El triunfo de los televidentes

Durante las turbulentas elecciones presidenciales de 2006, México se empeñó en mostrar al mundo su peor faceta: una democracia imperfecta, sometida aún a los lastres heredados del viejo sistema autoritario, en donde los partidos políticos, los candidatos y los grupos empresariales demostraron su irresponsabilidad y su ambición desmedida. En vez de limitarse a ser un observador de los sufragios, el presidente Vicente Fox se lanzó en una feroz campaña contra Andrés Manuel López Obrador, violentando la legislación en la materia; dominados por el miedo y la inquina, los empresarios se sumaron a la burda descalificación del candidato de la izquierda; y, una vez confirmada la victoria de Felipe Calderón por un porcentaje mínimo de votos, el propio López Obrador desconoció el dictamen del Tribunal Federal Electoral y descalificó por completo el sistema político mexicano con su ya infame exabrupto: "¡Al diablo con las instituciones!".

La incipiente democracia mexicana padeció así un drástico retroceso. Pero lo más grave fue que, aprovechándose de la guerra desatada entre los distintos candidatos, los verdaderos ganadores de los comicios fueron los grandes grupos de comunicación, y en particular Televisa y TV Azteca, las dos televisoras comerciales que controlan casi en su totalidad el espectro audiovisual del país. Convertidas en un auténtico duopolio, estas empresas no sólo ingresaron en sus arcas gigantescas cantidades de dinero derivadas de la propaganda electoral -en muchas ocasiones sin facturaciones claras, como denunció hace unos días el Instituto Federal Electoral-, sino que prácticamente obligaron a los partidos políticos a aprobar una nueva Ley Federal de Radio y Televisión, diseñada para preservar sus propios intereses frente a las oportunidades derivadas de la próxima convergencia digital.

Sometidos a una presión sin límites -y a la amenaza de vetar o criticar severamente a sus candidatos-, los legisladores aprobaron la ley de forma unánime en la Cámara de Diputados y por un amplio margen en el Senado de la República. La llamada Ley Televisa -aunque benefició en la misma medida a TV Azteca- no sólo consolidó los privilegios actuales de las dos empresas, impidiendo por todos los medios la aparición de una posible tercera cadena, sino que les entregó un dominio casi completo sobre el nuevo espectro digital, con sus correspondientes posibilidades de ofrecer telefonía e internet, y relegó a una posición de debilidad extrema a los medios públicos, culturales y comunitarios.

Por fortuna, unos cuantos senadores, pertenecientes a los tres grandes partidos políticos -Manuel Bartlett y Dulce María Sauri, del PRI; Raymundo Cárdenas, del PRD, y en especial Javier Corral, del PAN-, decidieron no someterse a los dictados de sus líderes nacionales y no sólo votaron en contra de la ley, sino que interpusieron un recurso de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la máxima autoridad judicial del país. A ellos se sumaron de inmediato numerosos expertos, académicos -la más visible, la politóloga Denise Dresser-, y diversos grupos e individuos de la sociedad civil. Comenzó entonces una ardua batalla en dos frentes: por un lado, el legal, que culminó apenas el pasado jueves 7 de junio; y, por el otro, en los medios electrónicos, la mayor parte de los cuales se empeñaron en descalificar y apabullar a sus detractores. A lo largo de todo el proceso, los noticiarios de Televisa ignoraron por completo a sus adversarios, mientras que los de TV Azteca se lanzaron directamente a desprestigiar a los opositores a la ley.

Ante la desconfianza hacia las instituciones derivado del proceso electoral del 2006, muy pocos analistas creían en un eventual triunfo de los legisladores disidentes; durante la historia de México, el poder de las televisoras comerciales ha sido enorme -durante décadas, Televisa se comportó como un fiel aliado de los presidentes del PRI- y nadie apostaba por la victoria de un grupo tan variopinto de críticos. Por eso resultó tan sorprendente -y esperanzador- que, contra todo pronóstico, la Suprema Corte abriese el proceso de discusión de una manera tan amplia y transparente -decenas de expertos independientes fueron invitados a las sesiones, la ponencia del ministro Salvador Aguirre Anguiano fue publicada en la página web de la Corte y todo el proceso fue transmitido en vivo por el Canal del Poder Judicial-, y menos aún que al final resolviese la inconstitucionalidad de las partes centrales de la ley. En un ejercicio inédito, los ministros declararon inconstitucionales los puntos fundamentales de los artículos 16, 28 y 28-A, es decir, aquellos que otorgaban los beneficios de la convergencia digital a las televisoras sin necesidad de someterse a nuevos concursos y que mantenían sus concesiones sin necesidad de procesos de revisión y prácticamente sin pagos suplementarios al Estado mexicano.

En un país donde las instituciones apenas cuentan con un margen de credibilidad, donde los ricos y los poderosos siempre se han aprovechado de los pobres y desprotegidos, donde la fractura social derivada de las elecciones del año pasado sigue generando tensiones casi irresolubles, y donde la legalidad y la transparencia casi siempre han sido vencidas por la prepotencia y la corrupción, la sentencia de la Suprema Corte de Justicia -y la labor de unos cuantos ciudadanos valientes y decididos- debe ser recibida como una de las mejores noticias de los últimos tiempos, por más que las televisoras comerciales sólo le hayan dedicado a regañadientes unas cuantas líneas en sus noticieros. Ahora corresponde al Congreso de la Unión estar a la altura del desafío y redactar una nueva ley -o modificar la vigente- con el espíritu de justicia y legalidad derivado de la resolución de la Corte.

Jorge Volpi, escritor mexicano y actualmente es director del Canal 22, cadena de televisión cultural del Estado mexicano.