El triunfo de la Operación Género

El 8 de marzo de 2018 se organizó una movilización multitudinaria por el Día de la Mujer en distintas ciudades en España. En la de Madrid, se calcula, asistieron 170.000 personas. Credit Susana Vera/Reuters
El 8 de marzo de 2018 se organizó una movilización multitudinaria por el Día de la Mujer en distintas ciudades en España. En la de Madrid, se calcula, asistieron 170.000 personas. Credit Susana Vera/Reuters

Hace unos días en Barcelona, la antropóloga argentina Rita Segato preguntó a un auditorio de trescientos adolescentes por qué creían que las cosas no cambiaban, por qué seguíamos sufriendo este machismo violento, por qué los poderosos seguían imponiéndose sobre el otro, los otros, les otres, los más vulnerables, los raros, racializados, gays, lesbianas, trans… Por qué no podíamos cambiar todavía el rumbo de la historia. Una chica del público se levantó y dio una respuesta que de tan inocente ya no lo era: “Uno de los principales problemas es la gente mayor”, dijo. Y recordó cómo su abuela había llegado a decirle: “¿A dónde vas vestida así? No te quejes si te violan”.

Los reaccionarios no siempre son como la abuela que hace slut shaming a su nieta, sino que a veces son los mismos que protagonizaron la vieja revolución sexual. A veces somos también nosotrxs.

En España la brecha generacional se abrió por una palabra: “mariconez”. Pronto descubrimos que no se trataba solo de una palabra, sino de una visión del mundo. Ocurrió durante un programa televisivo, Operación Triunfo (OT), el concurso de moda que busca nuevos cantantes. Una de las aspirantes, María, bisexual, de 26 años, se negó a cantar una estrofa de un tema de Mecano por considerarla discriminatoria: “Siempre los cariñitos me han parecido una mariconez”. María propuso cambiar la palabra por “estupidez”. Su compañero de dúo, Miki, dijo: “Nosotros no nos imaginamos ahora mismo una sociedad que no conciba que una palabra así es un insulto”.

La de Miki y María, la llamada generación Z, de los nacidos entre mediados de los noventa y la primera década de los 2000, amenaza con poner en crisis el mundo que habitaron sus padres y abuelos, y están usando otras palabras para anunciarlo. Si el lenguaje crea el mundo, su generación ha forzado a las señoras y señores que veían la tele a debatir sobre la necesidad de empezar a nombrar de otra manera las cosas si queremos poblar por fin un lugar distinto.

Distinto al que yo conocí, por ejemplo. Crecí en la década de los ochenta, escuchando en Perú las canciones de Mecano, aquel grupo español de pop naíf que cantaba “Hoy no me puedo levantar” y “Me colé en una fiesta”, y que por nihilista y despolitizado formó parte de la banda sonora de mi generación, la generación X sudaca. Sus letras y la voz dulce de Ana Torroja, la vocalista del grupo, acunaban nuestros corazones mientras jugábamos pinball, teníamos sexo a escondidas y bebíamos ron con naranja en una escalera para olvidar que un coche bomba del grupo terrorista Sendero Luminoso podía despedazarnos en cualquier esquina.

Nuestros padres no tenían cómo saberlo, pero nosotros sabíamos que una de las canciones enigmáticas de Mecano trataba de dos lesbianas que vivían en el clóset. Oírlos era compartir una complicidad, algo oculto más allá del lenguaje, porque el lenguaje no nos pertenecía, nos lo negaron, solo lo habíamos heredado: nos vejaba pero nos seguía sirviendo para pasar desapercibidos. Qué importaba una palabra más o menos insultante. Con sus piedras hacíamos nuestra pared. Cantábamos contra el pasado —“Ay, qué pesado, qué pesado, siempre pensando en el pasado, no te lo pienses demasiado que la vida está esperando”— y ahora somos el pasado.

Oh, paradoja: de aquellos días de MTV, clósets y billares han vuelto ellos mismos, los Mecano, pero para negarle a las nuevas generaciones la posibilidad de cambiar una palabra, es decir la posibilidad de cambiar algo más. De salir definitivamente de las sombras. Qué pesados.

Y así se desató el “mariconez gate”, con la opinión polarizada entre los que pensaban que eran exageraciones de adolescentes políticamente correctos frente a unos carcamanes en sus últimos estertores. Y eso incluía desde legendarias figuras antaño contestarias, como Alaska, quien apostó por seguir usando “mariconez”, hasta políticos, como el secretario de Estado para el avance digital del gobierno de Pedro Sánchez, Francisco Polo, para quien la palabra reflejaba la homofobia interiorizada en los ochenta y en 2018: “La diferencia es que antes había que callar aunque doliera, y ahora no”.

La noche de la gala musical, el público menor de 25 años decidió dar una lección a sus mayores: abucheó a Torroja, jurado del concurso, gritó “estupidez” en el momento en que los chicos cantaban “mariconez” y eligió a María como la cantante favorita del show.

Según una investigación de Ipsos Mori de un grupo de jóvenes británicos entre los 16 y los 22 años, solo el 66 por ciento se identifica como exclusivamente heterosexual, hasta ahora la cifra más baja que se haya reconocido —los milénials, 71 por ciento y la generación X, 85 por ciento—. Es decir, estamos ante la generación menos heterosexual de la historia. La manera en que se acercan al sexo, cómo usan el lenguaje no sexista y cuestionan el binarismo de género afecta, explica el informe, aspectos mucho más amplios de su identidad. La Z es una generación de ruptura también en lo identitario y en lo político, menos racista y más colaborativa.

No hay día en que mi hija de 12 años, quien se identifica como género fluido, no me corrija, a mí, que solía considerarme inclusiva. Es la forma en que ella y sus compañerxs preadolescentes tienen incorporada la perspectiva de género, lo sexualmente fluidos y variados que son, su conciencia feminista, su necesidad de moverse en contextos de igualdad, su sorprendente erudición en las decenas de identidades y orientaciones posibles y su rechazo a todo lo que huela a patriarcado.

Si en la década de los ochenta Mecano era en España el símbolo del “petardeo”, de la fiesta alocada, porque cantaban temas gay friendly y eran percibidos por muchos como aliados del movimiento, hoy —desafiados por un sector de una generación que milita en el lenguaje inclusivo, que cree en el poder de la palabra para desprogramarnos en actitudes sexistas cotidianas y normalizadas— solo han logrado evidenciar con su reticencia el ocaso del viejo mundo, el suyo, ante el advenimiento del nuevo.

Aún nos falta verlos en acción, pero aunque los pesados se resistan a morir, elles, con todo por hacer o deshacer, van hacia el futuro, y así nos hacen a todxs avanzar hacia una realidad inclusiva, libre de discriminación y heterodisidente. Mientras se propaga la influencia de la generación Z, recrudecen al mismo tiempo las campañas de grupos de fundamentalistas religiosos como Con mis hijos no te metas en América Latina, con la que denuncian la “peligrosa homosexualización” de sus vástagos, y por eso quieren eliminar el género de los currículos escolares, sin querer admitir la ruptura.

Si algún día los dejan, o más bien, si no esperan que eso ocurra y consiguen arrebatar las riendas a quienes nos están llevando directamente al foso, su intuitiva conciencia de la inclusión podría ser el antídoto que necesitamos contra los feminicidios, los crímenes de odio, los Bolsonaros y los Trump.

Gabriela Wiener es escritora y periodista peruana. Es autora de los libros Sexografías, Nueve lunas, Llamada perdida y Dicen de mí.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *