El tejido de la unidad

Definitivamente frustrada la temeraria profecía sobre la evolución del alto el fuego de ETA que el presidente del Gobierno formuló hace ahora un año, el problema del terrorismo se resiste a ceder su espacio a los relatos electorales que ha elaborado la estrategia socialista.

Esa sociedad que la propaganda gubernamental quiere presentar redimida de todas sus carencias -salvo las directamente atribuibles a los demás- sigue lastrada por el terrorismo como problema central para su convivencia y de sus libertades. El terrorismo como problema en sí, por lo que tiene de generación de violencia ilegítima, de coacción y de invasión maligna del tejido social. Pero también, el terrorismo como una patología que contagia las implicaciones políticas de su identidad nacionalista, que exhibe su capacidad para seguir desempeñando el papel de referencia que condiciona, siempre en el sentido más radical, el discurso y la estrategia de ese otro nacionalismo, el institucional, en el que sigue encontrando legitimación histórica, reconocimiento político y amparo moral y afectivo. Léanse para comprobarlo las declaraciones que el pasado 6 de diciembre hacía a este periódico el nuevo presidente del EBB y su proyectada ronda de contactos, o la calumniosa embestida contra las instituciones del Estado de Derecho perpetrada por el Gobierno vasco como reacción a la sentencia de la Audiencia Nacional en el sumario 18/98, o las recientes declaraciones en tiempo de Navidad protagonizadas por el lehendakari con variadas puestas en escena.

Cuando el Rey, en un ejercicio medido pero elocuente de sus responsabilidades constitucionales, insta a compartir una «cultura de unidad» frente al terrorismo, es preciso reflexionar sobre el verdadero sentido que adquiere este empeño a día de hoy, cuarenta años después de que ETA empezara a asesinar, treinta de ellos sufridos por el sistema democrático.

La unidad frente al terrorismo es una idea que en su plasmación política práctica tiene que desdoblarse. La unidad en el sentido de rechazo activo, moral y político, a la violencia y la coacción expresa un denominador común al conjunto de la sociedad española y a sus representantes políticos. Pero si a partir de ahí intentamos avanzar, esa unidad se vuelve quebradiza y precaria hasta romperse ante las decisiones que exige una política eficaz y ambiciosa contra ETA. En otras palabras, la unidad frente al terrorismo no se traduce en unanimidad sobre la estrategia a seguir contra aquél.

Esta constatación no debe ser dramática. De hecho, en ella se basó el Pacto por las Libertades como un acuerdo entre los dos únicos partidos de gobierno, PP y PSOE, abierto a todos los demás pero no por ello dispuesto a aceptar la rebaja de sus objetivos en la lucha contra ETA.

La unanimidad declarativa es relativamente fácil de conseguir. El Pacto de Ajuria-Enea se dejó arrastrar por esa inercia y degeneró. Condujo a su neutralización no sólo la previsión de un eventual «final dialogado» cuyos presupuestos nunca se dieron, sino también su progresiva esterilidad al quedar reducido a un foro ocasional para la condena de atentados.

Hay suficiente perspectiva temporal para concluir que el pacto antiterrorista no habría conseguido ni una fracción de la eficacia que desplegó si en aras de una unidad cosmética hubiera renunciado a impulsar medidas como la Ley de Partidos o la de cumplimiento efectivo de las penas que han sobrevivido incluso a los más tenaces dinamiteros de la política antiterrorista en esta legislatura, que han sido muchos.

Parece que las experiencias de aquel pacto recuperan hoy alguna vigencia, más aún después de cerrado el paréntesis de Imaz. Es absurdo buscar por principio la confrontación con el nacionalismo y descartar como metafísicamente imposible que en algún momento se pueda ensanchar el estrecho terreno de coincidencia en la política antiterrorista. Pero también es gravemente irresponsable no asumir que una política antiterrorista cuyo objetivo sea la derrota de ETA seguirá encontrando la oposición activa del nacionalismo en la medida en que éste no pueda hacer valer su agenda oculta en un escenario de desmantelamiento de ETA y disolución de su entramado sin precio político, que en eso consiste la derrota de la banda.

La unidad que requiere la política antiterrorista, la unidad que preocupa a ETA porque la banda ya tiene experiencia de lo que significa, es la que consiste en la convergencia del PSOE y el PP en una estrategia antiterrorista de máximos, sin restricciones previas en la utilización de los instrumentos del Estado de Derecho y sin otro objetivo que distorsione la lucha contra ETA que la derrota de ésta. Si hay que hacer que ETA pierda toda esperanza, no hay otra opción. Una convergencia que no tiene por qué ser excluyente pero que tampoco ha de aceptar que sean otros los que marquen el ritmo y los contenidos.

Hasta ahora el punto de fractura de la unidad había sido el nacionalismo. En esta legislatura la fractura se ha extendido. La apelación del Rey en su mensaje de Nochebuena suena hoy más apremiante, y al reclamar una «cultura de unidad» lo que parece plantear no es tanto la consecución de acuerdos con fecha de caducidad, sino la necesidad de convertir el esfuerzo compartido contra el terrorismo en un principio integrante de nuestro acervo constitucional y democrático.

Medir las responsabilidades por haber llegado a esta situación parece a muchos un ejercicio tedioso e inoportuno. Y sin embargo será inevitable hacerlo si no se quiere que la unidad entre el Partido Socialista y el Partido Popular sea un imposible para mucho tiempo. En cualquier caso, no creo que pueda sostenerse que la oposición tiene la misma responsabilidad que el Gobierno. Menos aún una oposición, como ha sido el caso del PP en esta legislatura, objeto de una estrategia deliberada y persistente de aislamiento.

De la misma manera, es una falacia reducir el Pacto por las Libertades a una obligación incondicionada de la oposición a suscribir lo que haga el Gobierno, olvidando el deber de mantener pactada la política antiterrorista a diferencia de la lucha antiterrorista, sujeta, como es obvio, a la dirección exclusiva del Gobierno. El pacto era un acuerdo de Estado sobre la política antiterrorista en la que ambos partidos y el Gobierno se reconocían y aceptaban como interlocutores imprescindibles. Si el Pacto por las Libertades se hubiera limitado a ser un contrato de adhesión impuesto a la oposición, ¿dónde quedaría su contenido acordado? ¿Qué sentido tendría entonces hablar de un acuerdo para garantizar la continuidad de la política antiterrorista gobierne quien gobierne, cuando lo único permanente sería el silencio de la oposición, también ante modificaciones unilaterales de esa política acordada?

En una legislatura en la que tan profusamente se han utilizado las hemerotecas, produce estupefacción releer las declaraciones que el secretario general de los socialistas vascos hacía precisamente en el diario 'Gara' (13 de noviembre de 2005) sobre el sumario 18/98, en las que expresaba su convicción de que los procesados no tenían nada que ver con ETA pero que, ya se sabe, «pasamos una legislatura con Aznar en la que prácticamente toda Euskadi estaba bajo sospecha». Mucho más reciente está la respuesta airada del fiscal general del Estado acusando a los que pedían impedir con la ley que ANV se presentara a las elecciones de querer crear «un Guantánamo electoral». Muestras de mimetización argumental como éstas autorizan a pensar que, efectivamente, algo muy preocupante ha venido ocurriendo en la dirección política de nuestro país durante esta legislatura.

Lo grave para la unidad no es que el Gobierno haya cometido errores que, por definición, siempre serán más graves que cualesquiera otros que haya cometido la oposición. Es que se han quebrado los mínimos de confianza por quienes han querido ver aliados por la paz donde no había sino enemigos de nuestras libertades.

No habría que seguir esperando a que unos señalen y otros pongan las bombas o disparen -en Balmaseda o en Capbreton, por ejemplo- para tejer de nuevo la trama de confianza y apoyo que una a quienes están comprometidos con la victoria sin condiciones de la democracia y la libertad sobre el terror.

Javier Zarzalejos