El testamento de Tony Judt

El historiador británico Tony Judt murió en agosto de 2010. Tenía 62 años y padecía la variante más inusual y maligna de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad muscular degenerativa que le fue diagnosticada en 2008 y en la que, según escribió con dramática lucidez el propio Judt, «uno tiene la oportunidad de contemplar, a su conveniencia y sin molestia alguna, el catastrófico progreso de su propio deterioro».

Pocos meses antes de su muerte, incapacitado ya para moverse y con enormes dificultades para hablar, tragar, e incluso respirar, Judt descubrió la forma de superar la angustia de unas noches interminables en las que, abandonado a su soledad, estaba condenado a la más absoluta y cruel inmovilidad: hacer uso de la única facultad que aún le quedaba intacta, la de pensar, y permitir que su memoria deambulara por los recuerdos de su primera infancia, de sus años de colegio, de su vida en Cambridge o de sus veranos en los kibutzim israelíes, para, a la mañana siguiente, dictar los pensamientos almacenados en su cerebro durante la noche. Así fue como Judt logró reunir, en mayo de 2010, sólo tres meses antes de su muerte, un conjunto de ensayos que, con su autorización, han sido publicados bajo el título El refugio de la memoria.

Judt ha sido uno de los intelectuales de mayor éxito en los últimos años, tanto en Inglaterra como en EEUU. Se consideraba a sí mismo un «socialdemócrata universal», un izquierdista con el suficiente espíritu crítico como para reprobar, sobre todo, a esa izquierda formada a partir de los años 60 en las universidades occidentales. Esos análisis y reproches le costaron, en ocasiones, la descalificación del establishment académico de la izquierda más radical.

En su libro póstumo, Judt, por un lado, se reafirma en su identidad de «intelectual de izquierdas». Por otro, sin embargo, muestra una auténtica actitud de rebeldía ante ciertos dogmas que comparte la inmensa mayoría de los que forman esa gran tribu acogedora que gusta llamarse izquierda liberal. «Si hay que tener una identidad -escribe Judt- la mía estaría al lado de la gente fronteriza, de esos a quienes la testarudez de carácter les lleva a actuar deliberadamente a contracorriente de la comunidad».

Uno de los dogmas ante los que el escritor británico muestra en este libro una actitud claramente desafiante con el pensamiento izquierdista tiene que ver con la educación. Cuenta Judt que él fue uno de esos niños privilegiados de familia de clase media que, gracias a su talento y a su esfuerzo, pudo beneficiarse de la enseñanza exigente y elitista que se impartía en los años 50 en las Grammar Schools, escuelas subvencionadas por el Estado destinadas a los mejores alumnos.

Esa instrucción le permitió matricularse en Cambridge, lo mismo que a otros jóvenes que, como él, «eran los ambiciosos productos de las selectas escuelas públicas gratuitas: teníamos que agradecer a la Butler Education Act de 1944 nuestra presencia en Cambridge».

La Ley Butler, a la que hace referencia Judt, fue promulgada por el gobierno de coalición de Churchill durante la Segunda Guerra Mundial. Butler, ministro conservador de Educación en aquel Gobierno, hizo obligatoria la educación hasta los 15 años, estableciendo el que se llamó sistema tripartito, que contemplaba una formación básica general igual para todos hasta los 11 años y cuatro años más de estudios en alguno de los tres modelos de escuela de secundaria que se crearon: las Grammar Schools, para los mejores alumnos; las Technical Schools, para lo que deseaban recibir una formación profesional; y las Modern Schools, que ofrecían una enseñanza básica al alcance de la gran mayoría de la población escolar. La admisión en uno u otro sistema se hacía en función de los resultados escolares.

Con el paso de los años, entre los laboristas se impuso la idea de que este sistema tripartito era socialmente injusto y atentaba contra el principio de igualdad. ¿Cómo era posible, se preguntaban, que se pudiera alcanzar una auténtica igualdad de oportunidades si no existía igualdad en la educación? En 1965, el ministro laborista de Educación, Anthony Crosland, obligó a unificar los tres sistemas en uno solo, el de las Comprehensive Schools, prohibiendo que las admisiones en los centros de secundaria se hicieran en función de los méritos académicos de los alumnos o de sus intereses personales. A partir de entonces se han llevado a cabo muchas reformas en el Reino Unido, pero ni laboristas ni conservadores han querido saber nada de las casi extintas Grammar Schools.

Pues bien, a propósito de la deriva que tomó la educación en el Reino Unido a partir de los años 60, Judt escribe en su lecho de muerte: «Durante 40 años la educación británica ha sido sometida a una catastrófica secuencia de reformas dirigidas a poner freno a su herencia elitista y a institucionalizar la igualdad. […] Decididos a destruir las selectas escuelas públicas que permitieron a mi generación recibir una educación de primer nivel subvencionada por el Estado, los políticos le han endilgado al sector público un sistema de impuesta uniformidad a la baja. […] Sospecho que todo esto comenzó precisamente en aquellos años de transición mediados los 60. Nosotros, por supuesto, no nos enteramos de nada».

Otro de los asuntos por los que la activa memoria de Judt deambulaba en sus noches de impuesta inmovilidad era su participación como estudiante en el movimiento revolucionario del 68. En El refugio de la memoria, Judt recuerda su visita a París en la primavera del 68 y sus largas noches de charla en un café del Barrio Latino, y al hacerlo quiere marcar claramente su distancia con aquella «nueva izquierda» que podía hablar durante horas «de la Revolución Cultural China, de la agitación en México e incluso de las sentadas en la Universidad de Columbia», pero que evitaba hablar de la Europa del Este, de lo que estaba pasando en Praga y en Varsovia. «¿Qué sabíamos nosotros -se pregunta Judt- del valor que hacía falta para aguantar semanas de interrogatorio en las cárceles de Varsovia, seguidos de sentencias de prisión de uno, dos o tres años a estudiantes que se habían atrevido a pedir las cosas que nosotros dábamos por descontadas?».

No es Judt el único intelectual de izquierdas que, habiendo participado en las revueltas de mayo del 68, es hoy crítico con ellas, pero sí es uno de los pocos que al echar la vista atrás reconoce que tenía razón el filósofo liberal Raymond Aron en su desprecio ante la seriedad de aquel movimiento y en sus críticas a los profesores universitarios que las alentaron (lo que le valió la eterna enemistad de Sartre): «En su momento creí que Aron había sido injustamente despectivo.[…] Hoy estaría dispuesto a compartir su desprecio».

Si este libro se puede considerar como un testamento, no cabe duda de que Judt ha querido reafirmar su «identidad de intelectual de izquierdas» pero también su actitud crítica hacia una izquierda, la de su generación, que, en nombre de la igualdad, se ha llevado por delante la instrucción, y con ella la posibilidad de ascenso social de las clases más desfavorecidas, y que sigue empeñada en mantener vivo el mito revolucionario de mayo del 68.

Pero lo que hace más valioso este testamento de Judt es su propia existencia. Cuando una buena parte de la nueva izquierda se plantea la legalización de la eutanasia como necesaria para que los hombres mueran dignamente, Tony Judt, a pesar de que la enfermedad había hecho de su cuerpo una insoportable prisión, a pesar de que sabía que estaba condenado a morir y a ser testigo inmóvil de su propia muerte, buscó en su capacidad de pensar y recordar la forma de mantenerse vivo y, afortunadamente para él, la encontró. Esa sí es una forma de morir dignamente.

Por Alicia Delibes, viceconsejera de Educación de la Comunidad de Madrid y autora de La gran estafa. El secuestro del sentido común en la educación.

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