El terror como instrumento político

Al terminar su jornada de trabajo, quizás algo aburrida, pero siempre llena de preocupaciones y problemas urgentes que hay que resolver para solucionar las dificultades de la vida diaria, el ciudadano europeo medio -trabajador, pensionista, jubilado, intelectual o ama de casa- suele disponer de algún tiempo para retirarse a su hogar y tratar de relajarse delante del televisor, normalmente en compañía de su familia.

Lo que ve entonces en los boletines de noticias no resulta muy agradable: bombardeos, con los instrumentos más sofisticados de la guerra moderna, de ciudades o de pequeñas aldeas perdidas en el desierto; ataques suicidas con camiones-bomba a mercados llenos de gente, escuelas y hospitales; asesinatos de dirigentes políticos, sindicales, religiosos o judiciales con medios espectaculares... Las víctimas que vemos en la pantalla son, por lo general, personas inocentes que no tienen responsabilidad alguna en los orígenes de la violencia y cuyo único delito ha sido encontrarse en el lugar equivocado en el momento justo en el que se produjo el acto de terror.

Para cualquier estudioso de la Historia política no constituye nada nuevo la utilización del terror como medio para la consecución de objetos políticos. El emperador mogol Tamerlán, en su inexorable marcha por Asia central, destruía las ciudades y exterminaba a sus habitantes, aun después de haberlas dominado, si le habían opuesto la menor resistencia, para así disuadir a los habitantes de la próxima ciudad a conquistar de que tomaran cualquier tipo de medida defensiva.

Cuando el alto mando de la Luftwaffe alemana decidió bombardear sistemáticamente ciudades como Guernica o Coventry no trataba de conseguir un objetivo táctico inmediato. A través del terror sobre la población civil indefensa, se pretendía conseguir la finalidad estratégica de forzar la rendición del enemigo. Finalmente, toda la estrategia nuclear se basa en la disuasión por el terror, es decir, la destrucción total garantizada del conjunto de la población de la potencia enemiga. La guerra constituye siempre una legitimación del terror y sus principales víctimas son hoy las poblaciones civiles, en mayor medida que los militares, quienes se encuentran más protegidos y mejor preparados para ella.

El teórico militar alemán von Clausewitz sostenía que la guerra era «la continuación de la política por otros medios» y completaba esta tesis con la afirmación de que en la contienda cada uno de los bandos trata de utilizar la fuerza hasta el límite para hacerla insoportable al enemigo. Sólo el agotamiento de los ejércitos enfrentados impide que se llegue a la utilización extrema de la fuerza contra la población civil indefensa.

Las sociedades democráticas occidentales aborrecen la violencia. Un conjunto de garantías proporcionadas por el sistema electoral y por un poder judicial independiente, así como el control de las fuerzas represivas del Estado por las autoridades políticas y por los jueces, han eliminado el uso de la fuerza en el normal desarrollo de la actividad política. Además, el funcionamiento de las economías modernas posindustriales, altamente tecnificadas, resulta incompatible con cualquier género de violencia. Incluso los conflictos laborales con niveles de confrontación relativamente moderados, como las huelgas o los cierres patronales, resultan hoy disfuncionales para la vida económica, lo que lleva a sistemas de negociación y arbitraje muy precisos entre empresarios y trabajadores para impedir cualquier forma de conflicto económico.

Pensamos, por ejemplo, en los pactos españoles de La Moncloa y de Toledo. Pero esto no ha sido siempre así en nuestras sociedades. Basta leer las tragedias históricas de Shakespeare, como Ricardo III, basadas en las Crónicas de los Reyes de Inglaterra, o la Crónica castellana del Canciller López de Ayala, para darse cuenta del papel que representó el terror en el pasado político de Europa en sus manifestaciones más crudas y sangrientas.

En tiempos más próximos, la Guerra Civil española y las dos guerras mundiales son un buen ejemplo de la utilización del terror como instrumento para la consecución de fines políticos.

Ahora bien, el terror, como cualquier otro instrumento, sólo resulta eficaz si es utilizado en un contexto ajustado al fin político que se persigue. De no ser así, se vuelve en contra de los que lo utilizan. Robespierre desencadenó el Terror durante la Revolución francesa desde el Comité de Salud Pública para imponer su proyecto igualitario de sociedad democrática. La Alemania nazi decidió el bombardeo indiscriminado de las ciudades para doblegar a Inglaterra. El Terror revolucionario de Robespierre fue seguido en Francia de la contrarrevolución de Termidor y acabó desembocando en el poder dictatorial de Napoleón, que recreó una nueva sociedad clasista.

Churchill acabó devolviéndole la pelota a Hitler tras los bombardeos de los barrios de Londres. En 1945, la población civil alemana acabó sufriendo las consecuencias de los bombardeos de saturación de los Aliados, incluyendo la destrucción de la hermosa ciudad de Dresde en los últimos días de la guerra, y borrando toda posibilidad de vuelta al poder de los nacionalistas extremos que llevaron al país al desastre.

Las sociedades democráticas suelen adquirir, con un alto nivel de autodisciplina y conciencia cívica, una gran capacidad de resistencia al terror, tanto en la paz como en la guerra. Los intentos desestabilizadores por parte de organizaciones políticas basadas únicamente en la acción directa, eufemismo a veces utilizado por los terroristas, se estrellaron, a principios del siglo XX, en la modalidad del anarquismo, con la relativa estabilidad de los incipientes sistemas democráticos burgueses. Lo mismo ocurrió con la ofensiva terrorista de la Rote Armee Fraktion (RAF) en Alemania occidental, de las Brigate Rosse en Italia y del IRA en Irlanda tras la Segunda Guerra Mundial.

En España, ETA y otras organizaciones terroristas han fracasado en su intento de truncar el desarrollo democrático. El sistema democrático suele ser la mejor garantía de estabilidad frente a estas formas de terror, a pesar de la dureza de algunos de sus golpes contra la población civil, que reconoce la naturaleza de la agresión y que sabe que no puede plegarse ante ella.

En la lucha contra el terror, es esencial que las sociedades democráticas no renuncien a los valores que les son propios ni a las garantías jurídicas consolidadas para derrotar a los terroristas. De lo contrario, éstos habrían conseguido sus objetivos sin necesidad de ganar la batalla. Guantánamo, el recurso a la tortura contra los prisioneros y los vuelos de la CIA han sido un verdadero regalo a la causa del terrorismo mundial. Los gobiernos democráticos enfrentados al terror han de triunfar cada día en la batalla política ganándose el corazón de los ciudadanos y no dando al enemigo ninguna baza o elemento de injusticia que pueda servir de pretexto para justificar su acción.

El bombardeo indiscriminado de la población civil indefensa en lugares como Afganistán, Irak o Palestina se convierte en fuerza moral y de legitimación de los movimientos violentos de resistencia, como ha reconocido recientemente el presidente de Afganistán, Hamid Karzai, tras los bombardeos por las fuerzas aéreas occidentales contra núcleos civiles inocentes. Por el contrario, la acción constante de los gobiernos democráticos de Europa de aproximación a la población civil y la búsqueda de entendimientos con fuerzas políticas que pueden sentirse inclinadas a posiciones radicales, para disuadirles de toda tentación violenta, priva a las organizaciones terroristas del caldo de cultivo que buscan en la sociedad civil. Aisladas, relegadas a un sector irreductible de intolerancia en una sociedad que disfruta de las garantías democráticas, las organizaciones terroristas acaban siendo expulsadas de la corriente dominante de esa sociedad y quedan incapacitadas para causar daño en la sociedad en la que pretenden desarrollarse.

La lucha contra el terrorismo en las sociedades democráticas tiene que jugarse, así, en dos tableros: el de la acción policial y judicial defensiva o represiva y el de la acción política inteligente que deje a las organizaciones terroristas fuera del marco de la sociedad civil, de la vida normal de la gente para que se puedan seguir llevando a cabo las actividades ordinarias con el apoyo de las instituciones democráticas.

Manuel Medina Ortega, diputado socialista en el Parlamento Europeo y catedrático de Relaciones Internacionales.