El triunfo del victimismo

“Tengo dos hijos, Roger y Bernat, de 3 y 8 años. Hoy usted tiene el poder de decidir si los veo crecer.” Según fuentes periodísticas, en estos términos se dirigió el compareciente, Josep Rull al juez Llarena en su declaración del 23 de marzo, y añadió: “Si decide encerrarme, les entregaré la dignidad de haber defendido unas ideas legítimas, nobles, lícitas, democráticas y de haberlo hecho pacíficamente”.

Tengo la convicción de que los historiadores del futuro, para orientarse en el laberinto catalán y entender lo ocurrido en estos años, tendrán que recurrir al análisis de sucesos menores, de acontecimientos que, por aparentemente triviales, apenas reclaman la atención pero que paradójicamente ofrecen claves de interpretación imprescindibles.

El victimismo es una actitud presente permanentemente en nuestras vidas. ¿Quién no reconoce haber utilizado expresiones como estas?: “He llegado tarde por el tráfico”; “No sonó el despertador”; “Se retrasó la anterior cita”; “Me surgió un imprevisto”; “Me ha entretenido una llamada telefónica”. Forman parte del uso muy arraigado de la excusa, que tiene el propósito de derivar la responsabilidad de una acción u omisión desde la persona que ha incurrido en ella a una circunstancia ajena que se presenta como causa inevitable.

El victimismo presenta diversas modalidades; en los ejemplos anteriores se produce una derivación de la responsabilidad desde la persona que se disculpa a una circunstancia externa, pero se puede utilizar el mismo artificio para excusarse con uno mismo: “No puedo hacer más de lo que hago”; “Todo el mundo comete errores”; “No he tenido tiempo”. “Ha sido inevitable”; “No ha sido culpa mía”. Las modalidades descritas tienen en común que se construyen artificialmente para trasladar la responsabilidad a una circunstancia que, siendo por lo general cierta, no constituye la causa efectiva del comportamiento; es decir, que se utiliza la trampa de presentar como real una causa solo aparente. Como si por descuido se nos cayera un objeto al suelo y atribuyéramos la causa a la gravedad, en lugar de hacerlo a nuestra torpeza.

Frente a este victimismo que pudiéramos calificar como “exculpatorio” existe una modalidad más artera porque atribuye la causa de lo sucedido a otras personas, en lugar de imputarlo a una circunstancia fortuita: “No me comprenden”; “No me hacen caso”; “No me escuchan”; “No respetan mis derechos”, “Mi jefe no me apoya” o “España (es decir, el resto de los españoles”) nos roba”. La necesidad de encontrar una explicación a nuestro comportamiento se transforma entonces en un subterfugio para endosar la responsabilidad a los demás, con independencia de la veracidad de lo afirmado. Podemos denominar a este victimismo “inculpatorio”.

El victimismo exculpatorio pretende obtener la benevolencia ajena, y especialmente la propia. Por el contrario, el victimismo inculpatorio se propone engañar a los demás con el agravante de hacerlo mediante una acusación falsa. La variante más dañina de este victimismo consiste en formular, no una imputación genérica sin destinatario concreto, sino una acusación específica dirigida a una persona determinada a quien se convierte en culpable exclusivo del mal producido o por llegar. Así sucede en el exabrupto lanzado por Josep Rull al magistrado Llarena.

La práctica tan extendida del victimismo nos hace relativamente inermes a sus efectos porque no hemos desarrollado anticuerpos para protegernos de esta amenaza y ello ha permitido al secesionismo construir un relato de gran eficacia. Tradicionalmente, antes de que el seny fuera desbordado por la rauxa, he apreciado en el modo de hablar de los catalanes un tono de sensatez y ecuanimidad que da consistencia a su discurso, pero en este caso opera en sentido contrario porque el alegato victimista, construido por mensajes simples, efectistas y radicalmente falsos resulta muy convincente para espíritus distraídos, indolentes, crédulos o sectarios.

Tal vez no sea ocioso recordar que la estrategia independentista se basa en la internacionalización de su causa y que una vez constatado el fracaso del intento diplomático que se ha estrellado frente a la posición firme de las principales cancillerías, ha centrado el eje de su movilización en intentar persuadir de sus motivos y razones a la opinión pública internacional y, en especial, a la europea. Y lo están consiguiendo.

No se pueden ignorar ni la magnitud del reto ni los riesgos que nos amenazan en esta situación. Entre otras razones porque existe una frontera porosa entre la posición oficial de los gobiernos y las opiniones de su electorado de cuyos votos dependen para seguir gobernando. Tampoco se pueden desdeñar los efectos en otros ámbitos, como el de la justicia exterior.

Tendemos a creer que los hechos transcendentes responden a causas profundas y del mismo modo somos proclives a sobrevalorar el funcionamiento de algunas instituciones foráneas. Sin embargo, comprobamos en la práctica cotidiana que acontecimientos cruciales tienen causas triviales o fortuitas y que decisiones graves son adoptadas con irreflexión o ligereza.

Aunque desconozco los detalles, cabe imaginar que el expeditivo pronunciamiento del tribunal regional alemán de Schleswig–Holstein al rechazar parcialmente el planteamiento del magistrado Llarena en una cuestión tan compleja y meditada, pudo estar influido por el estado de opinión circundante, al que es muy difícil sustraerse, incluso para los jueces alemanes que gozaban de un crédito previo acaso inmerecido.

Lo que está sucediendo es gravísimo y si aspiramos a entenderlo debemos hablar claramente. Los secesionistas se han constituido en enemigos del Estado español y de más de la mitad del pueblo de Cataluña, porque en la contienda política el adversario, que aspira a vencer o convencer a su oponente en el marco de unas reglas previamente aceptadas, se transforma en enemigo cuando deja de respetar estas reglas. El secesionismo cuenta además con una poderosa maquinaria de intoxicación mediante un relato que puede sintetizarse en estos términos: “El Estado opresor impide al pueblo de Cataluña el ejercicio del legítimo derecho a decidir y convierte a sus líderes en presos políticos por la defensa de sus ideas”.

Por supuesto se trata de una patraña que no resiste un estudio riguroso, pero que puede resultar muy convincente en un análisis superficial, que no olvidemos es el más común. Ya sabemos que el enemigo juega sucio, pero esa conducta no puede justificar la parálisis en la que parecemos sumidos frente a esta agresión. Hace más de cinco siglos que el genio de Maquiavelo advirtiera que el bien, objeto de la moral, y la eficacia, objeto de la política, siguen cursos distintos que rara vez se encuentran.

Ahora es el tiempo de la política, que en los sistemas democráticos significa también pedagogía, comunicación y divulgación del conocimiento. En la política no se impone quien tiene más razón sino quien es más capaz de persuadir y convencer, aunque sea con falsos argumentos.

Es urgente reaccionar con contundencia y energía frente a esta amenaza. Aunque a todos concierne este deber, es responsabilidad fundamental del Gobierno y ya se ha perdido demasiado tiempo. Por supuesto, no es tarea sencilla, razón de más para no demorarse. Como dijo Alexis de Tocqueville: “Es más fácil para el mundo aceptar una mentira simple que una verdad compleja”.

Ángel Bizcarrondo es inspector de finanzas del Estado. Ha sido director general del Ministerio de Hacienda y director del Centro de Estudios Garrigues.

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