El Teorema de la Berza

Por Victoria Prego (EL MUNDO, 12/11/06):

Se veía venir. Se veía venir que el Poder Judicial, los jueces en su conjunto, iban a ser objetivo de los disparos políticos hechos desde distintos puestos de ojeo según fueran llegando a los tribunales todas las cuestiones de enorme importancia que están ahora mismo sometidas a debate en nuestro país. Lo que no se veía venir, porque era inimaginable, era que el descaro de la presión procediera desde tan alto y fuera tan impúdicamente formulado y aplicado que acabara convirtiéndose en un ataque a la estructura de cualquier Estado democrático y de Derecho. Y eso es exactamente lo que está pasando estos días.

Nada menos que el 11-M, el Estatuto de Cataluña y las negociaciones que el Gobierno mantiene para el fin del terrorismo están en los tribunales. Pero ha sido este último asunto, el de las negociaciones con ETA, el que ha desatado la primera y más clara operación de asalto y descrédito al Poder Judicial. Una operación que resultaría increíble si no fuera porque la estamos viendo.

Algunos pensamos al principio que al presidente del Gobierno le habían patinado la neuronas cuando el otro día introdujo en su charla con los periodistas en los pasillos del Senado la idea de que algunas decisiones judiciales podían entorpecer sus gestiones para lograr la paz. Aceptamos eso porque su afirmación fue de una gravedad tal que obligaba a dar por buena la rectificación posterior del equipo de comunicación de La Moncloa. No nos quedaba más remedio, aunque sólo fuera por instinto de supervivencia del sistema, que creer de entrada que el presidente no quería decir lo que dijo. Lo inquietante del asunto era, de todos modos, que eso mismo ya lo habían adelantado como noticia un par de periódicos próximos al Gobierno y al PSOE. Pero lo que convirtió la inquietud en sospecha y la sospecha en tristísima certeza, fue que el líder de los socialistas vascos exhibió inmediatamente después esa misma tesis con una crudeza política que dio frío. Crudeza que se convirtió en obscenidad cuando al día siguiente el partido socialista vasco como tal insistió en la misma posición y reclamó que las sentencias judiciales se redacten «en función de las circunstancias». Lo han dicho así y seguramente es que incluso lo piensan. Y no hay más remedio que decir que una afirmación semejante es un contradiós. No hay otra palabra. Un contradiós.

¿Son esas tesis mantenidas por representantes políticos de nuestro país fruto de una supina, gigantesca ignorancia de los conceptos que manejan? Porque están jugando a los bolos con unas piezas de cristal de Sèvres y les arrean empellones con la misma fuerza con la que apartarían a puntapiés de su camino un manojo de berzas tiradas en la acera. Piezas de cristalería son la división de poderes, la independencia del Poder Judicial que está en la base de la supervivencia de un Estado de Derecho, y el sometimiento de los jueces a la ley y solamente a la ley. Y berzas son ese escándalo doliente de Patxi López y ese reproche a los jueces por los 12 años de prisión pedidos por el fiscal y sentenciados por el tribunal a uno de esos asesinos que ahora «está por la paz» pero que señaló como objetivos terroristas a unos cuantos funcionarios y directores de prisiones.

Berzas son, sobre todo, esa pretensión inaudita de que los jueces sentencien «según las circunstancias», dando por hecho que las tales «circunstancias» son las que establecen y describen esos mismos políticos de acuerdo con su visión del momento. Del momento político, no de la realidad social, que quede claro. Porque uno de los muchos timos que se cometen con las palabras es ése que dice que los jueces deben tener en cuenta en sus sentencias la «realidad social» sobre la que juzgan. Independientemente de que el Código Civil se refiere a una cosa muy distinta de la que ahora algunos pretenden, ni siquiera si tomásemos sus argumentos en su literalidad se sostendrían las pretensiones de quienes reclaman que los tribunales se amolden al proyecto del Gobierno. Porque sucede que la «realidad social» que, en su criterio, los jueces deberían tener en cuenta, de ninguna manera es favorable a que sean juzgados con benevolencia los sujetos que, por ejemplo, intentan quemar vivos a dos policías en Bilbao. Más bien parece que la «realidad social» española quiere que individuos como éstos cumplan sus condenas hasta el último día. De manera que es falsario recurrir a una «realidad social» que no existe para exigir de los tribunales un comportamiento judicial que responda sólo a la «realidad política» del Gobierno: su apuesta por la derrota de ETA siguiendo una vía que ha elegido recorrer en solitario.

En mitad de este dislate, los dirigentes nacionalistas vascos también se han lanzado a acusar a los jueces en su conjunto de estar infectados por la disciplina ideológica de un partido político, el PP. Para, a continuación, anunciar una de esas medidas que sólo en una dictadura se anuncian con la tranquilidad con la que lo hizo el Gobierno autonómico vasco: la retirada de los pisos oficiales que ese mismo Gobierno ofreció en su día con el propósito de facilitar el arraigo en el País Vasco de los representantes del Poder Judicial, siempre amenazados y algunos asesinados por ETA, de modo que no estuvieran deseando salir de allí a la primera oportunidad.

Sea la decisión del Gobierno de Vitoria anterior a las últimas resoluciones judiciales o no lo sea, cualquier gobernante con un mínimo decoro político habría dejado en suspenso una medida así hasta que el panorama judicial de los dirigentes nacionalistas se hubiera despejado. Pero no lo ha hecho, y la escena teórica de un grupo de magistrados y fiscales echados a la calle y rodeados de sus enseres domésticos por obra y gracia del poder de turno, es como para poner los pelos de punta a todo español sensato. Esa escena no se producirá en la realidad tangible pero ya se ha producido en la realidad política. Rota ya a patadas la cristalería, el Ministerio de Justicia hará bien en no volver a aceptar por parte de ninguna institución pública que no sea el propio Ministerio la más mínima facilidad práctica o asistencial para que los representantes del Poder Judicial puedan ejercer su cometido con eficacia y la independencia que la Constitución, bendita sea, les garantiza. Porque ahora resulta que el Ejecutivo vasco se quería cobrar su gesto en sentencias o, al contrario, se lo quiere hacer pagar a los jueces porque no se lo ha podido cobrar en sentencias. Lo mismo da.

Inexplicablemente, en esta pesadilla de la razón que a Goya le habría inspirado otra serie monstruosa, se ignora algo esencial que adjudica a cada cual sus obligaciones y sus responsabilidades. Y es la potestad del Gobierno de suavizar, o incluso dejar sin efecto las sentencias judiciales atendiendo, ahora sí, a «las circunstancias de cada momento». Esa potestad se llama indulto.

Si el presidente Zapatero considera que la condena a 12 años al etarra De Juana le complica las negociaciones, indúltelo. Es su atribución, nadie puede oponérsele. Y si el señor López considera que los tribunales, al aplicar la Ley, están ignorando las necesidades de su partido y los objetivos de las conversaciones con los terroristas para que renuncien para siempre a matar, solicite al presidente que tome las medidas necesarias que tranquilicen a la banda y consigan que renuncie a seguir asesinando. Eso se llama indulto. Eso está en la Ley y es potestad exclusiva del Gobierno. Hágalo. Puede hacerlo.

Es verdad que medidas de esa naturaleza tendrían un coste político indudable para el presidente y para su partido. Pero si lo que se busca es que los terroristas sepan que el Estado de Derecho va a bajar la intensidad de su defensa frente al delito, ese precio debe ser asumido por quien busca ese resultado, dispone de los datos que los demás no tenemos, conoce el efecto que una decisión así puede tener entre los asesinos y puede además acometer esa senda sin incumplir la ley ni derribar los fundamentos del Estado. Lo que no es admisible es que el Ejecutivo pretenda que los jueces le hagan el trabajo feo, por no decir sucio, y dejen de aplicar las leyes en el ejercicio de su independencia, que es sagrada, que está garantizada por la Constitución y que nos garantiza a los demás, de paso, nuestra seguridad como ciudadanos.

Pero esto no ha hecho más que empezar. Vendrán tiempos peores.