El Tribunal Constitucional se olvidó del derecho a la vida

El artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 proclama: “todo individuo tiene derecho a la vida”. El artículo 15 de la Constitución Española (CE) afirma: “todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral”. Y el artículo 43 CE: añade: “1.- se reconoce el derecho a la protección de la salud. 2.- Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública”.

El derecho a la vida y a la integridad física es el presupuesto para el cumplimiento de todos los demás derechos. De ahí que si algún derecho entrara en contradicción con él, éste prevalecerá sin ninguna duda.

Dicho esto, sorprende que, en su reciente sentencia de 14 de julio de 2021, el Tribunal Constitucional español (TC) no haga ninguna reflexión significativa, ni un análisis, ni una interpretación sobre la protección del derecho a la vida. Es sorprendente, ya que esa sentencia trata de resolver un recurso de inconstitucionalidad contra el estado de alarma declarado por el Real Decreto 463/2020 para la gestión de la trágica y enorme crisis sanitaria ocasionada por el virus llamado Covid 19; y contra la prórroga del mismo aprobada por el Congreso de los Diputados.

En vez de eso, el TC dedica el núcleo de su sentencia a dilucidar si las medidas —que no pone en cuestión— adoptadas para evitar el contagio y la muerte de decenas de miles de personas, son una “limitación”, o son una “suspensión”, del derecho a “circular por el territorio nacional” (art. 19 CE).

Déjenme decir, que, a mi juicio, se trata de un debate verdaderamente estéril. Una controversia cuasi teológica. Sin fundamentos jurídicos solventes. Que no conduce a nada en lo inmediato, cuando el estado de alarma ya no existe. Pero que sienta unas bases preocupantes para afrontar futuras posibles epidemias de enfermedades contagiosas, porque obligará al Gobierno de turno, en esos hipotéticos casos, a declarar el estado de excepción, de naturaleza política y de oscura memoria en nuestra historia contemporánea. Con ello, el TC conduce en la práctica a la abolición del estado de alarma previsto en la Constitución (art. 116) y en la Ley Orgánica 4/1981.

Esa devaluación del estado de alarma es grave, dado que está pensado precisamente para “crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación grave” (art. 4 de la Ley Orgánica de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio).

Cuando un Gobierno se ha encontrado —en España y en cualquier otro país de la Unión Europea— con la pandemia de la Covid-19, ha tenido, naturalmente, como único objetivo proteger la salud y la vida de los ciudadanos y las ciudadanas. Y el medio para combatirla —no el fin— ha sido un instrumento jurídico adecuado para ello. En nuestro caso, el estado de alarma, que restringe la circulación de personas y de vehículos.

Entre el derecho a la vida y el de circulación por el territorio nacional es claro que predomina el primero. Por eso, la ley 3/1986 sobre Medidas Especiales en materia de Salud Pública, para controlar las enfermedades contagiosas (como la de la Covid 19), concede a las autoridades sanitarias la capacidad de adoptar las acciones “que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible” (art. 3º). Las potestades atribuidas a las autoridades son, como se puede apreciar, amplísimas.

Conviene reflexionar sobre este punto. El precepto reproducido permitiría limitar el derecho de circulación sin necesidad siquiera de declarar el estado de alarma. Porque entre, de una parte, el derecho a la vida y a la salud, y, de otra parte, la libertad de circulación por el territorio nacional, es prioritaria la protección del primero.

La ciencia sabe que la única forma de combatir una enfermedad contagiosa como la desencadenada es el aislamiento y la distancia social. Ello afecta, naturalmente, a la libre circulación. Por ello, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (Protocolo 4) permite “restricciones” en el derecho a “circular libremente” por razones de “protección de la salud”.

Ese debería haber sido el centro de la resolución del TC. Pero éste ha considerado el derecho a circular como el tema esencial y el derecho a la vida como un asunto colateral y secundario, cuando es el único relevante. Ha concentrado su interés en si hay “limitaciones” o bien “suspensiones” de derechos en las imprescindibles actuaciones aprobadas por el Gobierno, por el Parlamento y por diversos jueces y tribunales. La sentencia concluye en que ha habido “suspensión” del derecho a la libre circulación y, por tanto, que la declaración del estado de alarma es inconstitucional.

Es una conclusión con poco fundamento cuando el derecho a la vida no ha sido contemplado en la sentencia. Por cierto, ¿es lógico que el TC hable de “suspensión” ilícita del derecho a la libre circulación, cuando acepta que la declaración permita el derecho a manifestarse, o cuando considera lícita la suspensión de la actividad educativa presencial?

La discusión sobre si ha habido “limitación” o “suspensión” del derecho a circular es, no sólo inútil, sino difícil de resolver con precisión, como lo demuestra la propia sentencia al acudir al diccionario de la lengua española. Lo realmente importante es vencer a un virus causante del fallecimiento de millones de personas en el mundo.

El TC se ha ocupado, asimismo, de afirmar que el estado de alarma ha vulnerado la libertad de empresa (art. 38 CE), y su sentencia comete el incomprensible error —que no tendrían estudiantes de primero de Derecho— de incluir a la libertad de empresa entre los “derechos fundamentales”. Es sabido que la Constitución no considera derecho “fundamental” a la libertad de empresa. Los derechos fundamentales están regulados en los artículos 14 a 29 CE; solamente ellos están protegidos por el recurso de amparo (art. 53.2 CE) y el rango de ley Orgánica para su desarrollo (art. 81 CE). La libertad de empresa, pues, no es un derecho fundamental, pero la sentencia, asombrosamente, la define así (fundamento jurídico 9). Hay que imaginar que lo hace para que se pueda aplicar a la libertad de empresa la tesis de que en un estado de alarma no es admisible la “suspensión” de un “derecho fundamental”. Pero, repito, ocurre que la libertad de empresa no es un derecho fundamental, luego, siguiendo la misma teoría de la sentencia, el estado de alarma podría suspenderla, sin requerir un estado de excepción.

Así pues, la conclusión del TC afirmando la vulneración de la libertad de empresa por el estado de alarma, y que debiera haberse declarado un estado de excepción, es una evidente equivocación, difícil de entender. Precisamente, el estado de alarma se creó en el debate constituyente para no tener que acudir al autoritario estado de excepción cuando se produjeran crisis que nada tuvieran que ver con trastornos del “orden público”, o sea, para evitar la tentación de suspender derechos constitucionales innecesariamente.

Nos encontramos, en suma, con una sentencia que, a la hora de enjuiciar la constitucionalidad del estado de alarma decretado el 14 de marzo de 2020, ha olvidado la cuestión de fondo: la integridad física de millones de personas. No tiene sentido prescindir de la figura del estado de alarma, que permite una reacción rápida, para supuestos tan graves para la salud humana como el que estamos padeciendo, y que necesitan de un instrumento que el constituyente creó pensando en tales amenazas.

Espero que la doctrina deslegitimadora del estado de alarma expuesta en la desconcertante sentencia del TC sea revisable en el futuro. Su trascendencia jurídica (y política) ha debido ser reconocida por el propio Tribunal cuando se ha dictado después de la finalización del estado de alarma.

Diego López Garrido es catedrático emérito de Derecho Constitucional.

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