El tiempo corto

Lo inventó Sheherazade: para salvar su vida, para perdurar, contó un cuento por noche a su amante criminal, con el brillante éxito que sabemos. Da la impresión de que, a falta de grandes aspiraciones, de grandes perspectivas y a veces de meras ideas, y con el fin de perdurar, nuestros políticos echan mano a menudo, también ellos, de la solución Sheherazade.

En este plano son de nuevo los Estados Unidos, en particular los de George W. Bush, quienes nos preceden. Para la campaña de 2004, el videoclip más caro de la historia -6,5 millones de dólares- fue la historia de Ashley, una adolescente que perdió a su madre en el atentado del 11-S. La eficacia de la Ashley Story, difundida por todas las cadenas de televisión, en un portal de Internet y mediante 2,3 millones de folletos, fue reconocida por los dos campos y es objeto de estudio hasta el día de hoy por los especialistas de la comunicación.

En este punto entraba Bush con la historia de su vida: "He sido alcohólico, descubrí a Dios, el 11 de septiembre me salvó... Queremos historias de niñas afganas...", porque el relato debe cambiar, debe asombrar para ser recordado. El demócrata John Kerry no contaba cuentos, desgranaba un programa. Años más tarde, Bush sigue en el mismo puesto después de haber servido mil historias de lucha contra the Terror, contra el Bien y el Mal, de batallas ganadas para la democracia o la felicidad de la familia americana. "Cuando la política te condena a muerte, comienza a contar historias", según analiza el profesor Ira Chernus.

La variante del storytelling sería la de representar su propia historia para que otros la cuenten. Esta variante sería más bien europea y, en particular, la de Nicolas Sarkozy, auténtico mago de la creación de acontecimientos, aunque no de cualquier índole. Ningún gran proyecto, "plan quinquenal" ni "gran paso adelante". Simplemente una buena historia por día, o, al menos, por semana: el almuerzo en Fouquets con la aristocracia del capitalismo francés, la ceremonia presidencial con los hijos de la familia reconstituida, el rescate de las enfermeras búlgaras y el de algunos "humanitarios" del Arca de Zoé, el folletín Cécilia, las vacaciones en EE UU, la pelea con los marinos bretones, Sarko, más católico que Francia, visita al Papa, Sarko y Carla de paseo por Disneyland y en Egipto, el salvar a Ingrid Betancourt...

Lo que importa es que las cosas se muevan. Es un poco como lo que hemos visto aplicado en la empresa desde los años 1990: desplazar a los empleados, los departamentos, los sectores, siempre con la promesa de un porvenir mejor para todos, más racional, más productivo, por consiguiente, más remunerador. Aun a precio de un cierto caos, considerado como más creativo. Para no hablar de las fusiones, reestructuraciones, deslocalizaciones, cambios de reglas, de cultura de empresa y hasta a veces de lengua, dada la internacionalización de la economía, y todo ello sometido a la exigencia de una rentabilidad cada vez más rápida: es el tiempo corto.

Que esto no agrade mucho al personal de esas empresas posmodernas verdaderamente cuenta poco en la toma de decisiones. Se han estudiado los efectos perversos y desestructurantes de estos grandes cambios tanto en las fábricas Renault como en EE UU. "Un joven diplomado cambiará de empresario 12 veces, de perfil de competencia, tres veces. La aprehensión profesional lo ha invadido todo", dice The New York Times, "y diluye la autoestima, rompe las familias, fragmenta las comunidades".

Es pronto para saber si Nicolas Sarkozy realmente transformará Francia, pero es probable que tal sea su intención. Una Francia anquilosada, tiesa en sus postulados, víctima de una burocracia obsoleta, a menudo paralizada por sindicatos pegados a su retórica -sólo el 7% de los trabajadores están sindicados, y éstos pertenecen mayormente al sector terciario-; y una sociedad arrinconada entre sus ventajas sociales reales y la necesidad de una estructura económica más competitiva. Es demasiado pronto también para saber si su voluntad de resolver la oposición derecha-izquierda dentro del mismo gobierno será beneficiosa para la democracia. Mientras tanto, lo que muestra es una presidencia-espectáculo en total ruptura con la imagen austera, distanciada si no majestuosa, de las presidencias desde 1945. Es un presidente que remueve, sacude ritos y tradiciones, siempre presente, que manifiesta sus emociones, sin armadura, exhibe sus gustos, su estilo de vida, se ofrece tanto a la crítica constante como a la atención, divertida o irritada, de los franceses o de los extranjeros.

Mostrar sus emociones e intentar a su vez suscitarlas -aun solidarias y generosas- es "el tiempo de la política del corazón, el tiempo corto, el de la reacción inmediata", según escribe M. Revault d'Allones en Esprit. El tiempo de las ONG y menos el de los partidos, del discurso compasivo y no político, de la empatía y no de lo racional. En todo caso, Nicolas Sarkozy representa hoy un nuevo estilo de gobierno, un gobierno "posmoderno", de golpe tras golpe y de success stories. ¿Será la respuesta adecuada a nuestras sociedades abiertas, ilimitadas, mundialistas? Ahí reside el peligro del aplastamiento de lo político. Es legítimo preguntarse qué queda de una democracia cuando los electores actúan según sus emociones y no su razón.

Nicole Muchnik, pintora y escritora.