El trasfondo de la sanidad en EEUU

Cuando llegué a Estados Unidos por primera vez, en 1967, recibí la invitación de un colega de tareas educativas para pasar un fin de semana en su casa del norte de Virginia. El padre de mi amigo, médico de profesión, persona culta y con deseos diplomáticos de ayudarme a comprender el país, me ofreció dos predicciones de lo que yo sería testigo en un par de años. Intrigado, le solicité que me diera detalles. «Mira –me dijo–, aquí se va a establecer un sistema de medicina socializado y vamos a adoptar el sistema métrico decimal». Al año siguiente, sin seguro médico como penene de Georgetown, pero con cobertura como entrenador de fútbol sin cobrar, esperé el cambio.

Pensaba en este capítulo de mi modesta biografía al escuchar al presidente Obama en su admonición al Congreso. A medio camino entre Martin Luther King («Tengo un sueño») y Elvis Presley (Es ahora o nunca), me recordaba el mandatario lo poco que ha cambiado el país desde entonces. También rememoraba en mis reflexiones que unos años después, ya con Jimmy Carter en la Casa Blanca, una tercera predicción se abrió paso en mi estupefacción al tratar de entender este peculiar país. Se anunciaba que Washington levantaría el embargo contra Cuba, un proyecto ilusorio que revivió con fuerza con el desplome de la Unión Soviética y sobre el que ahora también Obama ha dado señales de cambio, comenzando por la flexibilización de los viajes de los exiliados y el envío de remesas.
La única predicción que en todo este tiempo se ha cumplido es la promesa de John F. Kennedy de «mandar, antes del final de la década, un hombre a la Luna y hacerlo regresar». Asesinado, su sueño lo vio cumplido Nixon mucho antes de caer ignominiosamente en desgracia. En fin, quizá intrigado por ver si alguna de las demás predicciones se cumple antes de mi jubilación (espero que lejana), he decidido permanecer con la atención prestamente debida.

Contaminado por la metodología de las disciplinas académicas, he intentado pasar de la constatación de los hechos a la indagación de las motivaciones de las acciones humanas, sean políticas o socioeconómicas. ¿Por qué algo aparentemente tan sencillo como disponer de un sistema público de salud, básico, decente y efectivo, es una especie de quimera fuera del alcance de los ciudadanos del país hegemónico? ¿Por qué un par de docenas de países europeos, con potencial económico más bajo, compiten con Estados Unidos en índices de mortalidad, calidad de vida, educación y coste-eficacia en el sistema de salud? ¿Por qué diablos tenemos que llenar el depósito de la gasolina en galones, establecer el tamaño de las píldoras medicinales en milímetros y no en gramos y determinar las distancias en millas? Ya no hablo del embargo contra Cuba, que lo único que ha conseguido es apuntalar a los Castro.
Curiosamente, la base de la explicación de estos tres enigmas es la misma. En el trasfondo de la resistencia a reformar el sistema (caos) de salud, adoptar unas medidas universales y abrir las compuertas a Cuba reside algo muy sencillo. No es tan complicado como la relación entre impuestos y lobis en el caso del sistema de salud, la transformación de los tornillos y la herencia de la crisis de los misiles. En los tres casos el factor dominante es una mezcla de convicción de excepcionalidad (uno de los mitos fundacionales) de un país que no es tal sino una idea; la inercia de la tradición, tan querida en una sociedad que desconfía del cambio, y un toque candoroso de arrogancia. Por encima de todo, especialmente en el caso del sistema de salud, está el íntimo sentimiento de individualismo que sospecha de la labor del Gobierno.
Obama no lo tiene fácil. El enemigo no es un Congreso díscolo y dividido. Aunque imponente, el verdadero obstáculo no es la labor de zapa ejercida tenaz y diariamente por los lobis al servicio de las aseguradoras. Tampoco lo es el aparente aumento del coste de un paraguas sanitario que consiga proteger a todos y cada uno de los mortales que por aquí moran, trabajan y pagan cuantiosos impuestos (incluso los indocumentados). El problema es el contraste paradójico entre una conciencia social generosa en el trabajo voluntario y la filantropía, disciplinada en las labores asociativas, por lo general cumplidora de la ley, y un anarquismo (libertarismo) innato que se autoconvence de que el mejor Gobierno es la ausencia de Gobierno. Es la misma sociedad, sobre todo sus sectores más resistentes al cambio, que etiqueta como «socialistas» los planes de Obama y no tiene el menor escrúpulo en apoyar y defender hasta la muerte un sistema de educación primaria y secundaria universal, gratuito y obligatorio administrado por los gobiernos de los estados y los condados.

Quizá el remedio venga de la contundencia de la globalización, al comprobar que el cierre de fronteras y las sanciones comerciales poco consiguen, que las onzas y las libras han ido desapareciendo del planeta que no es angloamericano, y que ningún ciudadano canadiense cambiaría su plan de salud, aunque es lento y parcialmente ineficiente, por el estadounidense.

Joaquín Roy, catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.