El Tribunal Constitucional y la eutanasia

Como ya sabrán, el Tribunal Constitucional (TC) acaba de anunciar que la Ley orgánica de eutanasia es plenamente constitucional. El pronunciamiento responde a la impugnación inicial de Vox y queda por resolver el recurso del PP. Estamos ante una decisión larga, prolija y con saltos argumentales sorprendentes: parte de unas premisas de enjuiciamiento que después supera para llegar a las conclusiones deseadas. Tómense las siguientes líneas como un acercamiento de urgencia y meramente exploratorio. Y es que, junto a los votos particulares, la sentencia tiene nada menos que 187 páginas.

Pese a lo que se cree, no son tantos los países que han reconocido la eutanasia activa directa: Países Bajos, Bélgica, Suiza, Luxemburgo, Colombia y, en Estados Unidos, los estados de Oregón, Washington, California, Montana, Vermont y Colorado. No obstante, hay muchos ordenamientos, entre ellos el español, que han previsto tratamientos paliativos y el rechazo a cualquier tratamiento ante la perspectiva del dolor y el sufrimiento. Añadiría que, en el contexto histórico actual, el estrechamiento de la libertad política, de la capacidad efectiva de autodeterminarnos colectivamente, está siendo compensado con el reconocimiento de mayor autonomía a los individuos. No puede, así, extrañar que la calidad democrática de hoy se mida por la cantidad de derechos que los ciudadanos son capaces de hacer valer frente a los poderes públicos y privados.

El Tribunal Constitucional y la eutanasia
RAÚL ARIAS

En tal sentido, han sido los tribunales constitucionales los que, al igual que ocurrió con los matrimonios del mismo sexo, están marcando la pauta de los diálogos morales globales y de las decisiones legislativas en materia de eutanasia. Recordemos que en Carter (2015) el Tribunal Supremo canadiense declaró que la sanción penal a la ayuda a morir vulneraba los derechos de libertad y seguridad de las personas en la medida en que, con su prohibición, el legislador afectaba indirectamente la integridad física de aquellos que sufrían graves padecimientos y sufrimientos. Otorgaba, además, un año de tiempo al legislador federal para que promulgara una ley garantista con el objeto de evitar situaciones de abuso en la praxis eutanásica (pendiente resbaladiza o slippery slope argument). La norma se aprobó poco después de que expirase el plazo concedido.

La Corte Constitucional italiana también consideró inconstitucional en septiembre de 2019 la norma que castigaba la cooperación al suicidio. La Corte, sustituyendo al legislador, fijó unas condiciones muy exigentes para practicar la eutanasia, quizá ante la perspectiva de que el parlamento italiano -como, en efecto, está sucediendo- no se diera demasiada prisa en regular la cuestión. Sin embargo, más sorprendente si cabe fue la decisión del Tribunal Constitucional alemán, que en febrero de 2020 anuló la norma penal que consideraba delito la colaboración con el suicidio. En esa sentencia, los magistrados de Karlsruhe reconocieron un derecho a la muerte sin límites materiales (por ejemplo, enfermedad grave), lo que impide, en un razonamiento casi libertario, cualquier prohibición que disuada a los ciudadanos de buscar ayuda para morir y a los particulares de prestarles la cobertura necesaria -incluso a cambio de prestación económica- en virtud del derecho al libre desarrollo de la personalidad.

En cierta forma, nuestro TC se ha situado en los aledaños de la vía alemana y, atendiendo al «contexto histórico» y a la interdependencia de derechos y principios, concluye que la Ley orgánica de la eutanasia es constitucional porque el derecho a la vida (art. 15 CE) no tiene un valor incondicional ni impone al Estado un deber de protección individual que implique un «paradójico derecho a vivir». Es decir, la tesis absolutizadora de la vida propuesta por Vox no sería compatible con la Constitución. En la sentencia 120/1990, con la que el TC parece no tener interés en dialogar, se había señalado que el derecho a la vida tenía «un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte» y que, aunque una persona pueda disponer sobre su propia muerte, esto no constituía, «en ningún modo, un derecho subjetivo que implique la posibilidad de movilizar el apoyo del poder público para vencer la resistencia que se oponga a la voluntad de morir ni, mucho menos, un derecho subjetivo de carácter fundamental en el que esa posibilidad se extienda incluso frente a la resistencia del legislador».

En la nueva jurisprudencia, el TC afirma que, no habiendo diferencia con la decisión libre e informada del paciente de rechazo de un tratamiento salvador y la solicitud de cuidados paliativos, cabe reconocer una «facultad de autodeterminación consciente y responsable de la propia vida que cristalizaría en el derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE)». El overruling en toda regla encuentra acomodo, a mi parecer, en las suficientes precauciones establecidas por el legislador. Por un lado, la Ley define con precisión los presupuestos del llamado contexto eutanásico. El padecimiento grave ha de presentarse siempre como una enfermedad somática en origen, aunque los sufrimientos puedan ser inicialmente psíquicos. Según el TC, esto descarta enfermedades psicológicas o depresivas. Por otro lado, la Ley establece un procedimiento administrativo que busca garantizar el máximo respeto a la voluntad de la persona, procedimiento que culmina en una comisión compuesta por sanitarios y juristas, cuyas decisiones se someten al control judicial.

No tengo argumentos para poner en cuestión la constitucionalidad de la Ley, porque busca en el exigente ámbito procedimental un equilibrio entre moral y derecho. Pero discrepo -como hace Enrique Arnaldo en su voto particular- de la argumentación sustantiva del Tribunal Constitucional. En primer lugar, no es posible crear un derecho nuevo -prestacional y fundamental- de autodeterminación del sujeto que implique un deber del Estado de habilitar las vías necesarias para posibilitar la ayuda a morir. Aunque el TC ya ha operado algunas discutibles novaciones en la materia, deduciendo de exigencias internacionales el derecho al silencio (STC 150/2011) y el derecho al olvido (STC 58/2018), es preciso hacer hincapié en que sólo el poder constituyente tiene atribuida la facultad de crear derechos considerados como fundamentales. En segundo lugar, resulta patente que una posible obligación constitucional de los poderes públicos para garantizar una eutanasia activa directa, no sólo no encuentra acomodo en la letra del art. 15 CE, concebido hasta el momento como un límite frente al Estado, sino que podría cegar el circuito democrático donde deben decidirse los asuntos relacionados con la moral.

En tal sentido, da la impresión de que el TC ha tomado buena nota de lo ocurrido con el Tribunal Supremo de Estados Unidos y el aborto en la sentencia Dobbs de junio del año pasado. En ella, se desvinculó la protección de la interrupción del embarazo de la Constitución federal y se devolvió a las legislaturas estatales. Fundamentalizando la eutanasia -y veremos también si el aborto-, el TC pretende quizá proteger del legislador futuro derechos subjetivos reconocidos por el legislador presente. Por supuesto, esta cuestión nos podría llevar a preguntarnos, como ha sugerido Víctor Vázquez, si el paso del tiempo y el consenso social podrían consolidar posiciones jurídicas que, una vez reconocidas por las Cortes -piénsese en el divorcio o matrimonio entre personas del mismo sexo-, pasarían a formar parte de una especie de Constitución material resistente a las mayorías. Es posible que todo ello sea consecuencia de la mutación del Estado constitucional en un Estado de justicia, pero este panorama líquido sitúa al TC en el centro de la batalla cultural y achica el espacio que la Constitución ha querido dejar para la política.

Josu de Miguel es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Cantabria.

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