El toro de Falaris

No puedo dejar de pensar en la forma en que murió Eduardo Puelles García, de 49 años, casado con Paqui Hernández y padre de Rubén y Asier. Los principales medios de comunicación recogimos el testimonio de un vecino llamado Alejandro que estaba junto a su esposa en el parking de Arrigorriaga cuando se produjo la explosión. El eco de su voz no se me va de la cabeza y me sofoca el corazón.

«De repente el coche se incendió entero y oímos chillidos y chillidos pero no pudimos hacer nada porque todo estaba en llamas», declaró a EL MUNDO. «Comenzó a chillar y a pedir que lo sacaran de allí, pero ha sido imposible», aseguró ante los micrófonos de Radio Nacional. Y como si el zoom fuera acercándose más y más, hasta hacernos sentir el crepitar de las llamas, la asfixia del humo, la angustia de quien va achicharrándose, La Vanguardia entrecomilló, en base a su relato, las últimas palabras de la víctima: «¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí!».

Luego ya todo se confunde en el mismo plano de una única secuencia: el coche de Alejandro que arranca despavorido por temor a otra explosión, el espanto de otro vecino que pasea a pocos metros con su perro, la irrupción de Paqui segura de que la víctima ha sido su marido, su desmayo en brazos de uno de sus hijos, los hierros calcinados, el levantamiento de lo que queda del cadáver, las primeras flores junto a la chatarra… (Fundido en negro para una respuesta política, por fin, mejor que la de ritual).

Pero, ay, esa forma de morir… Nunca habíamos visto ni oído -«chillidos y chillidos»- nada igual desde hace exactamente 450 años cuando la Inquisición dio muerte de la misma manera al abogado Herrezuelo en el auto de fe que tuvo lugar en la Plaza Mayor de Valladolid. Como si hubiera estado allí, Miguel Delibes describió en El hereje «sus contoneos y muecas, con las llamas reptando por su entrepierna, estirándose hasta abrasarlo» y «el alarido inhumano que escapó de su garganta una vez que el fuego devoró su mordaza y liberó su boca».

Aquel 21 de mayo de 1559, festividad de la Santísima Trinidad, fueron ejecutadas más personas pero, aunque Delibes hace compartir su suerte a otros personajes de ficción, el único que murió así, quemado vivo, asado a tiras en el teatro del horror, fue Herrezuelo. Los demás integrantes de aquel grupo luterano liderado por el doctor Cazalla, sobre el que se quiso hacer un escarmiento, fueron primero agarrotados y sólo arrojados a la hoguera cuando eran ya cadáveres. Tal distinción tenía como fundamento que todos ellos se habían reconciliado con la fe verdadera, abjurando de su herejía antes de la ejecución; y en cambio Herrezuelo moría desafiante y contumaz.

A la vista de la maldad con que preparó el atentado, cualquiera diría que ETA también quiso situar a Eduardo Puelles García en una categoría diferente a la de sus otras víctimas. Un policía con tantos éxitos y tanto prestigio en la lucha antiterrorista -y encima nacido en Baracaldo: sólo el que pertenece al grupo puede incurrir en herejía- debía morir de forma más cruel que el empresario que no paga el impuesto revolucionario o el concejal que representa a un partido opresor. En estos casos el tiro en la nuca basta para hacerles saldar sus deudas y reconciliarles con la causa de los derechos históricos del pueblo vasco.

Ellos le veían como un txakurra eficiente, con liderazgo entre sus compañeros, que merecía sufrir en la hoguera. Por eso los liberados del comando Vizcaya instalaron la bomba lapa camuflada junto al depósito de gasolina con la misma meticulosa precisión con que los familiares del Santo Oficio distribuían los montículos de leña alrededor del poste del hereje. Por eso cargaron el artefacto con amonitol, un potente explosivo que incluye un elemento combustible llamado nitrometano que amplifica la voracidad de las llamas de igual manera que lo hacían los haces de rastrojos sádicamente adheridos a diversas porciones del cuerpo del hereje.

Por eso, al saber lo sucedido, el jefe del aparato logístico de ETA -Esparza Luri- y tres de sus subalternos prorrumpieron en el Tribunal de París en las mismas expresiones de júbilo y chanza con que lo más bajo del populacho acogía las últimas contorsiones del hereje. Por eso el artículo que publicó cuarenta y ocho horas después Alfonso Sastre despedía el mismo timbre palanganero y truculento que la campanilla con que el monaguillo que acompañaba a la escolta de soldados, denominada la Zarza, rubricaba la ejecución del hereje.

Ha sido muy oportuno y conveniente que, con todas las imprecisiones cronológicas que se quieran, Obama identificara en su discurso de El Cairo al fanatismo criminal, la intolerancia más dañina, con la Inquisición española. No porque esa tara fuera genuinamente nuestra -seis años antes del auto de fe de Valladolid los calvinistas quemaron en Ginebra a Miguel Servet, haciéndole agonizar durante media hora junto a las cenizas de un ejemplar de su Christianismi Restitutio-, sino porque sirve para recordar que cuando en la España democrática aún hay quien destila una bilis identitaria, xenófoba y sangrienta es porque de casta de Torquemadas le viene al galgo.

Cuando el padre Arzalluz estaba en plena forma yo siempre pensaba que no es que fuera «uno de esos españoles que se creen no serlo» que decía Madariaga, sino que constituía uno de los más genuinos especímenes del Celtiberia Show, tan españolazo como el Anís del Mono, la peineta para ir a una barrera a la Feria de la Blanca o las moscas confundidas con los óvalos negruzcos de las boinas aldeanas del verano. Ahora el aparato militar del abertzalismo, ante el que los jerifaltes del terror señalan a sus víctimas con el mismo regodeo con que los inquisidores relajaban a las suyas en manos del brazo secular, no es sino la última excrecencia de ese macizo de la raza que siempre ha combinado ignorancia contumaz e infinita mala leche.

La neolengua no la inventó Orwell sino la Inquisición. Y es en las páginas del Gara donde cada vez que matan a un hombre vuelve a resultar que la mentira es la verdad, el odio es el amor y la guerra es la paz. El primer día ni siquiera se molestaron en adornar el formulario: «La muerte en atentado de… refleja en su crudeza el conflicto vasco y al igual que el resto de expresiones violentas, evidencia la necesidad de buscar una resolución del conflicto político en parámetros de diálogo» y bla, bla, bla. Bastaba poner el nombre del finado en el espacio en blanco y disparar el logaritmo: puesto que tú no me dejas disponer de todos mis vecinos como a mí me dé la gana, yo te asaré delante de ellos y probaré mi disposición al diálogo haciéndote morir salvajemente para que tu mujer y tus hijos no olviden nunca tus gritos de dolor.

El segundo día fueron un poco más creativos promulgando que: 1) «Se debería imponer la reflexión y no el espíritu de venganza», 2) «La izquierda abertzale es la que con más ahínco y perseverancia apuesta por andar ese camino» y 3) «El camino contrario es el de quienes abogan por imponer la censura en los medios de comunicación, el de quienes intentan imponer sus sentimientos nacionales al resto de la población, el de quienes convierten su modelo político en cuestión de fe». ¿Querían decir con eso que no cabe nada más reflexivo ni menos vengativo que el amonitol? ¿Que es imposible exhibir mayor perseverancia que la de quien desde hace medio siglo asesina todos los años sin fallar ni uno? ¿Que no hay mayor forma de imponer la censura que impedir la merecida glorificación de los más diestros en el arte de la carbonización del prójimo? ¿O que no es acaso convertir el modelo en cuestión de fe empeñarse en proteger a quien no quiera ser encerrado en el burka del euskara, en la sharia de la territorialidad y en la mazmorra de la etnia?

Ya sabemos que el cinismo es un arma cargada de futuro. A través de uno de los hermanos Karamazov, Dostoyevski presenta al Gran Inquisidor como un damnificado por la anarquía irresponsable de Jesucristo en su regreso a la Tierra. En el interrogatorio en el Ministerio de la Verdad al final de 1984, Orwell viene a decirnos que si no fuera por una engorrosa barricada bautizada como The spirit of Man, el pesado de Winston Smith no le haría perder el tiempo al paciente O'Brien y reconocería de una puñetera vez que cuando la autoridad despliega cinco dedos y dice que son cuatro, él no ve más que cuatro, como debe ser.

Fieles a esta tradición comprensiva de los motivos del lobo, pero sin ironía o doble sentido de ninguna clase, Alfonso Sastre, los editorialistas del Gara y demás familia nos piden que entendamos que quienes encienden una buena pira a tiempo para quemar a agentes de la herejía como Eduardo Puelles García, no son sino víctimas del deber y prisioneros del destino. Alguien tiene que cumplir esa tarea. Hubo que hacerlo también con el obispo Thomas Cranmer, con Giordano Bruno, con el loco de Savonarola, con la doncella de Orléans, con las cachondas de las brujas de Eastwick y con el bromista de San Lorenzo que pedía vuelta y vuelta. Sir Thomas Malory nos cuenta que el rey Arturo observó la ley, bien a su pesar, enviando a la hoguera a su adúltera reina Ginebra.

Quemar o no quemar, he ahí el dilema. Los emperadores romanos embutían a los mártires en la inflamable túnica molesta y los narcos brasileños dirimen sus cuitas metiendo al rival dentro de una pila de neumáticos a la que prenden fuego y denominan microondas. Cambian las técnicas, pero la adicción terrorista a hacer churrasco del molesto siempre permanece. Y, claro, como a nadie le gusta que le conviertan en antorcha para iluminar ningún camino, enseguida tenemos un «conflicto». El «conflicto vasco», por ejemplo, que consiste en que hay unos pocos que salen de caza con las teas encendidas y unos muchos que pagan y aplauden a quienes manejan las mangueras. Ni más ni menos.

De todas las modalidades de matar abrasando a quien te quieres quitar de en medio, a la que más se parece ésta que ahora ha perfeccionado ETA con la bomba lapa de amonitol estratégicamente camuflada junto al depósito de gasolina es al Toro de Falaris, popularizado por el tirano de Agrigento de igual nombre en el siglo VI antes de Cristo. Se trataba de un animal de bronce con un hueco en su interior lo suficientemente grande como para albergar a un ser humano. Una vez introducida la víctima, se encendía una hoguera bajo el toro que iba transformándose en el más infernal de los hornos crematorios. Y lo que completaba el invento eran los tenues conductos que llegaban hasta el hocico, convirtiendo los alaridos del moribundo en mugidos de la bestia.

La gran diferencia es que así como el déspota siciliano tuvo el detalle de darle a probar al inventor de tal bicho -un ateniense llamado Perileo- su propia medicina hasta el último mugido, la democracia española se limitará a capturar a los viles asesinos de Eduardo Puelles García y a encerrarlos durante muchos años en un lugar confortable con televisión, biblioteca, vis a vis y cancha de deportes. Así debe ser. Cuando se organizaron los GAL, llevamos al banquillo a ministros y generales que pasaron por la prisión. Cada año se abren sumarios por torturas contra miembros de las fuerzas de seguridad y no todos terminan en archivo.

Nunca nadie podrá presentar un texto con mi firma postulando la ley del talión y por lo tanto ni siquiera a los que mataron así les deseo morir de esa manera. Pero la experiencia demuestra que el respeto al Estado de Derecho permite destinar más o menos medios a combatir a estos canallas, agrupar o dispersar a los presos, subvencionar o no subvencionar a sus familias, ilegalizar o no ilegalizar a sus representantes políticos, disolver o no disolver los ayuntamientos que gobiernan, incrementar o disminuir las peticiones de pena contra sus cachorros, auxiliares e ideólogos, mantener o no mantener contactos con sus intermediarios, respetar o abuchear a los obispos que les equiparan con sus víctimas, abrir nuevos «procesos» o cerrarlos todos para siempre.

¿Sería mucho pedir que cada vez que alguien, político o juez, fiscal o policía, civil o militar, seglar o sacerdote, periodista o futbolista, tenga que decidir, o simplemente opinar, sobre cualquiera de esas disyuntivas, entorne durante un minuto los ojos y recuerde la forma en que Eduardo Puelles García, esposo de Paqui Hernández, padre de Rubén y Asier, recibió la muerte -«chillidos y chillidos»- dentro de su Citroen C4, transformado en el parking de Arrigorriaga en el más cruel y abominable Toro de Falaris?

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.