El totalitarismo de la nueva cocina

Puede que resulte exagerado afirmar que los tres males de nuestro tiempo son las drogas, el terrorismo y la nueva cocina. Tengo amigos, en cambio, que sustituyen las drogas por la arquitectura de vanguardia, ese fenómeno que queda muy bien en los puentes, pero que suele presentar los inconvenientes que conlleva el experimentalismo. En las Bellas Artes los experimentos no suelen acarrear daños colaterales, porque una escultura, un cuadro, una música, te pueden agradar o no, sugerir atracción o rechazo, pero no vives dentro de una sinfonía ni tienes que dormir en el interior de un cuadro. En la arquitectura, en cambio, sea de exterior o de interior, a lo peor te quedas con el portatrajes en la mano, sin saber dónde lo puedes colgar, porque el inspirado diseñador decidió que todas las puertas fueran correderas. Puede parecer un ejemplo pedestre, pero comienza a haber casos de clientes de hoteles que renuncian a ducharse porque no tienen tiempo para llegar a dominar la complicada grifería de las duchas y las bañeras, esas en las que intentas combinar el agua caliente con la ducha de mano y te cae un chorro de agua fría desde la piña fija, o deseas regular la fuerza y te atacan una docena de chorros laterales de alta presión que te abrasan.

El totalitarismo de la nueva cocinaMi mujer y yo, cuando llegamos a un hotel, nos desnudamos, y nos acercamos con sumo respeto a los artilugios que ha alumbrado el último ingenio de la fontanería y, entre los dos, a base de chascos y pruebas, llegamos a tener una idea algo aproximada de cómo funciona la sofisticada grifería.

Pues bien, tanto como ha evolucionado la arquitectura en todo el mundo, ha sufrido una transformación prodigiosa la cocina española, y unos cuantos pioneros e imaginativos cocineros han puesto en vanguardia lo que antes era costumbre.

Hasta aquí, todo bien. Nuestros vecinos franceses, con malicia no exenta de razón, decían que la cocina española estaba «hecha de ajo y penitencia», y puede que no les faltara razón, de la misma manera que tampoco está fuera de la realidad que algunos pescados, en Francia, te sepan a desayuno continental por el abuso de la mantequilla.

El problema de la nueva cocina no está en los vanguardistas ni en los atrevidos que se introducen por trochas no caminadas, sino en los perniciosos imitadores que, plagiando, creen que tienen talento. Es lo mismo que ha ocurrido en la pintura. Está el genio de Juan Gris o el de Picasso, pero a la sombra del culto a los genios hay un centón de imitadores que se creen que son los padres del cubismo, cuando era ya decadente a la edad en que nacieron.

Ha sido tan irresistible la pujanza de los nuevos cocineros, o su adaptación prudente y sabia, como es el caso de Arzak, que ya no queda rincón en España donde no haya un antiguo guisandero que no aspire a su estrella Michelin, y te coge unas setas aromáticas, y te las envuelve en un alioli al que le añade miel, y tú pruebas aquello, que, bueno, es diferente, pero llegas a la conclusión de que a las setas las han operado de sabor y que eso mismo se podría elaborar con un tubérculo cualquiera o con una hortaliza neutra.

Pero lo peor no es eso: lo terrible es la literatura oral y escrita. Mi primera frustración gastronómica en Francia tuvo lugar en nuestro viaje de novios. Íbamos camino de París y, a la salida de Poitiers, entramos en un restaurante de aspecto agradable. Al leer la carta me quedé seducido por un plato que decía «omelette aux fines herbes». Mi fantasía se excitó y me imaginé una tortilla llena de una panoplia de herbajes heterogéneos y sabrosos. Bueno, lo que me sirvieron fue una tortilla francesa, como las que me hacía mi madre, con un poco de perejil. Demasiado pórtico para cuarto tan pequeño.

De la misma manera que el crítico de arte describe los engrudos del cuadro como «sorprendente encuentro matérico que suscita inquietudes telúricas» –lo juro, lo he leído–, el redactor del menú puede explayarse con una descripción en la que el solomillo de corzo se convierta en «solomillo de corzo sobre lecho evocador de los bosques perdidos, acompañado de puré clásico de castaña con reducción de ciruela al Pedro Ximénez».

Aguanto bien la literatura. Quiero decir que, como lector veterano, puedo separar la paja del grano y enterarme de que lo que voy a tomar es un solomillo de corzo y no un lenguado, pero lo más destructor, lo que te obliga a buscar la puerta de salida, es la descripción llevada a cabo por el maître o el chef en persona, cosa que también ocurre.

Si en los camiones de reparto de la Cruz Roja los soldados se explayaran sobre las lentejas, explicando que pertenecen a la especie lens culinaris, de la familia de las fabaes, adscritas a la clase magnoliopsida, es probable que los refugiados se murieran de hambre antes de tomar en sus manos el socorro. Bien, en el mundo occidental nadie se muere de hambre, pero el tedio puede ser mortal cuando llegan las explicaciones. Estoy dispuesto a comerme una tortilla de patata desestructurada, en un vaso, como si el dependiente de Ikea me hubiera proporcionado los ingredientes para hacerme yo la tortilla. Pero me parece insoportable que no pueda hablar con mi interlocutor en el restaurante, porque para justificar lo que me van a cobrar en la cuenta se sienten obligados a darme una conferencia y a explicarme en qué momento el genio consideró que la anchoa en salazón podría darle un toque travieso al dulce de leche.

Mis alabanzas, loas, reconocimiento y lisonjas a todos aquellos que han contribuido a que la cocina española se haya hecho un hueco en el mundo. Y mi rechazo a los petulantes imitadores que creen que pueden tratar de tú a Juan Gris, porque no les salen bien las curvas. La irresistible ascensión de la nueva cocina ha convertido al cocinero en gurú, lo que no me parecería mal si los investigadores y los filósofos recibieran parecido eco social. Y esta enorme pujanza nos ha llevado a que nunca, en ninguna época, se ha hablado tanto de cocina y se ha cocinado tan escasamente en los hogares. Puede que esa paradoja nos incite a la reflexión, a observar si no estará sucediendo, como ha pasado en otros ámbitos, que volvemos a confundir los medios con los fines y el tren con la estación.

Luis del Val, escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *