El tramposo debate sobre la sedición

Mucho se ha escrito sobre el proyecto de reforma del Código Penal en relación con el delito de sedición por estrictas necesidades de aritmética parlamentaria del Gobierno de coalición minoritario del PSOE y Unidas Podemos; lo que a mí me gustaría aportar es que se trata de un debate profundamente tramposo. En primer lugar, porque la única razón para que se plantee ahora y no en cualquier otro momento, antes o después, es la necesidad de contar con los votos independentistas para aprobar los presupuestos. Hablamos de leyes penales ad hominem o del famoso Derecho penal de autor. Sería más honesto reconocerlo así y no abrumar a la ciudadanía con argumentarios técnico-jurídicos normalmente interesados (sobre si existen o no delitos equivalentes a la sedición en los ordenamientos jurídicos de otros países de la UE) con las benéficas consecuencias de esta reforma para la «normalización » de Cataluña y la «desjudicialización del conflicto» a los que ya estamos acostumbrados. Argumentarios oficiales que, con distintas variaciones, son repetidos por los medios más o menos afines al Gobierno y contratacados con más o menos virulencia por los que sintonizan con la oposición.

El tramposo debate sobre la sediciónEn todo caso, si se confirma que a esta reforma se añadiría la del delito de malversación para rebajar las penas cuando los condenados no se han llevado el dinero a su bolsillo (es decir, han desviado dinero público pero para la causa, para el partido o para ganar unas elecciones, por poner ejemplos reales) sería ya un clamor que se está legislando con nombre y apellidos y para beneficiar a gente importante: los que ostentan el poder o lo han ostentado y pueden volver a tenerlo.

En ese sentido, siempre es interesante oír a los interesados, es decir, a los líderes independentistas, porque, como los niños, suelen decir la verdad por mucho que le pese al Gobierno. Así que no han dudado en vender a su electorado esta nueva concesión como un triunfo de sus tesis, por la sencilla razón de que lo es.

Efectivamente, si los independentistas condicionan su voto a los presupuestos a esta reforma no es por su interés por la calidad del Estado democrático de derecho español, lo mismo que no tienen mucho interés en la calidad del Estado democrático de derecho en Cataluña, que deja bastante que desear. Lo que se desea es beneficiar a líderes concretos, ya que las leyes penales más favorables se aplican retroactivamente. Además, ayudaría a los líderes prófugos y de paso, probablemente, mejoraría las perspectivas de algunos recursos judiciales que se siguen ante instancias europeas proporcionando argumentos adicionales a la defensa de los independentistas condenados. España reconoce que sigue siendo una anomalía histórica en términos de Derecho penal comparado y, además, los líderes del procés no sólo quedan indultados sino también reivindicados: nunca se les debió condenar por un tipo penal tan discutible como la sedición. Si unimos la rebaja de la malversación de caudales públicos, que es, no lo olvidemos, un delito asociado a la corrupción, se consagraría en la práctica una impunidad para los gestores de lo público que no creo que tenga parangón en otras democracias avanzadas. Y todo para sacar adelante unos presupuestos (y, de paso, sacar de la cárcel a un ex líder del PSOE).

Pero lo más importante es que con este debate tramposo no hablamos de lo esencial, que es cómo se puede defender el Estado democrático de derecho en el siglo XXI contra golpes institucionales o, si se prefiere, contra intentos de derogar el orden constitucional vigente desde las instituciones. Porque es así como mueren las democracias en estos tiempos, no mediante asaltos violentos a los parlamentos o a los órganos constitucionales, a lo Tejero. Este tipo de golpes de Estado, que era tan vistoso y tan fácil de etiquetar, es cosa del pasado. Ahora los Estados democráticos de derecho se desmontan desde dentro, paso a paso, a cámara lenta y muchas veces con el consentimiento activo o pasivo de la ciudadanía, que vota entusiasmada a los que lo impulsan.

Y éste es precisamente el debate que los españoles nos mereceríamos después de los gravísimos sucesos acaecidos en Cataluña en 2017, que, más allá de los hechos concretos enjuiciados por el Tribunal Supremo, se enmarcan en ese contexto de golpe institucional desde que los días 6 y 7 de septiembre de 2017 el Parlament -pese a todas las advertencias que le hicieron sus propios letrados- decidió aprobar sendas leyes para «desconectarse» del ordenamiento constitucional y convocar un referéndum ilegal sobre la secesión sin ninguna garantía, para, más adelante, realizar una declaración unilateral de independencia. Creo que cualquier espectador imparcial, nacional o internacional, puede entender que estos sucesos excedieron de unos simples desórdenes públicos y que la responsabilidad de los líderes era enorme; aquello podía haber terminado muy mal, cosa que entendieron muy bien los rusos. Como es sabido, el Tribunal Supremo hizo lo que pudo con los tipos penales vigentes para sancionarlos, mientras sus defensas se centraron en denunciar el proceso como un «juicio político» (como los de la dictadura, para entendernos) o bien en argumentar que todo había sido una estrategia negociadora.

Pero, claro está, si se quiere tener un debate en condiciones no sólo político sino también técnico-jurídico, nada como tramitar la reforma como un proyecto de ley, solicitando todos los informes preceptivos que son necesarios en esos casos, con tiempo y sosiego suficientes y con amplios periodos para la presentación de enmiendas. Sin duda, el tema lo merece. Desde ese punto de vista, probablemente habría que reformar también el delito de rebelión, aunque esto a los independentistas les dé igual, porque no han sido condenados por este delito ni es probable que lo sean en el futuro: ya hemos dicho que ahora los ataques al orden constitucional ya no se hacen con violencia. Lo que no parece razonable es sustituir este debate por los argumentarios utilizados por políticos y medios, interesada o desinteresadamente, o por debates a golpe de tuit en las redes sociales, donde siempre prevalecen las posturas más radicales al grito de «traidores» o «fascistas» y hay poco espacio para la argumentación racional y rigurosa.

En suma, el debate que deberíamos tener de una vez es el referido a qué mecanismos o herramientas son necesarios en el siglo XXI para que un Estado democrático de derecho se defienda de las amenazas populistas e iliberales que provienen de su interior. Pueden ser penales, mediante la reforma de los delitos contra el orden constitucional, o pueden ser también de otro tipo. Pero es importante preverlos, porque es perfectamente plausible que esta situación pueda volver a producirse.

Desconozco si en otros países de nuestro entorno se han hecho reflexiones parecidas; pero también es cierto que el único intento de secesión unilateral reciente por parte de un Parlamento regional se ha vivido en España. Por supuesto, cada ordenamiento jurídico tiene sus peculiaridades, dependiendo de sus circunstancias y de los sucesos históricos y políticos que lo han ido configurando a lo largo del tiempo. Pero creo que a nivel europeo puede ser muy conveniente impulsar un debate sobre la mejor manera de proteger el bien jurídico consistente en la propia subsistencia del Estado democrático de derecho en los Estados miembros, lo que incluye necesariamente su integridad territorial (por la sencilla razón de que la soberanía en la Constitución se predica siempre de un sujeto determinado, el pueblo o los ciudadanos del Estado en cuestión). En ese sentido, parece conveniente pensar en algún tipo similar a la rebelión (la alta traición o traición de otros Códigos Penales, aunque el nombre no nos guste demasiado) cuando se pretende la derogación del orden constitucional sin violencia y desde las instituciones. Lo que no es razonable es dejar un hueco por el cual la conducta de los principales responsables de este tipo de situaciones quede impune y sean condenados sus seguidores por las algaradas que hayan podido organizar. Para entendernos, sería como condenar a los atacantes del Capitolio pero sin que Trump asumiera ningún tipo de responsabilidad.

Dicho esto, el Código Penal es siempre la ultima ratio, la cláusula de cierre del sistema. Probablemente en otro país no habría sido necesario activarla porque nunca se habría llegado tan lejos. El problema, claro está, es que en España y en particular en Cataluña los contrapesos o límites al poder no funcionan adecuadamente desde hace mucho tiempo, por culpa tanto de los gobiernos autonómicos como de los nacionales. Esta situación, conjugada con la catastrófica gestión de la crisis catalana por parte del Gobierno con mayoría absoluta de Mariano Rajoy, permitieron llegar primero a los días 6 y 7 de septiembre de 2017 y luego a los sucesos posteriores prácticamente sin oposición alguna. En definitiva, lo que conviene entender claramente es que el triunfo de cualquier proyecto iliberal y populista -y el independentista lo es- pasa por sacrificar necesariamente el Estado de derecho. Y como, además, para hacer todo esto hace falta dinero público, es preciso también asegurarse de que el desvío de fondos públicos para fines distintos de los establecidos en las leyes también sale gratis.

Y una última reflexión: ¿alguien se ha parado a pensar lo que puede suceder si un partido de ultraderecha alcanza el poder con todos los resortes del Estado de derecho a medio desmontar? Cuando llegue nuestro Orban o Erdogan de turno -algo perfectamente posible, me temo- puede que se encuentre con que los gobiernos anteriores ya le han hecho el trabajo sucio.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado y secretaria general de la Fundación Hay Derecho

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