El taxi de Attlee circula por Madrid

La muerte de Margaret Thatcher me ha recordado que durante su larga travesía del desierto de los años 30 cuando, condenado al ostracismo político, tuvo que dedicarse al periodismo para pagar sus deudas, Winston Churchill envió un artículo a la revista Collier's planteando la hipótesis de que una mujer llegara a primer ministro y los editores lo rechazaron por su carácter fantasioso e inverosímil.

Los grandes estadistas son esos que, según explicaba Bismarck, «son capaces de oír a lo lejos el galope del caballo de la Historia y subirse a su grupa cuando pasa». Ideologías y simpatías al margen, nadie discute que Churchill y Thatcher pertenecen a tan inmortal categoría y creo que la semana pasada expliqué suficientemente por qué Adolfo Suárez también ha entrado en el club.

Entre los rasgos de la personalidad de Churchill destacaba el malévolo e irrefrenable ingenio con que zahería a amigos y adversarios, caricaturizando sus defectos. Y con nada era tan implacable como con la presunta mediocridad de algunos de sus más distinguidos colegas. Así definía a Neville Chamberlain como «un oficinista de pueblo que mira los asuntos europeos por el lado equivocado del desagüe»; de Balfour decía que era «el hombre idóneo si se buscaba a alguien para que no hiciera nada»; y de Baldwin que había tomado «la única decisión de ser indeciso». Pero la más legendaria de sus maldades fue la que explicaba cómo «llegó un taxi vacío al número 10 de Downing Street, se abrió la puerta y bajó Attlee».

Este golpe de florete llamó la atención por partida doble pues el líder laborista había colaborado con Churchill en el gabinete de guerra y entre ellos existía un fuerte afecto. De hecho sir Winston llegó a negar haber pronunciado nunca esa frase y cuando Attlee le ganó las elecciones del 45 dijo que era «muy buena persona». Pero como ya le había definido antes como «una oveja con piel de oveja» o como «un hombre modesto con muchos motivos para serlo», todos los historiadores dan por cierta la broma del «taxi vacío» y más de uno la ha convertido en una especie de referencia estándar para medir la envergadura de los gobernantes.

¿Llena suficientemente Mariano Rajoy el asiento de su coche oficial? Es pronto para dar una respuesta taxativa pues, aunque cabe ironizar que en el escenario de la política el estilo es el carácter, lo que termina por moldear el empaque de un gobernante es el resultado de su gestión. El débil pulso de sus primeros 15 meses en la Moncloa justifica en todo caso que nuestra mirada hacia él se haya vuelto ansiosa y suspicaz. Máxime cuando las dos últimas semanas, en medio de la superposición de las peores crisis, hemos tenido dos testimonios explícitos de cuán limitada es su longitud de miras.

Observemos el interior del coche de Rajoy a través de los cristales de sus discursos más recientes: el que pronunció el 3 de abril ante la Junta Directiva del PP y el que pronunció el 10 de abril ante el pleno del Congreso. El primero es un texto muy elocuente del reduccionismo con que ciñe su acción de gobierno a un único objetivo de consecuencias limitadas -que en 2014 «la economía crezca con claridad»- y el segundo refleja la total impotencia con que lo persigue en medio de pronósticos adversos.

Hubo tanta zarabanda en torno a la tontería del líder emplasmado -un discurso no es una rueda de prensa y en el salón de Génova caben los que caben- que muy poco se dijo la semana pasada del carácter decepcionante de esa esperada intervención. Dejemos de lado perlas como «no quiero que España se convierta en un país inhabitable porque se aplaudan las acusaciones sin pruebas» (Eso lo dice el presidente del partido a cuyo tesorero se le ha descubierto un inmenso botín en Suiza). O «nadie puede pretender no ser objeto de críticas justas o injustas… pero hay que tener la fortaleza suficiente para no hacerles caso» (O sea seguir a tu bola aunque te digan que llevas camino de despeñarte y sea verdad).

Lo esencial, por reiterado, fue el llamamiento al PP a «no distraerse» de ese objetivo de volver a crecer el año próximo, convirtiendo las políticas de ajuste no en un medio sino en un fin. «Hoy el reto que tenemos por delante es sanear la economía española, que nos la han dejado endeudada, sin las reformas que había que haber hecho», sostuvo Rajoy en lo que se suponía que iba a ser el cierre vibrante y solemne del discurso.

Al margen de que nadie podrá decir, como se decía de Churchill, que este hombre ponga el idioma en perfecto orden de combate, es el raquitismo de su planteamiento el que produce desasosiego. Para Rajoy negociar una reforma de la Constitución encaminada a redimensionar el Estado, regular de inmediato el funcionamiento de la Corona para sacarla del atolladero, depurar responsabilidades por el latrocinio practicado desde el PP, garantizar los derechos constitucionales de los españoles en las comunidades dominadas por los nacionalistas o desarrollar una briosa ofensiva internacional para intentar cambiar el rumbo de la UE sería «distraerse».

Cuando todo parece a punto de desmoronarse, cuando no hay horizonte para los jóvenes ni seguridad para los mayores, cuando la calle ya no hierve sino ruge, cuando Andalucía implanta por decreto medidas colectivistas que destruirán el sector inmobiliario, cuando Mas activa desafiante su Consejo Nacional de Transición a la independencia y se atrinchera en la desobediencia al Supremo, Rajoy sólo es capaz de ofrecernos «prudencia, sensatez y sentido común».

Incluso midiendo la realidad a través de sus parámetros, los logros de este Gobierno se ciñen a haber evitado el rescate, con la inestimable ayuda de Draghi, y conseguido una reducción de la prima de riesgo que sin embargo sigue por encima de la italiana pese al caos político allí imperante. Entre tanto el paro continúa subiendo camino de un dantesco 27% y resulta que cuando Rajoy habla de «crecer con claridad» se refiere a una expectativa optimista del 0,6% que tendría una incidencia irrelevante en el empleo.

Y, a diferencia de lo deseable, cuánto más se profundiza, peor resulta el panorama. Es cierto que resulta algo menos peligroso que el déficit público haya sido del 7% en 2012 y no del 9% como ocurrió en 2011, pero cuando se repite con razón que no hay nada tan letal como el exceso de endeudamiento, ¿puede alguien tranquilizarse viendo cómo al mismo tiempo tratamos de que la UE permita este año a nuestros políticos gastar otros 60.000 millones más de lo que ingresen? Rajoy ha interiorizado de tal modo el discurso económico de la izquierda que ya pone más empeño en que Bruselas le permita incrementar el déficit previsto que en reducir el Estado. ¿Quién distinguirá, y qué nos importará, cuántos de esos cientos de miles de millones pendientes de devolver que seguimos acumulando son achacables a Zapatero y cuántos a Rajoy si su rampante volumen total, sumado a la deuda privada, nos coloca al borde del default?

Antes se van a volver a reducir las pensiones que el número de ayuntamientos. Antes menguará otra vez la renta disponible de los contribuyentes que las competencias de las comunidades autónomas. Antes seguirá precarizándose el empleo que la estabilidad de los políticos. Mientras los peores espectros del pasado vuelven a ulular por las calles y plazas de España, el ejecutivo de Rajoy deja transcurrir el tiempo de su preciosa e irrepetible mayoría absoluta sin darle utilidad transformadora: he aquí al gobierno imperturbable que con sus 183 escaños está quedándose sin país.

Escuchar la comparecencia de Rajoy sobre lo ocurrido en el último Consejo Europeo fue todavía más deprimente que oírle hablar por el televisor de Génova. Al tratar de aderezar lo que Rosa Díez describió certeramente como «unas conclusiones que no están a la altura ni de una reunioncilla de funcionarios de tercera», Rajoy llegó a presentar como un gran logro que «en algunos puntos son un traslado, casi literal, de conclusiones que ya aparecieron en Consejos anteriores». Y a continuación hasta sacó pecho por ello: «Algunos hemos batallado para que así fuera. Hemos querido recalcar, volver a poner de manifiesto que esos aspectos siguen vigentes y que todavía no han culminado».

O sea que a lo máximo que podemos aspirar es a que conste en acta que Alemania y sus adláteres siguen bloqueando la Unión Bancaria con su supervisión única y su fondo de garantía único, que la Unión Fiscal con sus políticas presupuestarias comunes continúa estando lejos y que la Unión Económica y Monetaria con eurobonos y prima de riesgo europea se diluye entre la bruma. Ni siquiera las migajas de la Iniciativa para el Empleo Juvenil terminan de caer de la mesa de Epulón y Rajoy sólo nos dice que volverá a intentarlo en junio.

La respuesta pública del presidente a esta europarálisis que enmarca nuestra ruina se limita a pedir con la boca pequeña que el BCE actúe como la Reserva Federal, el Banco de Inglaterra o el Banco de Japón e inyecte liquidez en el sistema financiero, sin anunciar ninguna propuesta, ninguna gira diplomática, ninguna advertencia alternativa para forzar que suceda algo parecido. Y en cuanto a las gestiones secretas o discretas resulta que en lo que ha estado volcado el Gobierno es en evitar in extremis que Bruselas nos aplicara el llamado «brazo corrector» que en la práctica hubiera supuesto todos los inconvenientes de una intervención y encima sin el dinero del rescate.

El demoledor informe de la Comisión sobre la pervivencia de nuestros desequilibrios, la insuficiencia y tardanza de nuestras reformas o lo engañoso de nuestros síntomas de mejoría en el sector exterior podrá estar impregnado del cinismo de toda profecía autocumplida, pues es su política la que estimula todo eso, pero supone la segunda ducha de agua helada tras el similar diagnóstico del Banco de España: si no hay un cambio de ritmo radical en la manera de gobernar tenemos recesión y destrucción de empleo para rato.

Al final de esa intervención parlamentaria Rajoy introdujo una cita de Paul Henri Spaak que no figuraba en el texto distribuido por Moncloa: «Todos los países fundadores de la Comunidad Europea eran pequeños pero algunos todavía no se habían dado cuenta». ¿A santo de qué viene ahora esto sino como autojustificación del subconsciente? España es un país pequeño si lo comparamos con China, Estados Unidos o Rusia, pero somos una de las cuatro potencias de la Eurozona y debemos hacer valer nuestro peso.

Hoy por hoy lo que sí es «pequeño» -por su falta de ambición y calado- es el proyecto de Rajoy. Aún estaría a tiempo de rectificar, pero vista la equivalencia en la frustración y la similitud en la impotencia entre su discurso y el de Rubalcaba -el líder del PSOE hizo incluso el trabajo sucio del Gobierno vapuleando al comisario Rehn-, y teniendo en cuenta lo que ya dicen las encuestas, cabe colegir que el único plan B de quien hace año y medio pidió un mandato excepcional a los españoles es que su mayoría absoluta desemboque en 2015 en una gran coalición para amurallar a la casta en la fortaleza del sistema. Que el taxi de Attlee ya circule por Madrid tiene la ventaja de que el pacto podría firmarse en su interior.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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