El trasfondo de nuestra crisis

Si el trasfondo, según el Diccionario de la RAE, es «lo que está o parece estar más allá del fondo visible de una cosa, o detrás de una situación», la presente crisis -presentada como económica o financiera- tiene un trasfondo político, que no es el mismo en los distintos países afectados por ella. Si nos fijamos en la que padecemos los españoles, advertimos que en su trasfondo hay unos partidos políticos ineficaces, fruto en parte de una mala legislación electoral, en un clima de corrupción que nos agobia.

Se censura a los dirigentes políticos, tanto si forman parte del Gobierno como si están en la oposición, por no hacer más de lo que hacen. Se les critican ciertos silencios o determinadas posturas equívocas, pero no se tienen en cuenta sus posibilidades reales de actuación. El actual sistema de partidos condiciona mucho a todos. Y en la coyuntura actual, hay que reflexionar por si fuera posible reformarlo y mejorarlo.

He apuntado antes que la ley electoral es la causa de algunos de nuestros males. Veamos. El sistema electoral establecido por el Real Decreto-ley de 18 de marzo de 1977 no satisfacía plenamente las aspiraciones democráticas. La fórmula de las listas cerradas y bloqueadas genera una representación política despersonalizada: los ciudadanos no se pronuncian a favor de seres humanos, con sus virtudes y sus defectos, a los que conocen y en los que confían, sino que la relación de nombres -muchos de ellos distantes y desconocidos- va envuelta en las siglas de un partido; la elección es, en esencia, un acto de apoyo a la correspondiente formación política. El peso específico de los candidatos influye poco en la decisión.

En La Vanguardia expuse mis reservas, en aquellos días lejanos de marzo de 1977, al sistema del Decreto-ley. El Gobierno de entonces alegó que era una solución provisional, ideada para encauzar las grandes corrientes de opinión y dejar fuera del reparto de los escaños parlamentarios a los numerosos grupúsculos que amenazaban con hacer ingobernable la futura democracia. Sin embargo, lo provisional se ha convertido en permanente, en virtud de sucesivas decisiones políticas. La Ley Orgánica del Régimen Electoral General, de 19 de junio de 1985, ha consagrado las maléficas listas cerradas y bloqueadas. Lo que se presentó como un padecimiento inevitable limitado en el tiempo es ahora una enfermedad crónica que afecta a la salud de la democracia española.

A lo largo de estos años, se ha diagnosticado con insistencia la causa de la grave dolencia. Han sido voces que claman en el desierto, pues los que dominan los diferentes partidos están encantados con la tarea de confeccionar las listas.

Las listas cerradas y bloqueadas, además de despersonalizar la representación, favorecen el descenso del nivel de los elegidos. Los partidos no han de contar con candidatos de prestigio y arraigo en los distritos, pues con una relación de mediocres se obtienen los mismos votos que si los aspirantes son personas notables. Las listas abiertas, con las diferentes recetas del voto preferencial, mejoran algo la calidad de los elegidos, aunque la experiencia extranjera enseña que son muy pocos los ciudadanos que alternan la oferta de los partidos. Yo considero preferible, dentro de los sistemas proporcionales (exigencia de la Constitución, que debe respetarse por ahora), el vigente en la República Federal de Alemania. Allí, la mitad de los componentes del Bundestag cumplen los requisitos mínimos de conocimiento por parte de los electores, se consigue con ellos una representación personalizada, mientras que la otra mitad de los diputados entran en la Cámara gracias a la bendición del aparato partidista.

La ley alemana tiene interés porque facilita la realización de la exigencia de una representación política personalizada sin que los partidos dejen de ser los agentes destacados. Al ciudadano se le conceden dos votos: con uno se pronuncia entre las listas presentadas por los partidos en circunscripciones relativamente extensas, como serían en nuestro caso las provincias; con el segundo voto, se elige a uno de los candidatos de distrito, o sea en espacios territoriales menores dentro de la provincia que seguiría siendo la circunscripción electoral (art. 68.2 CE). La proporcionalidad se garantiza en el reparto global de los restos. La mitad de la Asamblea se forma con diputados de distrito, que obtuvieron el escaño gracias a la conjunción venturosa de la presencia personal del candidato y un vehículo partidista poderoso; y la otra mitad la integran los diputados de toda la circunscripción, aupados al escaño por la fuerza del partido que los puso en sus listas.

Mi predilección por el régimen electoral alemán se debe, por último, a la exactitud casi matemática que allí se consigue entre el porcentaje de votos y el porcentaje de escaños parlamentarios. No se producen las desfiguraciones de la voluntad popular que padecemos en España.

Los dirigentes de los grandes partidos se encuentran aquí condicionados porque les faltan unos votos para hacer esto (que es importante) u oponerse a aquello otro (que también es importante). El panorama político resulta desolador. Unas minorías, con representación sólo en determinadas zonas de España, imponen sus decisiones, sea al Gobierno, sea a la oposición. Es muy fácil denunciar la inoperancia de un determinado personaje de la escena pública. Tampoco hay que hacer un gran esfuerzo para censurar la falta de medidas para afrontar y resolver la crisis económica o financiera. Menos usual, en cambio, es descubrir el trasfondo político que hay más allá de la situación. Y sin conseguir una mejora de la articulación del régimen, la convivencia entre nosotros se convierte en democráticamente insatisfactoria.

Hoy he considerado sólo una parte del trasfondo. El clima de corrupción es tan agobiante que impide el caminar de quienes desearían hacerlo correcta y honradamente. Como advirtiera Dante Alighieri, allá por los comienzos del siglo XIV: «Tú ves que el mundo es mezquino porque está mal gobernado, pero no te fijas en que la condición de los hombres esté corrompida».

Manuel Jiménez de Parga, catedrático de Derecho Constitucional. Pertenece a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y fue presidente del Tribunal Constitucional.