El triunfo de la mentira

Habrán escuchado ustedes, desde el día en que tuvo lugar la más alta ocasión que vieron los siglos, es decir, desde el día en que se votó la coartada conocida como reforma laboral, las más enfáticas quejas sobre el descrédito y la degradación de la política y las instituciones españolas, por culpa de esos en los que están ustedes pensando. También habrán leído análisis jurídicos que habrán resuelto sus dudas, justo en el sentido que esperaban, sobre si dicha elección fue un pucherazo o un legítimo ejemplo de parlamentarismo . Las quejas y los análisis son ya como los obituarios: tres o cuatro plantillas intercambiables con espacios para los datos intrascendentes. Pero si este asunto llama la atención, a pesar de las incontables barrabasadas de estos últimos años, es por su perfección como paradigma.

El Gobierno presenta una chapa y pintura como si fuera un hito histórico porque prometió que sería un hito histórico, y este Gobierno nunca faltaría a sus promesas. La ministra afectada se declara triste, como la princesa. Ella querría ser golondrina o quizás mariposa y sus amigos progresistas decidieron arruinarle la velada. No importa. Pasado el trance, los amigos se alegraron de que la chapuza se aprobase sin tener que responder por ello. Los de Ciudadanos, como los malos empleados que olfatean el despido, parecían desesperados por parecer útiles, sin querer asumir que, Ciudadanos, no eres tú, soy yo, según les dicen los españoles para hacer menos amargo el adiós. Los dos diputados navarros se inflaron de orgullo y dignidad jugando al escondite. Los congresistas de la derecha se arrancaron a aplaudir como hooligans porque el Gobierno había perdido una votación que habrían podido apoyar. Tal vez hubieran preferido que la hubiera ganado con el voto de ERC y Bildu. Y después los socialistas y podemitas imitaron a sus camaradas del PP y Vox, y no solo sin avergonzarse porque la votación se hubiera ganado por la torpeza de un diputado, sino orgullosos del penalti injusto en el último minuto. El templo de la democracia.

Y son estos, los responsables de tan increíble mengua, los que berrean afirmando tener razón. No pretendo escaparme; también yo les proporcionaré mi obituario y mis sesgos. Deberíamos estar todos de acuerdo en que lo que debe prevalecer, siempre que no se esté dificultando el funcionamiento normal de las instituciones, es la voluntad real del diputado. Por eso, aunque es comprensible que no admitamos que se estén repitiendo votaciones porque alguien se equivoque en el momento en que se efectúan, si hay votos emitidos antes, que se cuentan después junto con los votos presenciales, no causa perjuicio alguno la posibilidad de que quien emitió ese voto previo lo rectifique, siempre que lo haga antes de que tenga lugar aquella. Y esa es la clave: el funcionamiento normal. De hecho, así resulta de la propia regulación que se dio la cámara, la resolución de 21/05/2012, que admite que la Mesa del Congreso anule el voto previo y permita al diputado torpe votar y esta vez equivocarse con los demás. Incluso aunque el diputado en cuestión afirme que la culpa fue del ratón o demuestre con su repentina asistencia que, pese a solicitar votar telemáticamente por causa justificada, no hay padecimiento que impida a un prócer cumplir con su obligación. Y esto al margen de la cuestión de la necesidad de comprobación telefónica del sentido del voto del diputado, más discutible ahora como requisito insoslayable, ya que, aunque permanece en vigor y no se vio afectado formalmente por las últimas resoluciones que introdujeron el sistema actual -en ellas se afirma que dicha regulación lo es «sin perjuicio de» la resolución de 21/05/2012-, el sistema tenía como finalidad evidente introducir una salvaguarda que podría considerarse cumplida con el sistema vigente, más garantista.

El asunto se resume en que, en un parlamento que no estuviese corrompido por la adoración a la trampa y la mentira, lo razonable habría sido que se estudiase la petición del diputado transido, por la Mesa, y que se hubiese atendido a lo que realmente querría votar, permitiéndole hacerlo , sin convertir un trámite de tanta importancia en pasto de aprovechados. Porque la votación, como tal, solo tiene lugar, cuando se vota en el Congreso. No solo no se permitió, sino que ni siquiera se convocó la Mesa, demostrando que el Parlamento español cada vez recuerda más al catalán en los meses anteriores al 1 de octubre, cuando todo se transmutó en una patente de corso.

La cuestión no radica, por tanto, en quién tiene razón en la interpretación de las normas vigentes, sino en la metástasis que se ha extendido como consecuencia del aciago día en que triunfó una moción de censura que supuestamente iba a abrir paso a unas elecciones inmediatas. La responsabilidad de todos los que se han dejado infectar es indiscutible, pero no olvidemos algo. Cuando decimos década ominosa no pensamos en todos los que se esforzaron en abortar la esperanza engendrada en los levantamientos populares y en las Cortes de Cádiz. Pensamos en Fernando VII . En el futuro, cuando se hable de estos tiempos, cualquiera que sea la etiqueta infamante que se les dé, los identificaremos con Pedro Sánchez, no con todos esos palmeros que se excitan afirmando que ha nacido de pie o que tiene baraka. A él se le pueden aplicar, sin tocar una coma, las palabras que Tocqueville dedicó a Lamartine: «He visto a multitud de hombres perturbar el país con el fin de elevarse ellos mismos; se trata de una perversidad habitual, pero él es el único que parecía estar siempre dispuesto a poner el mundo patas arriba para entretenerse. Tampoco he conocido jamás un espíritu menos sincero, ni que sintiese un desprecio más profundo por la verdad. Cuando digo que la detestaba, digo mal: ni siquiera la tenía en suficiente estima como para prestarle ninguna clase de atención. Al hablar o escribir, decía la verdad o mentía, sin preocupación por cuál de ambas, ocupándose únicamente del efecto que deseaba producir en aquel momento».

El espíritu de los tiempos es ese. A ese juego se han apuntado todos los que juegan al poder y están arrastrando a la gente normal. El éxito de la mentira, de la exageración, de la calumnia, de la persecución, del ocultamiento selectivo están provocando un ciclo destructivo que amenaza las instituciones. El contemporáneo ¡vivan las cadenas! es un ¡viva la mentira! Cada mentira es quemada como una falla y sustituida por otra nueva, y parece como si estuviésemos condenados a seguir así, consumiéndolas sin control, como en un trasunto de La Grande Bouffe hasta que muramos ventoseando trolas. Solo esa fascinación y arrebato psicopatológico explican que aún veamos cada cierto tiempo noticias con encuestas del CIS, esos productos que no deberían salir más que en las páginas de astrología.

La única esperanza que nos queda es que nos demos cuenta de que los ciudadanos no ganamos nada premiando esas conductas; tampoco en los nuestros. Que a ellos les puede venir a cuenta porque se juegan el salario, pero que a nosotros nos llevan a la ruina. Que nos hagamos apolíticos en el sentido estricto en que se declaró apolítico Václav Havel durante la dictadura comunista. Havel afirmó que no había que debatir con quienes ocupaban el poder. Más aún, ni siquiera se trataba de decir la verdad, aunque esto fuera tan importante en un régimen basado en la mentira. Lo que Havel esperaba, esencial dadas las circunstancias de la época, era «vivir en la verdad». Todo lo demás era una cesión que nos llevaba a entrar en los juegos de poder.

No estoy diciendo, ni por asomo, que España sea la Checoslovaquia comunista. Nos queda mucho recorrido por el mal camino. Lo que digo es que, si no damos media vuelta y anteponemos una mínima decencia a la ideología, y un mínimo respeto a la verdad y a las promesas sobre las afinidades, no solo estos, sino los que vengan después seguirán haciendo lo mismo, nos acostumbraremos y caeremos en un turnismo vengativo que utilice la mugre de este período como cimientos de una sociedad cínica y rastrera.

Tsevan Rabtan es abogado.

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