Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 29/02/04):
Han venido a entrevistarme dos colegas de Le Point y Liberation y les he dicho que éstas llevan camino de ser -si ETA no las enturbia con la sangre de algún asesinato- «las mejores elecciones de nuestra democracia». Me han preguntado por qué y les he dado dos razones. Por un lado, es la primera vez que hay dos opciones con posibilidades de ganar por las que una persona con principios puede votar sin tener que taparse la nariz. Por otra parte, son los comicios en los que esas dos opciones -tanto por sus programas como por el talante y personalidad de sus candidatos- están más cerca, o si se quiere menos lejos, la una de la otra.
El que se haya producido esta convergencia hacia el centrismo político y el liberalismo económico como ideología y hacia la moderación como pauta de conducta es ya de por sí un éxito del sistema democrático y una prueba de la madurez de la sociedad española al cabo de un cuarto de siglo de experiencia constitucional.Mi pronóstico es, además, que la participación va a ser alta y que la suma de los votos de esos dos grandes partidos, el PP y el PSOE, va a alcanzar un porcentaje récord que puede llegar a estar muy cerca del 80% del total.
Mis colegas franceses no han podido dejar de esbozar una mezcla de sonrisa y mueca de estupor cuando les he dicho que me gustaría poder votar dos veces para asegurarme con el primer sufragio que sea Rajoy quien nos gobierne y con el segundo que Zapatero quede consolidado como un líder de la oposición capaz de influir en los acontecimientos y con margen de maniobra para participar en los grandes consensos que, gane quien gane y por el margen que gane, serán imprescindibles para afrontar el desafío nacionalista.
Estamos sin duda ante los dos candidatos con menor nivel de rechazo que jamás han competido por llegar a La Moncloa. Estoy por conocer a alguien que hable mal de Mariano Rajoy, que se considere su enemigo o que ni siquiera pueda presentarse como víctima de una putada suya. Y esa percepción generalizada entre políticos y periodistas está calando también entre el público. Es, de hecho, la gran baza, que tratan de explotar Gabriel Elorriaga y su equipo para intentar empujar hacia arriba ese techo electoral que las encuestas más optimistas sitúan entre el 42 y el 43%.
Está por ver que Rajoy pueda llegar a ser tan buen presidente como en conjunto lo ha sido Aznar, pero hoy por hoy es mucho mejor candidato no ya que el Aznar del 89, el 93 y el 96, sino incluso de lo que lo hubiera sido Aznar si se hubiera vuelto a presentar en 2004 con la rémora de su protagonismo en la Guerra de Irak, su identificación con Bush y algunos otros gestos que le han desplazado demasiado a la derecha. Era obvio que al decantar la carrera sucesoria a favor de Rajoy el presidente quería volver a centrar al PP y es evidente que lo está consiguiendo.
Aunque en los días en los que creció el escándalo sobre las inexistentes Armas de Destrucción Masiva y se produjeron atentados en el entorno de las tropas españolas bajó su intención de voto -no en balde era el Vicepresidente Primero del Gobierno que hizo esa apuesta internacional tan extrema-, está claro que contra Rajoy no va a funcionar el intento de caricaturizar al PP como una derecha dura, anticuada e incluso involucionista. Eso lo puede publicar algún periódico de Barcelona, pero sólo denota hasta qué punto están achatándose los espejos en los últimos vestigios del celtibérico callejón del Gato.
El nuevo líder del PP ha empezado la campaña con gran brío, acentuando los perfiles de determinación personal y ambición política que ya se manifestaron durante su comparecencia en el Foro de EL MUNDO. Pero a la vez que ha empezado a criticar el programa y las alianzas de su adversario -también incluso a bromear sobre su atuendo- ha tenido el acierto de desautorizar sin remilgos a aquellos dirigentes o militantes de su propio partido que incurren en la exageración o el exabrupto. En primer lugar porque ése no es ni será nunca su estilo; y en segundo lugar porque Rajoy y sus principales colaboradores saben de sobras que la España electoral es un campo minado, sembrado de los micrófonos y cámaras del principal grupo de comunicación privado, cuyo propósito diario es encontrar un alcalde de Toques, una ministra despistada, un ministro pasado de rosca o un presidente de comunidad autónoma de los que se creen originales y graciosos.
El que la batalla de la información la tenga en gran parte perdida el PP desde antes de empezar el partido no deja de ser un atractivo ingrediente que contribuye a la incertidumbre del resultado.Los profesionales que ha colocado al frente de los medios públicos son tan sectarios como sus antecesores del PSOE, pero mucho más panolis y la apisonadora que coordinadamente le bombardea cada día por tierra, mar y aire -prensa escrita, radio y televisión- tiene mucha más potencia de fuego de la que disponía en el pasado.El que la garantía de una casi eterna rentabilidad estratosférica la haya obtenido ese grupo a costa de los intereses de los consumidores en esta segunda legislatura de gobierno de Aznar, el que el Ejecutivo siga remoloneando para no ejecutar la sentencia del Supremo que restablecería parcialmente la competencia en la radio privada, e incluso el hecho de que acabe de incluirse en la Ley de Acompañamiento la legalización de esas cámaras que acechan detrás de cada árbol a cada candidato del PP son elementos del paisaje que acentúan el morbo de la película y deben ser agradecidos por todo buen aficionado al cine de suspense.
Ironías al margen, de donde no hay no se puede sacar y quien pretenda hacer de Rajoy un inquietante dóberman dispuesto a alejar a España a mordiscos de la modernidad hará el más espantoso de los ridículos y terminará beneficiándole con la rentabilidad segura de todo buen efecto bumerán. Pero otro tanto cabe decir de quien quiera presentar a Zapatero como una especie de irresponsable hombre bomba dispuesto a hacer estallar la unidad de España en el auto- bús de la estabilidad constitucional.
Que Zapatero esté siendo un líder débil del PSOE no quiere decir que no sea una persona de fiar o mucho menos que carezca de convicciones. Significa sencillamente que su victoria en el partido fue el fruto turbulento de un tiempo de crisis y sólo fue posible con fuertes condicionamientos e hipotecas. Suele suceder, y así ha ocurrido en este caso, que las letras de cambio que se firman porque no queda otro remedio, como quien esconde algo desagradable debajo de la alfombra, terminan llegando al cobro en el momento más inoportuno imaginable. El cartero ha sido Carod-Rovira, pero el banco acreedor tiene como presidente a Maragall y como consejero delegado a Montilla.
Si un Rajoy al que no le hubiera ocurrido lo de Irak podría estar -con sus atractivas rebajas fiscales para todos tirando del carro de un programa sólido y fiable donde los haya- más cerca del 45% que del 40, un Zapatero al que no le hubiera pasado lo de Cataluña se aproximaría más al 40% que al 35. Es más, si la coalición de Gobierno en la Generalitat fuera CiU-PSC su presumible extensión al hemiciclo del Congreso situaría el veredicto del 14-M en el canto de un duro y proporcionaría a Zapatero una oportunidad real de convertirse en el primer aspirante de la historia democrática capaz de llegar desde la oposición a La Moncloa en el primer intento. El problema es que eso hubiera supuesto la jubilación anticipada de Maragall y yo no habría podido desempolvar mis versos favoritos de Espriu la semana pasada.
Después de haber escuchado in situ a todas las partes afectadas, mi diagnóstico es que lo que está haciendo el PSC en Cataluña es en términos políticos mucho peor que un crimen -las expectativas de Zapatero serían el cadáver- porque es un disparate. Maragall y Montilla tienen razón cuando alegan que ni el independentismo de Esquerra la sitúa fuera del juego democrático ni el aventurerismo de Carod hace de él un apestado. Pero una cosa es que alguien tenga un respetable lugar bajo el sol y otra que haya que vivir con él en la misma casa. Sobre todo porque el verdadero proyecto del líder de ERC no es obtener un gran resultado el 14-M, ni siquiera apadrinar una reforma radical del Estatut inasumible para los partidos constitucionales -eso son meros recursos instrumentales-, sino arrebatar a Maragall la presidencia de la Generalitat.
Carod está crecido y va como una moto. Lleva más gente que nunca a los mítines y sus seguidores tocan su ropa como si fuera el redentor enviado por la Virgen de Montserrat para liberar a Cataluña de sus cadenas seculares. Le comparan con el avi Macià y le reciben entre gritos de «¡president!, ¡president!». Si viene al parlamento de Madrid será poco más que de visita. Su verdadero empeño será patearse cada rincón de Cataluña y controlar los hilos del tripartito para provocar su colapso en el momento en que mejor le convenga para asaltar el sillón de Maragall. Entonces su partido y él podrán ser todo lo pragmáticos que haga falta, pero desde la hegemonía y no desde la supeditación política. Las tornas habrán terminado de invertirse y el sirviente será ya por fin el amo.Menuda joya como socio de gobierno.
El que Zapatero haya sido incapaz de impedir esta grave equivocación política del PSC no le incapacita, sin embargo, como candidato a gobernar. Nadie le podrá quitar el mérito de estar dando carpetazo al felipismo, de estar introduciendo nuevas normas de urbanidad política en un partido en el que el guerrismo más navajero tenía barra libre y sobre todo de estar liderando un tránsito programático tan audaz y valioso como el del nuevo laborismo. Todo esto no puede ser casual ni fruto del inconsistente peso ligero que malévolamente trata de dibujar el PP.
Zapatero es un corredor de fondo y necesita tiempo y espacio para poder culminar sus propósitos. Lo esencial para él es subirse esta vez al podio, conseguir que sus patrocinadores le renueven el contrato, ganar margen de autoridad interna y poder buscar la victoria la próxima vez sin todo el lastre que viaja con él ahora. Esa quizás sea la diferencia esencial porque Rajoy llega a esta etapa reina en el momento álgido de una trayectoria coherente y plena, con un programa perfectamente ajustado y un equipo de eficacia contrastada. Es la apuesta segura. Además si no ganara este Tour tendría que colgar la bicicleta y la suya sería una irreparable pérdida para la nación en su conjunto.
Es una lástima que no podamos vivir un mano a mano entre Anquetil y Poulidor -o entre Fignon y Lemond, por poner el caso de dos ganadores sucesivos- pero está claro que aunque Rajoy tendría todas las de ganar en el debate, su mera celebración ayudaría decisivamente a la estrategia de Zapatero de concentrar el voto útil de la izquierda. Quedan en todo caso 10 días apasionantes y una llegada a la cima que será de infarto. Celebremos entre tanto el fair play de uno y otro, porque como dice Kissinger -la cita es mejor que el autor- «la moderación es una virtud, especialmente cuando quienes la practican podrían encontrar motivos para no hacerlo».