El trastorno de pánico al endeudamiento

Durante el último decenio, un excesivo temor al déficit fiscal y a la deuda pública ha sumido la política del Norte Global en un estado de locura extrema. Pero hay dos indicios recientes de que tal vez esto por fin esté cambiando.

A principios de este mes, leí en el Sunday Times de Londres una columna sobre el Brexit del eminente y muy bien informado Kenneth Rogoff. Es posible que se lo conozca más que nada por sus declaraciones de hace unos años en el sentido de que los gobiernos no deben dejar que el cociente deuda/PIB supere el 90%. Pero aquí Rogoff señala: “nunca me pareció ni remotamente obvio que el RU deba preocuparse por reducir el cociente deuda/PIB [en la actualidad es 84%], en presencia de un ligero crecimiento, alta desigualdad y (…) caída de los (…) tipos de interés (…)”.

Esto fue a continuación de un artículo del periodista Brendan Greeley publicado en el Financial Times a fines del mes pasado. Greeley dijo que había recibido lo que denominó “un e‑mail aterrorizado” del Comité por un Presupuesto Federal Responsable (CRFB), un centro de análisis estadounidense que cierta vez dio un premio por responsabilidad fiscal a Paul Ryan, entonces presidente de la Comisión Presupuestaria de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. En su e‑mail, el CRFB advirtió contra la “tergiversación” de un discurso dado por mi viejo profesor Olivier Blanchard ante la Asociación Estadounidense de Economía, en el que básicamente dijo que la deuda pública es una herramienta que los gobiernos deben usar cuando sea necesario.

Lo que hoy están diciendo Rogoff y Blanchard es economía política estándar. De hecho, siempre me costó creer (todavía me cuesta) que alguien pueda oponerse. Cuando el sector privado no gasta lo suficiente para que haya poco desempleo y sea fácil encontrar trabajo, el sector público debe cubrir el faltante de demanda agregada.

El modo normal de hacerlo es que el banco central compre bonos a cambio de efectivo, lo que inducirá a los que entonces tendrán efectivo adicional a aumentar el gasto. Pero cuando el tipo de interés está por el piso, el deseo del sector privado de gastar efectivo adicional en vez de conservarlo disminuye. En estos casos, al estímulo monetario hay que ayudarlo con el estímulo fiscal: es decir, la compra directa de bienes y servicios por parte del Estado.

Esto puede provocar temor a que la deuda pública aumente “demasiado”, de modo que emitir más deuda para financiar más gasto público termine siendo mal negocio, incluso si con eso se impulsa el empleo. Pero solamente sería mal negocio si el Estado tuviera que endeudarse a tasas altas, como sucedió a inicios de los noventa. Y solamente será arriesgado en la medida en que la deuda pública deba renovarse a tasas altas. De modo que la señal de cuándo es necesario recortar el déficit y poner el cociente deuda/PIB en una senda descendente la dará el mercado de bonos.

El principio de que el costo de la deuda se mide por el tipo de interés debería parecer sencillo y obvio. Pero durante el último decenio (hasta ahora) el debate público en el Norte Global consideró esta idea una extravagancia “ultrakeynesiana”.

La manifestación plena del trastorno la sitúo el 27 de enero de 2010. Esa noche, en su discurso sobre el estado de la Unión, el entonces presidente Barack Obama anunció que era hora de que el Estado se ajustara el cinturón, que iba a congelar el gasto público y que vetaría proyectos de ley aprobados por el Congreso (entonces, de mayoría demócrata) que cruzaran el límite de gasto. En aquel momento, lo primero que pensé fue que amenazar con vetos a sus dos principales colaboradores, la presidenta de la Cámara (Nancy Pelosi) y el líder de la mayoría en el Senado (Harry Reid), era una forma muy rara de crear camaradería intrapartidaria, y un modo inédito de mantener una coalición de gobierno en funcionamiento.

Los exintegrantes del equipo de política económica de Obama dicen que fue el gobernante más racional y correcto del Norte Global en la primera mitad de esta década. Y tienen razón. Pero hay un claro indicador del temor de esos tiempos a la deuda en el hecho de que el discurso de Obama (pronunciado cuando la tasa de desempleo en Estados Unidos todavía era del 9,7%) contradijera la observación que formuló John Maynard Keynes en 1937: “La expansión, no la recesión, es el momento idóneo para la austeridad fiscal”.

Todavía no tengo claro por qué el Norte Global cayó en este ataque de negación de los principios económicos básicos. Es evidente que el tipo de interés es una medida del costo de la deuda y del déficit, como es evidente que la austeridad es inadecuada cuando hay alto desempleo. Pero ahora que figuras como Rogoff y Blanchard han intervenido en el debate, tengo la esperanza de que los economistas del futuro recuerden la penosa historia de este último decenio y eviten que se repita.

J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates. Traducción: Esteban Flamini.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *