El triunfo del fracaso

Una tarde de otoño de 1967, en el curso de un festival de poesía que se celebraba en Londres, los participantes fueron invitados a una fiesta en un barco atracado en el Támesis. La estrella era Pablo Neruda, que en un momento dado se fue a un rincón y pegó la oreja a una radio. Estaba esperando noticias de Estocolmo. Y llegaron noticias, pero no las que a él le habrían gustado: el premio Nobel que aspiraba a recibir se lo acababan de dar al guatemalteco Miguel Ángel Asturias, lo que quería decir que la cuota latinoamericana estaba cubierta para una temporada. El disgusto de Neruda fue tan grande que, aunque todos hicieron lo posible por consolarle, acabó sufriendo un desmayo y hubo que llamar a un médico de urgencias.

La anécdota la cuenta Hans Magnus Enzensberger en Tumulto, sus recién publicadas memorias políticas. No parece que Enzensberger, que tradujo al alemán varios poemas de Neruda, sienta mucha simpatía por el poeta chileno. En otro capítulo del libro lo presenta como un invitado de honor de las autoridades soviéticas que agasajaba a periodistas y admiradores a cuenta de sus anfitriones. Comenta Enzensberger que Neruda “actuaba como si fuera Lord Byron, si bien este célebre antecesor suyo seguramente pagaba sus facturas de su propio bolsillo”.

Tampoco a mí Neruda me resulta particularmente simpático. Su apego a los poderosos, sus celos hacia todo poeta que pudiera hacerle sombra (como César Vallejo), la solemnidad sacerdotal con que declamaba y, en general, su irreprimible tendencia a la fatuidad componen una figura muy alejada de la que se ofrecía de él en aquella cursi película llamada El cartero y Pablo Neruda. Y, sin embargo, el primer libro de poesía que compré fue suyo. El gran poeta del amor, que había muerto poco antes, se despedía del mundo con un poemario que no ocultaba su condición de panfleto: el libro se titulaba nada menos que Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena.

Ahora pienso que comprar ese libro tenía menos que ver con Nixon que con el martirio de Salvador Allende y con el fracaso de lo que Neruda llamó “revolución chilena”. El propio poeta, que finalmente había obtenido el premio Nobel, murió muy poco después del sangriento golpe de Pinochet. Para un adolescente de la época, comprar ese libro era algo más que comprar un puñado de poemas: era poseer un minúsculo pedazo de ese mito del que formaban parte el sufrimiento de Allende y el de Neruda y el de todos los chilenos inmediatamente convertidos en víctimas de la represión. Cuando aquí agonizaba una dictadura, la naciente dictadura de allí colocaba la cultura chilena en el centro exacto de nuestras inquietudes. Los poemas póstumos de Neruda compartían espacio en nuestros corazones con las canciones de Víctor Jara (otra víctima del pinochetismo), y la eterna disputa entre ser fan de los Beatles o los Rolling Stones era momentáneamente sustituida por un debate muy chileno: había que elegir entre IntiIllimani y Quilapayún.

El libro de Enzensberger habla de las dificultades de los intelectuales para mantener la independencia de criterio durante los años de la guerra fría. Los países de la órbita soviética disponían de eficaces mecanismos de captación para conquistar adhesiones entre los escritores occidentales de izquierdas. Te agasajaban con ofertas e invitaciones, y lo más cómodo (y con frecuencia lo más prestigioso) era aplicar diferentes raseros, que te permitían minimizar las contradicciones del bloque comunista y magnificar las del capitalista. Había que tener un espíritu crítico muy desarrollado para no ser engullido por la propaganda y acabar convertido en un propagandista más.

Enzensberger, por suerte, siempre ha tenido ese espíritu crítico, y la reiterada constatación del deterioro de los ideales revolucionarios ha acabado haciendo de él un escéptico. Obsérvese la paradoja: como los experimentos revolucionarios que triunfaron (la URSS, China, Cuba) dieron lugar a atroces engendros, sólo los que fracasaron pueden todavía concitar nuestras simpatías. El éxito de una revolución es su fracaso, y sólo el fracaso la eleva a la categoría de mito: el Chile de Allende sigue siendo un mito por mucho que su cantor póstumo fuera un engreído.

También las colectividades anarquistas de la Guerra Civil fracasaron, y también su mito pervive. A él, hace más de cuarenta años, dedicó Enzensberger uno de sus mejores libros, El corto verano de la anarquía, para el que contó con la ayuda del principal biógrafo de Durruti, Diego Camacho, almeriense recriado en Barcelona que firmaba sus libros como Abel Paz. Anarquista precoz, Abel Paz pasó la mitad de su vida exiliado en Francia y sólo tras la muerte de Franco volvió a Barcelona. Enzensberger, que en Tumulto le rinde un pequeño homenaje, le recuerda trabajando mañana y tarde en un taller de Choisy-le-Roi y escribiendo por la noche su libro sobre Durruti. Está claro que para Abel Paz, que siguió siendo anarquista hasta su muerte en el 2009, su revolución nunca sufrió la degradación que sufrieron otras.

Ignacio Martínez de Pisón, escritor.

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