El trabajo tiene futuro

Más allá de nuestro problema del paro, provocado por la burbuja inmobiliaria y la recesión que siguió a su final, agravada por una combinación de políticas adoptadas a destiempo; más allá de la necesidad de ir creando una economía más productiva, capaz de elevar los salarios, de sobrellevar el peso creciente de las pensiones y el gasto también creciente de sanidad y educación; en un horizonte que se acerca más deprisa de lo que uno quisiera se presenta la incógnita del futuro del trabajo, incertidumbre que comparten, en distinto grado, todos los países del mundo.

¿Cuál es el futuro del trabajo? ¿Habrá trabajo para todos? Si lo hay, ¿qué clase de trabajo será? Mirando las economías avanzadas, esas preguntas surgen a la vista de lo que en Estados Unidos se llaman recuperaciones sin empleo (jobless recoveries): en las fases bajas del ciclo se destruye empleo, pero ahora, a diferencia de lo que ocurría antes, en los años buenos ese empleo se recupera sólo en parte. El crecimiento, que solía estar estrechamente asociado al empleo, parece haberse independizado de él. Desde 1950, la cantidad de empleo creada en cada década ha sido casi siempre inferior a la de la década precedente, hasta llegar a ser negativa en la última.

Y si pasamos de la cantidad a la calidad del empleo observamos que tanto la destrucción de empleo como el estancamiento de los salarios afectan sobre todo a los trabajos que requieren una cualificación media: los que exigen una alta cualificación están a salvo, aunque no tanto como antes, mientras que entre los de baja cualificación unos requieren presencia física (cuidadores o camareros) y se salvan de la globalización, y otros escapan a la robotización porque los robots que podrían sustituirlos son todavía demasiado costosos. Así se va vaciando el catálogo de empleos: entre el abuelo obrero y el nieto arquitecto hay menos huecos para un padre administrativo. El ascensor social puede haberse averiado. El mercado de trabajo se polariza.

¿Qué efectos van a tener sobre el futuro del trabajo la construcción de un mercado único mundial y la revolución digital? Lo más prudente será admitir que no lo sabemos. Si bien es cierto que hay que evitar proyectar el presente hacia un futuro distante, tampoco vale mirar al pasado y tranquilizarnos observando que dos siglos después de los primeros telares mecánicos hay muchos más empleos que entonces, porque así se olvida el destino de generaciones de artesanos que pasaron a engrosar las filas del proletariado industrial. Existen visiones parciales, unas catastróficas e idílicas otras; todas con un germen de verdad, porque tanto el libre comercio como la tecnología encierran promesas y amenazas; ambos pueden estar al servicio del hombre o destruirlo. Una visión de conjunto no está disponible: el futuro tendrá sus leyes, pero no las conocemos. Y sin embargo, como el cambio es, en cada momento, obra nuestra, debe ser posible influir en él para tratar de prevenir sus efectos más nocivos.

Pero ¿cómo influir sobre lo desconocido? No pretendiendo seguir unas leyes inexorables, sino dotándonos de criterios que nos permitan evaluar los resultados probables de globalización y tecnología por el servicio que prestan al hombre, y procurando actuar de acuerdo con esos criterios.

El criterio del beneficio privado, disfrazado a menudo de búsqueda de la eficiencia, ha pesado demasiado en nuestra balanza: un proyecto se mide por su rentabilidad, próxima o remota, el éxito de una política económica por el crecimiento del PIB, olvidando que una y otro van, quizá cada vez más, en detrimento del trabajo. Partamos, por el contrario, del hecho irrefutable de ser el trabajo una necesidad vital del hombre como la comida o el vestido, y evaluaremos la calidad de una política pensando en el empleo que crea, promoveremos los desarrollos tecnológicos que ayuden al hombre en su trabajo en vez de privarle de él, y basaremos la división del trabajo no tanto en el aumento de la productividad como en la necesidad de dar trabajo a todo el mundo.

No se trata, naturalmente, de olvidar la rentabilidad, que hace posible la continuidad de los proyectos, ni de renunciar al equilibrio presupuestario, indispensable para la libertad de acción, sino de poner una y otro en el lugar que les corresponde. Esta consideración del trabajo como necesidad vital no es arbitraria, sino al contrario, acorde con la realidad; adoptar ese criterio como principio ético y actuar de acuerdo con él puede ayudarnos a afrontar un futuro desconocido convirtiendo tanto la globalización como el cambio tecnológico en progreso humano.

Alfredo Pastor, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes.

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