El triunfo de las mujeres

Pocos parecen haber advertido la clara divisoria sexual que traslucen las elecciones madrileñas. De las seis candidaturas que se presentaban, tres estaban encabezadas por mujeres (Díaz Ayuso, García Gómez y Monasterio) y tres por hombres (Gabilondo, Iglesias y Bal). Las tres primeras aumentaron sustancialmente en votos y en escaños, mientras las tres segundas (salvo la de Iglesias, paradójicamente) experimentaron caídas catastróficas. La de Iglesias avanzó, pero el avance fue tan insignificante para las pretensiones de un candidato que acababa de renunciar a su cargo de vicepresidente del Gobierno con objeto de revertir la tendencia menguante de su electorado, que la victoria resultó pírrica y él anunció su abandono de la política activa. Los tres hombres perdieron y las tres mujeres ganaron.

¿Tiene alguna significación este fenómeno? Yo creo que alguna, aunque hay en él, sin duda, un elemento de azar. Triunfaron las mujeres, pero por encima de todo triunfó una. Y pienso que, en este caso, el ser mujer coadyuvó al triunfo de Ayuso, no en absoluto por virtud del feminismo político, que finalmente está cansando al electorado, sino porque la innegable asimetría sexual, que a menudo perjudica a las mujeres en política, en otras ocasiones las favorece. La figura de la heroína ejerce un poder magnético sobre el público: María de Molina, María Pita, Agustina Zaragoza de Aragón, Juana de Arco... no tienen detractores: todos las admiramos. Podrán los descerebrados derribar monumentos de Colón o de Churchill, pero nunca los de estas mujeres valerosas. Pues bien, Ayuso ha encarnado a la perfección el papel de heroína: vilipendiada por sus enemigos, abandonada por sus correligionarios, enfrentándose ella sola a la temible pandemia, aplicando, contra viento y marea, una política racional pero heterodoxa. Susurrando para sus adentros un ladran, luego cabalgamos mientras caían sobre ella improperios y calumnias de propios y extraños, y sus aliados se aprestaban a apuñalarla por la espalda, ella siguió firme en sus principios. Junto a esta imagen de intrepidez, Ayuso afirmaba con modestia «yo no soy Churchill» (cuando, en realidad, ha mostrado rasgos de valentía parecidos a los del político inglés que se enfrentó en 1938 a la inmensa popularidad del descaminado Chamberlain) y ser intelectualmente inferior a sus consejeros, algo inaudito en este reñidero de gallitos que es la política española. Pero repitiendo, eso sí, que ella tenía como principal objetivo defender los intereses de los ciudadanos sin rendir pleitesía a dogmas o presupuestos ideológicos y que la economía no tiene por qué sacrificarse a la salud, negándose ella a aceptar esa disyuntiva.

La acusan sus implacables adversarios de trumpismo. Gran muestra de ignorancia: los estilos y políticas son diametralmente opuestos. Frente a la descomunal y chulesca prepotencia del uno, la modestia de la otra. Contrastando con el obcecado negacionismo del uno frente a la pandemia, los planteamientos firmes y modulados de la otra. Su incompetencia frente al covid hundió a Trump en las elecciones de noviembre; la firmeza inteligente de Ayuso la aupó en las de mayo. Ah, dicen los críticos, pero ambos bajan los impuestos. ¡Cráneos privilegiados! ¡Qué gran politólogo es Iglesias! En Europa hoy los únicos que no bajan los impuestos, sino todo lo contrario, son los sanchistas, que han cosechado un monumental y notorio descalabro en las recientes elecciones. ¿Y olvidamos la frase del inefable Zapatero: «bajar los impuestos es de izquierdas»? En realidad, no es de derechas ni de izquierdas, todo depende de la ocasión y las circunstancias. Pero en las duras circunstancias actuales, los ciudadanos, lógicamente, agradecen un alivio impositivo y no pueden dejar de pensar que la presión fiscal de Sánchez está destinada a financiar un Gobierno hipertrofiado, con su enchufismo correlativo y los irritantes privilegios de los que ostentan el poder (y de los que lo abandonan lucrándose).

Otras cosas pueden deducirse de los recientes comicios madrileños. Una, que se pueden perder las elecciones sin ser candidato: ejemplos, Pedro Sánchez e Inés Arrimadas. Dos, que no todas las mujeres ganaron, véase la susodicha. Tres, que esta elección ha estado saludablemente libre de carga ideológica, algo de lo que adolecen muchas elecciones en España. Esta vez muchos distritos tradicionalmente rojos han votado por Ayuso; son los votos prestados de que ella habla. Estos votantes a crédito no han votado a una ideología, han votado a una ejecutoria. Ayuso ha construido hospitales, pero no ha cerrado establecimientos, combatiendo así eficazmente tanto la pandemia como el paro. Y encima, ha bajado impuestos. Esto lo agradece cualquiera, sea cual sea su ideología. Cuatro, que a veces gana o pierde la elección el candidato, otras veces la gana o la pierde el partido: Ayuso, no el PP, fue la gran triunfadora; Cs, no Edmundo Bal, fue el perdedor. Y, quinto, que la estructura de los partidos en España constituye un problema gravísimo.

Pero, después de dedicar unas líneas al triunfo de Ayuso, consideremos el drama de Ciudadanos, que en realidad es un drama para España entera. Bal resultó un excelente candidato: articulado, fotogénico, con una buena formación, sus argumentos eran sólidos y su programa, también. Pero arrastraba una cruz a cuestas que los electores no podían ignorar, una cruz constituida por el cúmulo de desafueros, errores y vilezas que su partido había cometido en el pasado año y medio, y del que, aunque él probablemente no sea responsable, sí lo es en gran parte su actual presidenta, Arrimadas. El caso de Ciudadanos es terrible porque es el segundo derrumbamiento de un partido de centro en unos pocos años, lo cual contribuye a la polarización política que casi todos lamentamos. El primer derrumbamiento, en 2015, fue el de UPyD, fundado por la ex dirigente del PSOE Rosa Díez, quien, pese a su habitual inteligencia política, se desprestigió a sí misma y a su partido en una bronca polémica con su correligionario, el catedrático Francisco Sosa Wagner, acerca de la conveniencia o no de fusionar UPyD con el naciente Cs, cuyo ideario compartía en gran parte. Resultado de todo ello fue que Cs quedara dueño del centro mientras UPyD se disolvía. Cinco años más tarde era Cs el que incurría en una serie de errores diferentes pero igualmente garrafales, el primero de ellos, rechazar cooperar con el PSOE, lo cual arrojó a éste en brazos de Podemos y el separatismo, y a la vez redujo en tres cuartas partes la representación parlamentaria de Cs y provocó la dimisión de su presidente, Albert Rivera.

Su sucesora al frente de la menguada hueste, Inés Arrimadas, ha hecho exactamente lo contrario: colaborar incondicionalmente con un Gobierno socialista ya encamado con podemitas y separatistas, los adversarios programáticos de Cs. Esto decepcionó a muchos afiliados y simpatizantes. En las elecciones catalanas de febrero, Cs perdió cerca de un millón de votos y 30 escaños. El colmo llegó cuando dos meses más tarde, traicionando a sus socios en Murcia y Castilla-León, se alió con el PSOE para presentar mociones de censura en esos parlamentos. Como había claros indicios de que lo mismo iba a ocurrir en Madrid, Ayuso se apresuró a disolver la Asamblea y convocar las elecciones del 4 de mayo. Hasta tal punto admitió tácitamente su error Arrimadas que destituyó a su jefe de filas en Madrid, Ignacio Aguado, y lo sustituyó por Edmundo Bal, que nada había tenido que ver hasta entonces con la política madrileña.

Tras esta cadena de desatinos y descalabros, la bella Inés se aferra al puesto (a diferencia de Rivera) y ha ido eliminando, o dejando ir, a lo más granado del partido, como Juan Carlos Girauta, Xavier Pericay, Carina Mejías o Toni Cantó. Y es que aquí tenemos uno de los más graves problemas de la política española: una vez en el sillón de mando, al presidente o secretario de un partido es casi imposible desalojarlo, de modo que sus errores los pagan sus críticos, lo que agrava la situación: el incompetente sale reforzado por sus errores. ¿Dónde está la democracia interna que prescribe para los partidos el artículo 6 de la Constitución? El sistema de listas cerradas, que da un poder omnímodo al aparato de cada organización, es el principal obstáculo a que se cumpla el precepto constitucional. Como dijo Alfonso Guerra, «el que se mueve no sale en la foto». Así se acaba con la oposición interna. Y así se suicidan los partidos. Y así se polariza la política.

Gabriel Tortella, economista e historiador. Junto con Gloria Quiroga, prepara un libro sobre el nacionalismo en el siglo XXI.

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