El triste estado de la Unión. Europa necesita un nuevo gran pacto

La crisis en Europa se ha manifestado de muchas maneras diferentes: economías que languidecen e incluso implosionan, partidos antisistema en alza, un creciente alejamiento entre la política y la sociedad, y el apoyo a la integración europea a mínimos históricos. Todo ello de la mano de una fragmentación cada vez mayor entre y dentro de los países.

Algunos de los problemas se remontan a más atrás. Con el tiempo, el proyecto europeo se ha hecho más grande, más intrusivo y menos inclusivo, mientras se intensificaba la competencia externa en un mundo en rápida globalización. El consenso permisivo en el que se basaba durante décadas ya no se puede dar por hecho.

La creación del euro fue el acto de integración más audaz y su motor fue la política más que la economía. Hoy en día está claro que los europeos querían una unión monetaria, pero no tenían medios para hacerla viable a la larga. En ese sentido, el euro fue un terrible error y ahora estamos pagando el precio.

Fue un proyecto defectuoso, pero también fue mala suerte que la primera verdadera prueba llegase con la crisis financiera internacional más grave desde 1929. Fruto de fallos colosales en los mercados y las instituciones que desde luego no se limitaban solo a Europa, la crisis reveló en su curso la debilidad de la construcción de Maastricht así como la fragilidad de los lazos entre gobiernos y dentro de los países. También sacó a la luz a todo tipo de hijos problemáticos en la familia europea y desveló las limitaciones del poder político respecto a una economía sin fronteras que marca el ritmo y a menudo dicta las reglas.

Sin embargo, contra los pronósticos de los euro-escépticos, se ha evitado lo peor. El fin del euro habría tenido unas consecuencias económicas y políticas incalculables dentro y fuera de la unión monetaria. Muchas cosas “impensables” han ocurrido para prevenirlo. Por otra parte, el ajuste resultó ser más doloroso y duró mucho más en la zona euro que en cualquier otro sitio. Los líderes políticos europeos intentaron ganar tiempo, mostrando un fuerte instinto de supervivencia cada vez que se asomaban al borde del precipicio aunque muy poca visión estratégica. ¿Quién paga la factura de la salida de la crisis? sigue siendo la pregunta política más difícil de contestar.

Europa se ha dividido entre deudores y acreedores, entre los países del euro y los demás. Asimismo, la separación se hizo más profunda dentro de los países a la vez que aumentaba la desigualdad. La confianza ha sido poca, la economía débil y la política tóxica. Mientras tanto, la austeridad impuesta a los países deudores tuvo efectos devastadores en sus economías, sociedades y sistemas políticos. Es cierto que estos países habían vivido a base de tiempo y dinero prestado durante demasiado tiempo.

Algunos creen, o esperan, que lo peor haya acabado. Los mercados llevan un tiempo relativamente tranquilos mientras que los países empiezan a resurgir de sus dolorosos programas de ajuste y aparecen los primeros signos de recuperación económica. Este es el escenario positivo. Otros, sin embargo, son menos optimistas. Nos recuerdan que Europa coquetea con la deflación mientras que parece que el crecimiento seguirá siendo modesto, frágil y desigual en el futuro próximo. Un gran número de desempleados no podrá encontrar trabajo pronto y el extremismo político está en alza. La deuda pública es ahora mucho más alta que al inicio de la crisis y la deuda privada también sigue siendo muy significativa. Europa parece caminar hacia el futuro con fe en los milagros.

Alemania surgió como el indispensable prestamista de último recurso y la canciller Merkel como la líder indiscutible de Europa en crisis. El equilibrio de poder dentro de Europa se ha desplazado. Alemania disfruta de una ventaja estructural en la unión monetaria que opera como una versión moderna del patrón oro y poco más. La experiencia histórica, sin embargo, advierte que tal situación quizá no sea viable por mucho más si la unión monetaria europea no adquiere además una base fiscal y un soporte político legítimo sobre los que apoyarse.

Las fuerzas centrífugas son fuertes, entre países y dentro de ellos. Lo que sigue manteniendo a Europa unida es el pegamento político que se ha ido solidificando durante varias décadas de estrecha cooperación y, lo que es más importante, el miedo a la alternativa. Existe un gran descontento con el estado de la Unión hoy en día y la integración se ha convertido en un juego de suma negativa en los ojos de muchos europeos. Con todo, la mayoría sigue convencida de que los costes de la desintegración serían aún mayores. En cierto sentido es un equilibrio de terror, que es a la vez un equilibrio inestable y propenso a accidentes.

Europa necesita un nuevo acuerdo general para romper su nudo gordiano. La iniciativa puede llegar solo de parte de los fuertes, no los débiles. ¿En qué medida están los alemanes dispuestos a –o son capaces de– comprometerse con el proyecto europeo? ¿Hasta qué punto están los países deudores (y otros) dispuestos a –o son capaces de– emprender reformas? ¿Los franceses están dispuestos a –o son capaces de– reclamar de modo creíble su papel de co-líder? Son piezas esenciales del puzzle, aunque no las únicas. El nuevo acuerdo general va a requerir que una amplia coalición de países y los principales grupos políticos en Europa reconozcan el valor del proyecto europeo y la necesidad de darle otra forma en un entorno de rápidos cambios.

La economía de la oferta y el objetivo de la consolidación fiscal a largo plazo tienen que empezar a concordar urgentemente con las medidas que reaviven la demanda y promuevan el crecimiento. Sin respuestas aceptables a los problemas de deuda y recapitalización de bancos, sin un programa claro dirigido hacia el fortalecimiento de la faceta económica de la unión económica y monetaria, las perspectivas de crecimiento serán inciertas, si no sombrías, y la viabilidad del euro decaerá más y más.

El proyecto europeo tiene que volver a ser más inclusivo, y así atender cada vez más las necesidades de aquellos que están en el bando perdedor de una larga transformación económica que culminó en la gran crisis de los últimos años. La agenda europea conservadora de hoy en día no puede dar una respuesta adecuada. A menos que cambie, los partidos antisistema y los movimientos de protesta seguirán con su día de gloria, y lo mismo ocurrirá con los nacionalismos y el populismo. Sería muy miope agrupar todas las protestas como populistas y simplemente descartarlas. En cambio, el populismo y el creciente euro-escepticismo deberían servir de alerta de unas heridas que se han estado infectando durante años. Pueden hasta llegar a convertirse en una alerta roja cuando se anuncien los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo a finales del mes de mayo.

El euro se ha convertido en un asunto decisivo para Europa. También, ha llegado a ser el núcleo central del proyecto europeo y parece improbable que eso cambie pronto. Por tanto, debemos extraer las conclusiones necesarias. Tal y como está, la gestión del euro no es ni eficaz ni legítima. Necesita herramientas políticas efectivas, instituciones comunes fuertes, mayor responsabilidad democrática y un ejecutivo capaz de actuar a discreción. Es lo que proporcionará el equilibrio con respecto a una serie de reglas sobre las políticas nacionales que también son necesarias. Y todo ello conduce hacia un tratado nuevo sobre el euro que debería poder enfrentarse a los exámenes democráticos en los países miembros, bajo la condición de que ningún país tenga derecho a impedir que otros avancen, y que a cada parlamento nacional –y/o a los ciudadanos, si se convocara un referéndum– se le presente una opción clara, concretamente: estar dentro o fuera. Habrá que luchar por la legitimidad democrática; no se puede dar por hecho.

Algunos países europeos, especialmente el Reino Unido, aunque también otros, no estarán ni dispuestos ni preparados a emprender el salto adelante en el terreno político. Debería haber sitio para ellos bajo un paraguas más amplio de la UE que se estableciera en el proceso de revisión de los tratados existentes. En una Europa de 28 o de más, serán necesarias más flexibilidad y diferenciación.

Si seguimos improvisando para salir del paso, Europa continuará siendo débil, dividida por dentro y con la mirada puesta en sí misma: un continente que envejece y se deteriora, cada vez menos importante en un mundo de rápidos cambios y con unos vecinos muy pobres e inestables. El reto no consiste solo en preservar la moneda común. También se trata de proporcionar una gestión más eficaz de la interdependencia, apaciguar los mercados, crear las condiciones para un desarrollo sostenible y unas sociedades más cohesionadas, fortalecer la democracia y convertir la integración regional otra vez en un juego de suma positiva, y aunque todo ello ciertamente representa un ambicioso cometido, también supone un desafío digno de luchar por él. Más integración donde se necesita y más responsabilidad nacional y local siempre que sea posible: esta debería ser la consigna para Europa. Si lo logramos, también podremos enseñarle al resto del mundo una lección útil.

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Loukas Tsoukalis, profesor de integración europea en la Universidad de Atenas y profesor visitante en el King’s College de Londres y el Colegio de Europa en Brujas.

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