El teatro en España: decadencia y criterios para su reactiviación

Antes de adentrarnos en el análisis de la situación actual del quehacer teatral español y en el estudio de sus posibles soluciones, conviene tener presente que el teatro es una parte más de la actividad cultural del hombre. Desde que Pufendorf, hacia mediados del siglo XVII, renovara el concepto de “cultura”, al definirlo como “todo aquello que no es producto de la naturaleza, sino del esfuerzo humano”, el término cultura ha dejado de ser utilizado exclusivamente para referirse, conforme a la tradición humanista, a las obras de mayor calidad intelectual y estética, para pasar a designar también, en contraposición al de “naturaleza”, todo aquello que el ser humano ha ido produciendo a lo largo de los tiempos, con el fin de conocer y comprender a esta última, dominarla, adaptarla a sus necesidades, y transformarla en su propio provecho. Así, pues, la cultura, en el sentido antropológico de la palabra, puede ser entendida como el conjunto de claves mediante las cuales cada grupo humano se define a sí mismo e interpreta el medio en el que se desenvuelve, aliviando o, incluso, liberándose de las condiciones naturales que éste le impone; es, en definitiva, un instrumento de liberación al servicio de la humanidad. Así al menos lo ha venido considerando, desde su aparición, el pensamiento progresista europeo.

En efecto, desde los tiempos en que Diderot y D’Alembert redactaban la Enciclopedia –convencidos de que el conocimiento y la educación habían de proporcionar al hombre bienestar e, incluso, felicidad–, la cultura ha sido concebida por el pensamiento progresista como la herramienta mediante la cual el género humano conoce y domina la naturaleza –incluyendo la suya propia–, como un instrumento que sirve al hombre para forjarse una explicación coherente de la realidad en la que vive y de sí mismo en esa realidad, como el mecanismo mediante el cual se define a sí mismo cualquier grupo humano, aquel que le confiere identidad y carácter, y lo distingue de los demás. Bajo ese prisma, cabe asegurar que la cultura es un instrumento de liberación al servicio de los seres humanos, a cuyo uso y disfrute tiene, en principio, derecho la humanidad toda. Por lo tanto, el acceso a la misma y a los frutos que de ella emanan ha de tener la consideración de un derecho; derecho que correlativamente debería llevar aparejado un triple deber por parte del Estado: a) el de promover su actividad, b) el de conservar aquellos de sus frutos cuya utilidad haya quedado patente, y c) el de garantizar a los ciudadanos el efectivo disfrute de los mismos.

Pero conviene no olvidar, así mismo, que también puede ser la cultura un instrumento de dominación y sometimiento; quien la posee tiene mayores posibilidades de utilizar a los demás en beneficio propio que aquel que no la posee. La cultura puede convertirse en una eficaz herramienta que sirva a un grupo, a una clase o a un pueblo determinado para someter a otros; para utilizarlos. Es algo de lo que han sido plenamente conscientes las clerecías de cuantas religiones ha conocido la Historia, que, durante siglos, pudieron dominar a sus respectivos pueblos sin necesidad de empuñar las armas; les bastó con reservarse la exclusividad del conocimiento, con tener el monopolio de la cultura. De ahí que la garantía de acceder a ella haya de ser idéntica para todos los ciudadanos, algo que sólo puede lograrse mediante la política. El mercado, con ser un instrumento útil y hasta necesario en relación con la creación y distribución de tales bienes y servicios, no es eficaz para garantizar la igualdad de todos en el acceso a su disfrute. La política ha de ser la llamada a lograrlo. Las administraciones públicas han de tener como misión fundamental en este campo garantizar que todos los ciudadanos estén en igualdad de condiciones de acceder al uso y disfrute de los bienes y servicios culturales, asegurando así mismo la conservación del
acervo cultural acumulado a través de los tiempos y promoviendo, de igual modo, el enriquecimiento y la renovación de dicho acervo.

Conviene, además, recordar que el patrimonio cultural de un pueblo no lo constituye sólo un conjunto de ruinas y piedras mejor o peor conservadas, ni unos lienzos afortunadamente coloreados o unos legajos depositados en el fondo de bibliotecas –más o menos suntuosas–; está integrado también por un conjunto de creaciones que, carentes de soporte material propio,
deben tomar vida, como si de un fenómeno de simbiosis se tratara, en algo tan efímero como el cuerpo y la voz de los humanos. Tal es el caso de las obras de la danza y el teatro, de cuya historia universal en España se han escrito algunas de las páginas más brillantes: las relativas a la Escuela Bolera y al teatro del Siglo de Oro. Debiéramos, pues, los españoles, enorgullecernos de sus frutos y poner especial esmero en conservarlos y en procurar un futuro brillante para la práctica actual de tales disciplinas.

Con el fin de alentar dicha práctica y posibilitar que la sociedad civil juegue el papel que le es propio en la creación y circulación de los frutos de la actividad teatral, al tiempo que las instituciones cumplan con el deber de prestación de los servicios públicos de promoción de la creación, conservación, difusión y acceso a los bienes y servicios culturales que la mencionada sociedad produce o ha producido a lo largo de los siglos, el trabajo que a continuación se desarrolla viene a hacer una llamada de atención sobre la necesidad de reflexionar acerca de las siguientes propuestas...

Joaquín Vida Arredondo, director de Teatro.

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