El tercer reencuentro

Por Elías Levy Benarroch, corresponsal local de la agencia EFE en Jerusalén (ABC, 17/01/06):

EN la historia de los pueblos, como en la vida misma de las personas, las fechas tienen un valor simbólico inherente, y en la actividad diplomática no hay nada como rescatar un buen aniversario para eliminar resquemores. Israel y España lo harán esta tarde en un acto en Jerusalén para el que ha viajado especialmente a la zona el ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos.

Porque ha sido el jefe de la diplomacia española, el mismo que tantas veces consiguió irritar a Israel como enviado especial de la UE por su estrecha relación con Arafat, quien ha impulsado precisamente con mayor fuerza el valor simbólico del XX aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas. Fue un día como hoy en 1986, en una modesta ceremonia en La Haya, cuando los dos países pusieron fin a un tortuoso desencuentro de cinco siglos iniciado en 1492. No en vano, se habló entonces de un «reencuentro», no entre países ni gobiernos, sino entre pueblos.

En realidad, el reencuentro había comenzado en 1883, cuando, en una travesía por el Danubio, el senador Ángel Pulido tuvo un encuentro fortuito con unos judíos que hablaban el español de Cervantes, el ladino. Aunque cuatro siglos de conciencia inquisitorial no eran erosionables de la noche a la mañana, no en un país donde hasta hace sólo treinta años la Iglesia tenía semejante influencia y donde aún perduran en nuestro lenguaje expresiones y prejuicios antisemitas -que no antisemitismo-, Pulido fue el catalizador de una prolongada búsqueda histórica y hoy basta con recordar los vastos recursos que se destinan a la recuperación de la memoria judía para convencerse de que España ha aceptado su pasado con orgullo.

La celosía que España demuestra hacia ese legado, diferenciándolo de sus relaciones con Israel, es por un lado un elogioso intento de corregir errores históricos que condujeron a siglos de oscuridad y, por el otro, producto de siglos de influencia eclesiástica, que vio en el judaísmo no un pueblo sino una religión. Esta dualidad se consolidó durante los primeros años de la dictadura de Franco, quien inexplicablemente promovió el estudio de la civilización sefardí, a la vez que la distinguía de la ashkenazí como responsable del comunismo y de la conspiración judeo-masónica.

En cuanto a las relaciones diplomáticas, de más está decir que, después del Holocausto, para los líderes ashkenazíes de Israel eran inconcebibles, lo que, sumado al progresivo acercamiento de Franco al mundo árabe desde 1946, acabó con cualquier posibilidad de reconocimiento mutuo. Sucesivos intentos israelíes resultaron infructuosos, y no fue hasta 1970 cuando se produjo un nuevo acercamiento en la forma de varios encuentros oficiosos.

La transición despertó nuevas esperanzas en Israel, pero bien por la necesidad de resolver problemas internos acuciantes, bien por el temor a perder al poderoso mundo árabe cuando España aún no tenía asegurado su ingreso en la Comunidad Europea, o bien porque el problema palestino había deteriorado la imagen internacional de Israel, los gobiernos españoles evitaron a capa y espada afrontar esa asignatura pendiente.

La llegada al poder de Felipe González hizo resurgir las esperanzas de Israel, primero por los viejos lazos entre el PSOE y el Partido Laborista israelí, y segundo porque las relaciones comerciales y culturales evolucionaban hasta casi la normalidad e incluso un embajador oficioso israelí se hallaba en Madrid desde 1981, Shamuel Hadas.

González había aclarado que tenía tomada la decisión, pero que lo haría «en el momento adecuado». Al preguntarle hace unos meses sobre por qué tardó más de tres años, el ex presidente consideró que fue «un proceso natural» y que «la decisión era hacerlo antes del final de la legislatura y así ocurrió».

Pero es obvio que otros factores de Estado entraron en juego. Simón Peres, primer ministro de Israel entre 1984 y 1986, ve el proceso dentro del entramado sociopolítico interno de la época: «González liberó a España del gobierno de la Iglesia, del gobierno del Ejército, y de sus tradiciones más arraigadas. Todo ello tuvo un impacto en las relaciones con Israel».

Tampoco pueden desvincularse las relaciones hispano-israelíes de la coyuntura internacional de la época. González desmiente cualquier tipo de presiones por parte del mundo árabe o de Israel, aunque la mera elección de la fecha y el lugar para establecer relaciones diplomáticas merecen una interpretación histórica.

La más recurrida, por la sucesión de los acontecimientos, es que la diplomacia española creyó conveniente arroparse en sus nuevos socios europeos para dar un salto que podría irritar a gobiernos o grupos radicales árabes y arrastrar represalias en la forma de boicot diplomático, sanciones económicas e incluso terrorismo. La decisión sólo habría de aplicarse una vez firmado el Tratado de Adhesión el 12 de junio de 1985, y en La Haya para «disfrazarla» como una imposición de la nueva condición europeista y transmitir a la vez que España no era más un país frágil al que se podía extorsionar.

Desde aquel histórico 17 de enero, las relaciones entre los dos pueblos se han expandido a todos los niveles, y, gracias al reconocimiento de Israel, España ha podido hacer su conocida aportación al proceso de paz de Oriente Medio. Sin embargo, son también notorios los altibajos políticos en torno a la cuestión palestina, reflejo de la vocación humanista de los españoles tras la dictadura y de la herencia arabista en el Palacio de Santa Cruz, de la que Moratinos es uno de sus exponentes. En efecto, después del reencuentro histórico y cultural del senador Pulido con los sefardíes, y del reencuentro diplomático de 1986, España e Israel afrontan hoy en Jerusalén un tercer reencuentro, esta vez de carácter político.