El tatuador de libros

La primera vez que me di cuenta de la importancia que los libros tenían para mi padre fue cuando me enseñó, ya separado de mi madre, su piso de soltero de la calle Regás. Tenía dos dormitorios: el suyo, con una cama de matrimonio, y supuestamente el mío o el de las visitas. Cuando abrimos la puerta de «mi habitación» descubrí, con asombro, que pilas y pilas de libros se amontonaban hasta el techo, por lo que difícilmente se podía avanzar. Impresionado, le pregunté si se había leído todos esos títulos y me contestó que sí, que muchos de ellos varias veces. Pero la pregunta obligada no era esa sino la que ustedes están pensando: si mi dormitorio estaba ocupado por todos esos libros… ¿dónde dormiría yo? No tuve ni que preguntarlo. —Dormiremos juntos, en mi cama. Luego llegaron otras casas y no tuve ya que compartir cama con él, pero eso sí, en mis dormitorios siempre me encontraba, en los lugares más recónditos, con sus libros, esos «intrusos» que habitaban fondos de armarios, se escondían entre abrigos o descansaban plácidamente bajo las camas. Incluso llegué a encontrarme con libros, con títulos más bien rocambolescos, en algún armario de la cocina...

Siempre me fascinó su enérgica manera de leer: sus subrayados, sus signos —de interrogación, de exclamación—, sus acotaciones en los márgenes o en las guardas, los dibujos que hacía... Por las noches, mientras él leía o escribía en el salón, me refugiaba ojeando, casi clandestinamente, esos títulos que tan importantes fueron en algún momento de su biografía. Era una manera de conocerle un poco mejor, de adentrarme en su cabeza y, sobre todo, de formar parte de esa intimidad que, como siempre ocurre con los padres, nos está vedada a los hijos. Y es que su intensidad lectora era equiparable a su pasión creadora. Por muy analítico que pudiera parecer, mi padre se caracterizó siempre por la pasión: por la entrega y la dedicación que le puso a todo, empezando por su obcecación en crear una obra total, hasta su lucha desaforada y admirable por combatir la enfermedad. La misma entrega que le dedicó a la escritura de sus más de treinta libros, la consagró a esa actividad complementaria de la creación: la lectura. Para él, escribir era inscribir en la carne, tatuar algo al que lee, y eso era también lo que hacía él leyendo: tatuar los libros.

Todos le recordamos con un libro bajo el brazo. Sentado en el sofá o en la chaiselongue del salón, o bien en el jardín de su casa del Ampurdá, rehabilitada con tanto amor por su querida Elena. Guardo muchas imágenes de mi padre como lector, tantas que es difícil escoger. Se me viene a la cabeza, por ejemplo, una estampa veraniega: leyendo ElCastillo, de Kafka. O la de él sentado en la sombra junto a la piscina devorando con avidez una novela negra de alguna de sus admiradas maestras del género: Agatha Christie, Patricia Higsmith, Ruth Rendell o esa escritora que tanto nos gustaba: Margaret Millar.

Le recuerdo también, claro está, leyendo libros de filosofía, de historia, de arquitectura, de religión, de esoterismo... y consultando —y subrayando y anotando— diccionarios, libros de cine, y en los últimos años, siguiendo con gran concentración las partituras de música que escuchaba. Y como última foto fija recogida al azar, selecciono la de hace unos años en el hospital, leyendo El Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, un escritor que le procuraba una inmensa alegría y le llenaba de felicidad.

Posiblemente la filosofía sea una de las experiencias más valiosas que el ser humano haya creado para entenderse a sí mismo. En ese «amor a la sabiduría» mi padre consagró su energía y su talento. Pero él era, y eso lo quiero resaltar, no solo un gran filósofo sino un extraordinario, brillante e imaginativo escritor. Trabajaba con obstinación los siete días de la semana, desde que se levantaba (tarde) hasta que se acostaba (siempre muy tarde). Estaba todo el día creando: escuchando música, viendo una película o paseando por las calles de Barcelona o por los caminos del Ampurdá. Era un creador total que, sin embargo, sabía relajarse con sus amigos, con su familia y con sus colegas y alumnos.

Y creía firmemente en que desde el poder político se debía impulsar la educación y la cultura. Así pues, que lleve su nombre una biblioteca, cuya razón de ser es custodiar la inmortalidad del conocimiento es, en primer lugar, llenar de sentido a la dedicación que le dio a la filosofía y, por otro lado, una oportunidad única para que podamos acercarnos al mundo de los libros y no caer, parafraseando uno de sus títulos más elocuentes, «en la memoria perdida de las cosas». Porque en su caso, como en la de tantos grandes escritores, su amor a la vida se debía, fundamentalmente, al amor que siempre le profesó a los libros.

Por todo ello, estamos seguros de que mi padre, que valoraba el reconocimiento pero nunca lo buscó, hoy sería muy feliz de estar presente en un parque tan literario como el Retiro. Y que sea Madrid la ciudad que ha llevado a cabo esta iniciativa le emocionaría muy especialmente. Y es que si siempre calificaba a Barcelona como a su mujer, a Madrid la consideraba como a su amante. Aquí tuvo colegas y discípulos que siguen su obra, a muy buenos amigos y a parte de su familia. Y no es otra que la ciudad de Madrid la que acoge esta magnífica Biblioteca que, desde hoy, es la de todos nosotros.

Por todo ello, en nombre de la familia, muchas gracias al Ayuntamiento de Madrid por poner en marcha la Biblioteca Eugenio Trías. Es un verdadero orgullo para mi estar aquí. Como hijo suyo, como padre de mis hijas, madrileñas, que, al igual que su abuelo, tan entusiastas lectoras son, como editor y, también, y sobretodo, como ciudadano.

Por David Trías Casanovas, director literario PLAZA & JANÉS e hijo del filósofo Eugenio Trías.

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