoy está en las unidades de defensa territorial en Kyiv, cuyo control siempre fue el objetivo principal del Kremlin (y el Donbás, sólo una excusa).
Hoy, este sector de opinión del que hablo conmina a los ucranianos a deponer las armas. La sorpresa general ante el vigor y la eficacia militar de la resistencia ucraniana no ha permitido comprender dos cosas.
La primera, el profundo trauma que 2014 supuso para los ucranianos, y cuyo corolario fue la determinación de no volver a retroceder ante Rusia.
La segunda, que a los ucranianos les va la vida y el futuro ante una guerra de conquista con trazas de genocidio.
Entendamos la lógica irredentista en la cabeza de Putin: si Ucrania "no existe" (aunque existe), entonces debe dejar de existir.
Hay algo que estos tertulianos, al igual que el Kremlin, no quieren ver. Que Ucrania, un país plural, tiene agencia. Es decir, es sujeto. Y que sus ciudadanos tienen sus propias opiniones sobre la vida que quieren.
A estos comentaristas les molesta además que Ucrania nos ponga contra el espejo. Hablamos de valores europeos y los ucranianos están dispuestos a morir por ellos, algo que el ciudadano español ha entendido bien. Desde luego, mejor que ese sector de la opinión más dado a librar interminables batallas autorreferenciales que las muy reales de nuestra era.
Borja Lasheras es investigador del Centre for European Policy Analysis (CEPA) y autor del libro Bosnia en el limbo.