El terror islámico se ceba en Argelia

El tremendo desafío del islam político, dentro y fuera de los países musulmanes, conoció ayer una nueva y sangrienta manifestación con los dos atentados en el corazón de Argel, dirigidos no solo contra el Gobierno argelino sino contra la sede de un organismo de las Naciones Unidas, como ya ocurriera en Irak en el 2003, recordatorio sangriento de que Al Qaeda y los grupos afines libran una guerra santa (yihad) global que pretende subvertir el orden mundial, restablecer el califato teocrático y extender el imperio de la sharia o ley coránica.

No recuperada aún de la guerra civil iniciada en 1992 y que causó más de 150.000 muertos durante un decenio de inusitada violencia, Argelia se ha convertido en la metrópoli del terror, el foco desde donde se expande el terrorismo islámico hacia todo el Magreb, los frágiles estados del sur del Sáhara (Sahel) y, por supuesto, los países europeos con minorías de origen sarraceno. La dirección de la guerra santa corresponde a Al Qaeda en el Magreb, nombre adoptado en enero de este año por el Grupo Salafista de la Predicación y el Combate (GSPC), originariamente argelino, cuyos miembros aprendieron la técnica del coche bomba suicida en Irak y Afganistán.

Desde los atentados del 11 de abril de este año, en dos operaciones suicidas que causaron 33 muertos en Argel, los argelinos viven bajo la pesadilla de un retorno de "los años de sangre", de la lucha sin cuartel y salvaje del Ejército contra los grupos islamistas armados, ya entonces apoyados por Al Qaeda, con el país virtualmente aislado y los europeos mirando para lugares menos conflictivos para no tomar conciencia de las atrocidades de unos y otros y preservar sus intereses petrolíferos o geoestratégicos.

La violencia se recrudeció en mayo, coincidiendo con la campaña para las elecciones legislativas, y de nuevo golpeó el 6 y el 8 de septiembre, cuando Al Qaeda asesinó a casi 60 personas en sendos atentados en Dellys y Batna. El Gobierno argelino, no obstante, insistió en subrayar el supuesto carácter residual del terrorismo, sin parangón posible con el de los años de la guerra civil, pero no cabe duda de que el país se ha convertido en una caja de resonancia, de efectos inmediatos en el universo árabe-musulmán, y en sede del banderín de enganche de los terroristas, secuela de la inestabilidad social y la cerrazón política.

Los atentados de Argel plantean una vez más el gravísimo problema de cómo impedir que los secuaces de Osama bin Laden ataquen en Europa. Pese a la nebulosa característica del fenómeno terrorista, la existencia de grupos radicales en Túnez, Marruecos, Mauritania, Chad y Níger, así como las detenciones de activistas en París y Londres o la desarticulación de una célula en Fráncfort que estaba en posesión de armas y productos químicos, sugieren que Al Qaeda en el Magreb, probablemente en conexión con el Grupo Islámico Combatiente marroquí, es el movimiento más peligroso y amenazante. Algo parecido se deduce de las estadísticas que tiene Europol sobre los detenidos en Europa.

Las informaciones y los análisis de los especialistas coinciden en que el terrorismo en el norte de África parece en auge, pese a que el Magreb está geográfica y culturalmente alejado de los países del Oriente Próximo donde el islamismo alcanzó sus expresiones más rigurosas, como Arabia Saudí o Irán. Mas el arcaísmo de las estructuras sociales, la conversión de la democracia en un simulacro y el bloqueo de los sistemas políticos, ya se trate de la monarquía marroquí o de los militares secularizados de Argel, siembran la desilusión entre la clase media y alimentan la crítica devastadora de los islamistas. Paradójicamente, los más retrógrados actúan como un fermento revolucionario que mantiene en vilo a las exiguas minorías en el poder.

La ola de violencia en Argelia incide sobre una situación estratégica bastante degradada por la rivalidad histórica con Marruecos, económica y militar, y la ambición de los uniformados argelinos de transformar al país en una potencia regional, armada por Rusia, pero que recibe importantes inversiones norteamericanas para la explotación de los hidrocarburos. Esa rivalidad, congelada en el Sáhara desde hace 32 años, frena el desarrollo e impide o condiciona el proceso democrático o la reconciliación nacional.

Ante lo que parece un nuevo ciclo histórico presidido por el integrismo musulmán más sombrío y virulento, debido en gran parte a que los regímenes dictatoriales permitieron durante años que las mezquitas se convirtieran en los únicos centros de actividad política tolerada, los europeos siguen enzarzados en una estéril polémica sobre el multiculturalismo, en cómo tratar al islam y cómo superar la marginación y a veces la discriminación que hacinan a sus minorías musulmanas, acosadas por un vertiginoso ascenso demográfico, en guetos de pobreza y fanatismo.

Los más pesimistas, como el politólogo italiano Giovanni Sartori o el historiador británico Niall Ferguson en su último libro (La guerra del mundo), llaman la atención sobre la marcha incontenible del islam en Europa (¿Eurabia?) y deploran la aparente complacencia ante el chantaje. Ferguson lanza con acento español una advertencia tan solemne como alarmista, pero verosímil y hasta prudente: "Ceuta ya no es la plaza de un agresivo imperialismo europeo, sino un baluarte defensivo mantenido por un continente sitiado".

Mateo Madridejos, periodista e historiador.