El tren de la verdadera Unión Europea está pasando frente a nosotros

Tanto nos hemos acostumbrado los europeos a no tener que tomar ni sufragar decisiones en relación con nuestro papel en el mundo que hemos somatizado esa rutina en servidumbre.

Ya somos cinco generaciones culturales de europeos occidentales, todos nacidos después de 1945, los que hemos entendido la paz y la prosperidad como un maná proveído desde el oeste a cambio de vasallaje. Y han tenido que ser los estruendos del Este los que nos hayan despertado de este sueño de la razón.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, durante su reunión en Bruselas en junio de 2021. CE

La conciencia económica, lograda en la Unión Europea (UE) con el euro, no ha sido suficiente para lograr su conciencia política, debido a la falta de criterio propio, a la flagrante ausencia de unidad y a la dependencia del tío Sam.

La guerra de los Balcanes, la de Irak, el proyecto de Constitución europea, la crisis financiera de 2008, la de los refugiados de 2015, el Brexit. Desde la implantación de la moneda única, no ha habido un acontecimiento internacional de importancia que no haya servido, bien para demostrar la ausencia de una política exterior europea propia, bien para distanciarnos de la única solución existencial posible: la unión política.

Ni siquiera una pandemia que ha afectado por igual a todos los ciudadanos, aun con sus avances en pos de una fiscalidad común y la mutualización de una parte de la deuda, ha sido capaz de hacernos dar pasos firmes a favor de la federación.

Soy de los convencidos de que, si el memorando de Aristide Brian sobre la unión política federal de Europa hubiese sido escuchado, se habría podido evitar la Segunda Guerra Mundial y hoy Vladímir Putin no estaría desafiando nuestra integridad física y nuestra economía.

Y también lo soy de que, como mantiene el profesor de Harvard Dani Rodrik, la actitud nacionalista de contemplar la UE como un simple mercado libre en donde obtener beneficios nacionales, sin preguntarse por el coste de esa libertad, ha tocado fin, incluso en meros términos económicos. No puede haber una unión económica duradera sin que las partes renuncien a su soberanía.

Ahora bien, la unidad política de una diversidad de culturas no puede tomar cuerpo sin una idea común que conciba un proyecto y sin un sentimiento que lo ejecute.

Esa idea de Europa debe transcender lo nacional y aportar algo nuevo al mundo, una visión ilustrada de la paz, la democracia y la prosperidad a través del respeto a la diversidad y la igualdad de oportunidades. Visión que, por ilustrada y, por tanto, basada en el conocimiento y en la evidencia, no debe estar falta de crítica. Pues en buena medida, las fallas de la globalización, especialmente de su segunda fase, han sido ocupadas por el populismo para establecer sus trincheras.

Como ya se ha visto, esa idea no puede surgir, a corto plazo, de un enjambre de normativas y directrices administrativas, ni de una estructura burocrática. Tampoco creo que, a estas alturas, la argamasa del pasado común sirva para levantar el edificio de la unidad política. Las cumbres de las culturas nacionales se yerguen demasiado altas para dejar paso a la conciencia europea en un corto escenario temporal. La cultura se construye con el tiempo y la unidad en la diversidad europea precisaría de muchas décadas antes de ser lograda. No creo que dispongamos ya de ese tiempo.

La tendrá que coser un sentimiento de identidad patriótica y al mismo tiempo cosmopolita, basado en los valores de la Ilustración. Y deberá ser radicalmente opuesto al mayor enemigo de Europa, el nacionalismo que encarna la idea romántica e historicista del "espíritu del pueblo", que nos condujo a las dos guerras mundiales y nos ha situado ante el abismo de la tercera.

La historia es testigo de que el goteo de los años acaba llenando el crisol de la identidad en las sociedades. Pero un solo acontecimiento extraordinario, una nueva experiencia capaz de hacer temblar los cimientos de su existencia, puede hacer brotar en cascada lo que el tiempo esconde bajo su piel.

El miedo presente a la extinción del continente que está provocando el nihilismo ruso puede y debe servir para ello. También es una experiencia histórica que bajo este terrible sentimiento colectivo surgen las visiones más brillantes de salvación. Así ocurrió con la resistencia europea al nazismo, cuando en plena guerra brotó la idea de la unión de Europa en un Estado federal. Hagamos de la necesidad una oportunidad, si no es demasiado tarde, recuperando ese proyecto.

La idea de geopolítica europea de Josep Borrell apunta ya en esa dirección. No la dejemos pasar. Hasta ahora, hemos concebido la unión política como el último estadio de un largo proceso de integración. La cruda realidad de la guerra nos demuestra lo equivocado de esta estrategia. Si la UE quiere subsistir, siquiera económicamente hablando, debe comenzar hoy mismo a ejecutar, con una política exterior propia, el sentido de su existencia. Dos cuestiones son prioritarias frente al resto.

La primera, asumir que los intereses de nuestro aliado Estados Unidos no tienen por qué coincidir siempre con los nuestros. Desde la caída del Pacto de Varsovia, pasando por la ampliación de la OTAN, o los acuerdos de Minsk, no todo se ha hecho bien. Y si expertos de la talla de George F. Kennan, Richard Nixon y Henry Kissinger desaprobaron esta política estadounidense por ser demasiado intrusiva, Europa no debía haber seguido mirando al cielo, esperando la siguiente ración de maná.

La segunda es armar un ejército propio. Pues sin él no hay política exterior posible.

Hay ocasiones en las que el devenir de un pueblo queda determinado para siempre por la reacción de sus elites ante un hecho extraordinario. El tren que el sátrapa eslavo ha puesto en nuestra estación, si no viene acompañado de ojivas nucleares, es uno de ellos.

La pregunta que hoy nos hacemos los que estudiamos el modo en que las sociedades seleccionan a sus gobernantes es ¿habrá maquinistas para este viaje?

Lorenzo Abadía es empresario, analista político, profesor de Derecho Constitucional y fundador de la Campaña #OtraLeyElectoral.

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