El toreo: difícil ubicación de un arte

A raiz de la cuestión catalana, resuelta manu militari más que dilucidada en el Parlament, los toreros se han puesto en pie de guerra. Los toreros siempre están en pie de guerra, pues su arte requiere espíritu visionario y corazón guerrero; son artistas y luchadores a la vez. Pero ahora se trata de otra cosa y no de una épica individual.

A raíz de la prohibición en Cataluña, toda la profesión -toreros, empresarios, ganaderos, apoderados, capas y medio pensionistas- se ha alzado en armas y, afirman las figuras, «están unidos como una piña». Veremos cuánto dura esa piña apretada, pues la solidaridad no es fruta abundante de los huertos del toro; en estas frondosidades, los intereses particulares florecen con más frecuencia que el denominado bien común. No entro en la cuestión de los correbous, blindados en el Parlament con el mismo instrumento legal con que se han abolido las corridas y con menos argumentos morales y estéticos. El argumento es el mismo que se ha desdeñado con las corridas: la tradición. La tradición vale aquí para una cosa y su contraria. Y no entro en los correbous, pues hacerlo sería fomentar otra prohibición. Y eso nunca. Bastante hay con tener una puta en la familia, la interdicción de la corrida, como para inducir a tener dos, la prohibición de los correbous.

Así que por mi parte, nada que objetar, por estrictas razones de libertad, a los toros de fuego, de soga y otros derivados. Sólo quiero dejar constancia de que cuando se atraviesa por medio la política partidaria y, en consecuencia patéticamente sectaria, se producen estas incongruencias. Se trata de desterrar unos símbolos nacionales para instaurar otros de signo contrario; o parecidos, pero bajo otra bandera; es evidente que a todo nacionalismo centrípeto responde, como contrapoder, otro nacionalismo centrífugo. Mientras el resto de España acepta y practica correbous de distinto signo, Calaluña rechaza las corridas de toros que tanto arraigo tuvieron allí.

El mundo del toro, pues, al sentirse amenazado, está más unido que nunca y los toreros van a cantarle las cuarenta a la ministra de Cultura. Unión y fuerza y buena voz va a necesitarse para lo que pudiéramos llamar, con piadoso eufemismo, normalización de la Fiesta. Magnificar las amenazas externas posibilita esa unión, cierto; es una estrategia de autodefensa de la que en España sabemos mucho; la conspiración judeomasónica internacional valía a Franco para suscitar multitudinarias adhesiones en la plaza de Oriente. Recientemente, ignoro por qué extraña conciencia histórica, o lapsus freudiano, el presidente Rodríguez Zapatero también ha echado mano de la conjura internacional contra España.

La Fiesta, obviamente, está amenazada por peligros varios, internos unos y políticos otros. Pero los taurinos no debieran fijarse sólo en las agresiones externas a la profesión, que las hay. Ni en una ubicación administrativa distinta a la actual a la que, por supuesto, tienen derecho. Al Ministerio del Interior apenas le queda autoridad sobre las corridas de toros. La cuestión está en las comunidades autónomas a las que se han transferido competencias sobre algo considerado, en esencia, un espectáculo. Cada comunidad autónoma tiene su reglamento y sus normas y a ellas se atiene. De depender del Ministerio del Interior, puede que la prohibición en Cataluña no hubiese prosperado.

De Interior dependen el carné de profesionales, el delegado gubernativo de callejón y el análisis de astas en un laboratorio de Canillas; y la designación de presidentes policías en algunas plazas. La posibilidad sancionadora de infracciones apenas le compete, pues es cosa también de las comunidades autónomas, que empiezan a tener ya sus propios laboratorios. Los veterinarios de Canillas analizan las astas, mandan su dictamen a las gobiernos autonómicos y éstos deciden. Si sancionan un afeitado, el ganadero al que le tocó la negra protesta por la discriminación y recurre la sanción; casi todos afeitan y el que no afeita, no vende. Éste es un secreto a voces. Y que no vengan criadores de bravo ofendidos, invocando su honor de ganaderos. Su honor se lo dictan, frecuentemente, los veedores de los toreros.

Las competencias de Interior son puramente residuales y sólo interfieren en el desarrollo de la Fiesta de forma anecdótica y nominal. La dependencia policial -municipal, autonómica o central- del palco no debiera ser problema. Hay experiencias muy satisfactorias de un civil, buen aficionado, como en Illumbe de Donostia y Vista Alegre de Bilbao. Mejor un aficionado entendido que un policía incompetente. Pero esto no es lo más grave de la Fiesta, aunque hayamos de respetar la presunción de inocencia para todos. Con base en ese derecho de inocencia, se iguala a los solventes con los precarios y a los desaprensivos con las personas honradas, que son muchas, puede que casi todas. Y eso es injusto. Protegido el derecho sancionador, sustraer las corridas de Interior tal como están las cosas no sería problema grande. El problema sería dónde y cómo ubicarlas, reconocida su condición de arte, de una de las Bellas Artes.

Al hilo, pues, de una necesaria reorganización, es el momento de una catarsis profunda, de una purificación y asentamiento en la verdad. Los mercaderes fuera del templo, que dijo alguien con frase que no sólo hizo fortuna, sino que se ha convertido en una filosofía moral. La verdad está ahí, pues la muerte y la cornada son cosas verdaderas y los ruedos siguen regándose con sangre como evidencia esta cruenta temporada. Pero hay otras verdades, además de la amenaza de peligro. Recordaré una vez más el I Foro Taurino de EL MUNDO en el que Simón Casas pidió más ética y menos mercantilismo y José Luis Lozano afirmó que, de haberse hecho bien las cosas, el nacionalismo antitaurino catalán lo habría tenido más difícil; en Cataluña éste se encontró con el toro postrado y sólo ha tenido que apuntillarlo. La profesión tiene que mojarse o, en términos más propios, irse al pitón contrario sin camelancias dialécticas ni retóricas altisonantes.

La corrida es una de las Bellas Artes y así se viene reconociendo desde el memorable homenaje a Belmonte encabezado por Pérez de Ayala, Valle Inclán, Sebastián Miranda. Y los toreros han desempolvado una antigua reivindicación: integrarse en el Ministerio de Cultura. Yo creo que es una aspiración noble, pues materia de cultura y no de orden público, aunque también, es la Fiesta de los Toros. Así lo reconoce el propio Ministerio de Cultura con la concesión de medallas de Bellas Artes a diestros destacados de la Tauromaquia.

Apoyo la moción pero conviene reflexionar. Porque la adscripción al Ministerio de Cultura tampoco solucionará todos los problemas. La Fiesta toca aspectos que pertenecen a Agricultura, Hacienda, Sanidad, Cultura e Interior. Un organismo interministerial podría ser la solución, un ente impulsor de la Fiesta, defensor de sus esencias y regulador de su evolución.

La Fiesta, que es Arte y que es Historia, con mayúsculas, y que apuntala ese arte y esa historia en un juego fascinante entre la vida y la muerte, debe ser tutelada. No se puede sancionar a un artista porque le falle su inspiración o no esté a la altura de las circunstancias; pero pueden producirse, aunque raras veces, alteraciones de orden público posibles en toda concentración de masas; imposible y, además, aberrante sería imponer normas a Piccaso o a Dalí, por ejemplo; mas si un desaprensivo comercia con copias o falsificaciones hay que verlo desde lo penal y no desde lo cultural. Es necesario, pues, junto al encuadre cultural, un organismo vigilante, un espíritu vigilante me atrevería a decir, independiente del mercado taurino, contra las anomalías que adulteran la Fiesta.

En defensa de su imagen de artistas, los toreros tratan de poner en marcha una iniciativa de difícil concreción, tanto por sus difusos objetivos como por la naturaleza de la corrida: patentar en el Registro de la Propiedad Intelectual una faena que los acredite como artistas. Aunque no todos puedan ser calificados así, a todos los reconocemos como tales, salvo que alguna estrella se sienta agraviada por comparación y diga lo contrario. El citado Registro de la Propiedad se establece como protección de unos derechos de los que arteramente puedan apropiarse otros. No es eso lo que se discute ahora y tampoco creo que vaya a ser una solución a los problemas, pues nadie amenaza la propiedad de una obra protegida por su carácter efímero, intransferible e irrepetible. Por otra parte, los toreros pueden y deben defender sus derechos de imagen; esa es otra cuestión y parece que la ejercen con bastante eficacia.

Dependa de quien dependa administrativamente, el mundo del toro tiene que sentirse protegido y respetado, lo cual exige, a la vez, una actitud responsable y unas obligaciones ineludibles. Así se facilitará la competencia propia de un mercado libre en una sociedad democrática y libre. El mercado es el mercado y la ley de la oferta y la demanda, también; pero en la actualidad estas realidades están distorsionadas por la dinámica de la propia Fiesta. El elemento sancionador, arbítrese como se arbitre, parece ineludible. Puede que los taurinos piensen que con los toros en Cultura y una autorregulación a la que aspiran, se eluden responsabilidades. Pero los derechos de los aficionados, la integridad del toro, la protección de los novilleros, alguien tendrá que regularlos.

El palco presidencial y los veterinarios de reconocimiento nunca podrán ser asalariados de las empresas que es, en definitiva, a lo que conduciría una autorregulación, concepto siempre latente en estas discusiones. La Fiesta, en eso estamos de acuerdo casi todos, necesita una purificación. Y, además, una protección que no sea meramente retórica y oportunista. Lo demás se nos dará por añadidura.

Javier Villán, escritor y crítico teatral y taurino de EL MUNDO