El tiempo de la política

La frase atribuida a Bill Clinton: “¡es la economía, estúpido!”, pudo ser una premonición o una ironía de las que nos brinda y fija la esfera mediática internacional. Han pasado varias décadas de la famosa afirmación electoral y, en estos momentos, estamos sumergidos en la crisis más grave que ha afectado a la comunidad internacional desde la Gran Depresión.

Ya han pasado casi cuatro años del desplome de las torres financieras de Lehman Brothers y hoy estamos en un momento político amenazado por la zozobra angustiosa de la tiranía de las Bolsas, la crisis de la deuda soberana, el diferencial del bono alemán…, las estimaciones y declaraciones del G-8, el G-20, el FMI, el BM, la OCDE, la Eurozona y los Consejos Europeos que, en no pocas ocasiones, adoptan decisiones contradictorias procedentes de las autoridades económicas y financieras. Sin embargo, las soluciones últimas nos defraudan y empobrecen, mientras que los más pesimistas augurios se ciernen sobre el futuro y la crisis se ha instalado como método de gobierno.

En toda esta crisis, compleja y diferente, parece que la clase política se ha quedado paralizada y no ha ejercido su capacidad de prever, influir y regular los acontecimientos. Su respuesta ha sido unívoca: “¡calmar a los mercados!”. Todas las decisiones, muchas de ellas difíciles desde el punto de vista político y social, se han hecho y se hacen con la esperanza de que los mercados terminen por tranquilizarse y apaciguarse en su rutina. Mantener esta actitud en una primera fase podría ser comprensible, aunque estos últimos meses han demostrado que esa disposición no es solo errónea sino contraproducente. En lugar de calmar a los mercados se ha incrementado su voracidad que como el Pantagruel de Rabelais engulle insaciablemente cualquier iniciativa, exigiendo más dietas hipocalóricas a la ciudadanía, a las instituciones y a los servicios de los Estados. Del otro lado, las instituciones financieras hacen acopio de reservas y siguen una dieta hipercalórica con ayudas públicas que endeudarán y marginarán a generaciones de griegos, portugueses, irlandeses, españoles e italianos. Y todo ello, con los flujos de crédito bloqueados.

Es llamativo apreciar que jefes de Estado y de Gobierno, ministros, y casi la totalidad de los estamentos políticos y económicos occidentales compartan solo la angustia de observar cómo evolucionan esos mercados, mientras se preguntan si son capaces de prever cómo los tratarán la próxima semana. Asisten impotentes a la mano invisible, que no es tan invisible, que decide sobre la economía real de forma rápida, imprevisible y antidemocrática. Ese es su poder; un poder que en milésimas de segundo puede hacer variar la credibilidad y la sostenibilidad de todo un sistema político, social y económico que ha tardado meses, años y décadas en configurarse con sangre, sudor y lágrimas de millones de ciudadanos, que han decidido un modelo de convivencia democrática.

Desde el otoño de 2008 la conocida frase de Clinton “¡es la economía, estúpido!” ha dado paso a otra: “¡todo es economía, estúpido!”, aunque lo que realmente está en peligro no es la economía sino la política. La solución pasa por reivindicar la política y ahora deberíamos gritar alto y fuerte: “¡es la política, estúpido!”. Nadie duda de que algunas recomendaciones y actuaciones había que aplicarlas. Y pocos podrán criticar el principio de estabilidad presupuestaria, pero siempre y cuando este lleve a buen término la política promovida por los Gobiernos. De qué servirá haber cumplido a rajatabla las recetas neoliberales impuestas si cuando superemos los efectos paliativos de la convalecencia nuestra anorexia política y social nos impedirá levantarnos y caminar.

Desde la década de los años noventa hasta 2008 los responsables financieros establecieron prácticas opacas sin ninguna legitimidad democrática en Wall Street y en el Comité de Basilea (riesgo de crédito, riesgo de mercado y operacional, modificación de los ratios de capital y de BIS de la banca). Se inventaron nuevos instrumentos y productos especulativos que han construido decisiones económicas que sobrepasan, en último término, a la acción política. Todo ello hay que revisarlo, porque estamos en una guerra desigual que debe ganar la política desde la legitimidad, la responsabilidad y la transparencia.

Las autoridades europeas deben disponer de un arsenal de medidas para regular los mercados y que estos funcionen con más eficiencia y menos opacidad, al tiempo que debemos potenciar los mecanismos de gobernanza global y adoptar medidas para compartimentar la actividad financiera, separando la banca comercial de la de inversión.

Nadie con sentido común cuestiona el sistema de mercado, pero cualquier ciudadano lúcido se puede preguntar hoy quién gobierna su Estado, los mercados o sus representantes democráticamente elegidos. Es ahí donde la política con mayúscula tiene que responder y ofrecer soluciones. Es ahora cuando los ciudadanos tenemos que constatar que todos los políticos y todas las políticas no son iguales. Una cosa es corregir las deficiencias de los mercados y, otra bien distinta, que la política abdique de sus responsabilidades y capacidad de influencia en mercados que no funcionan o van en contra de los intereses últimos de la ciudadanía. Este es un reto político cuyo enfoque diferencia a progresistas, de liberales y conservadores.

En este sentido, observo con preocupación que una gran mayoría de la ciudadanía europea y española no hace distinciones político-ideológicas entre las distintas formaciones políticas. Y, permítanme, no es lo mismo; no es lo mismo la socialdemocracia de François Hollande que el conservadurismo liberal de Merkel, Cameron y Monti.

Sí, es el tiempo de la política, pero de una política global, regional, estatal y local más audaz y más eficaz. En este sentido, el PSOE debe reflexionar con celeridad y rigor en estos momentos si no queremos vernos abocados a convertirnos en una tercera fuerza política como el PASOK y dejar de ser una alternativa creíble y relevante para la sociedad española.

Miguel Ángel Moratinos es exministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación.

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