El triunfo polaco y la tragedia ucrania

Esta semana, en una exhibición de firmeza muy de agradecer, los líderes de la Unión Europea revocaron la invitación al presidente ucranio Víktor Yanukóvich, que debía asistir a varias reuniones importantes en Bruselas el jueves. De no haberlo hecho, habrían dado una imagen patética e insuficiente después de la condena escandalosa y casi digna de Putin de la rival política de Yanukóvich, Yulia Timoshenko, a siete años de cárcel, una multa de 190 millones de dólares y tres años de prohibición de ocupar ningún cargo oficial cuando salga de prisión.

La revocación de la invitación (en lenguaje diplomático, el "aplazamiento") planteó la interesante cuestión de saber qué iba a hacer Yanukóvich entonces. Cuando le preguntaron por el viaje previsto hace unos días, al parecer contestó: "El jueves iré de todas formas en esa dirección... No voy a ponerme a suplicar a nadie. Si hace falta, iré más lejos". ¿Más lejos? Ese comentario tan délfico se refería seguramente a su viaje previsto a Cuba y Brasil. ¿Pero es posible que también, en su mapa mental, se refiriera a Moscú? La UE no debe consentir que la intenten chantajear con la amenaza implícita que a Kiev le gusta tanto utilizar: "Si no nos aceptáis tal como somos, nos iremos con Rusia". Es más, aunque los métodos de justicia como instrumento al servicio de la política son como los suyos, Vladímir Putin está también muy descontento con la condena de Timoshenko. El cargo del que se le acusa es un contrato de gas corrupto con Rusia. (¿Un contrato de gas corrupto? ¿Con Rusia? Quién lo iba a pensar).

El país más preocupado de todos por estos acontecimientos es el vecino occidental de Ucrania, Polonia, que ha sido su amigo y defensor más constante dentro de la UE. Como expresión simbólica de esa amistad, Polonia y Ucrania acogerán de forma conjunta el campeonato europeo de fútbol de 2012. Varsovia ha aprovechado su primer turno en la presidencia rotatoria de la UE para pedir que, en medio de las tormentas de la eurozona y las emociones de la primavera árabe, no se olvide del todo a los vecinos del Este con sus dificultades.

En parte a través de Varsovia, Yanukóvich había estado mandando a los dirigentes europeos mensajes privados sobre concesiones que estaba dispuesto a hacer en el caso de Timoshenko, en clara contradicción con las hipócritas protestas sobre la independencia de los tribunales ucranios. El propio partido del presidente ha propuesto que el Parlamento revoque o enmiende la ley sobre delitos económicos por la que se condenó a Timoshenko. Es decir, es evidente que la condena ha sido una falta política que convierte el famoso cabezazo de Zinedine Zidane en el Mundial de 2006 en la cúspide del juego olímpico.

El contraste entre las trayectorias de estos dos países vecinos es imposible de ignorar. Mientras Ucrania presenciaba su esperpéntico juicio, Polonia celebraba unas reelecciones parlamentarias más normales y tranquilas (incluso aburridas) que muchos países de Europa occidental. Como resultado, ha vuelto al poder un partido perfectamente sensato -aunque con un miedo crónico a las reformas- de centro-derecha, la Plataforma Cívica, en coalición con un partido de pequeños agricultores a cuyo líder es difícil verlo sin su iPad. La economía del país creció el 3,8% el año pasado. Hasta ahora, su Gobierno ha asumido los modestos deberes de la presidencia de turno de la UE con aplomo.

Hoy día, volar a Varsovia es como volar a Madrid o Roma, salvo que hay menos probabilidades de encontrarse con airados manifestantes anticapitalistas y nerviosos policías antidisturbios. Al país le queda aún mucho de su viejo estilo político paranoico, representado en los últimos tiempos, sobre todo, por la absurda insinuación del líder de la oposición nacionalista conservadora, Jaroslaw Kaczynski, de que a Angela Merkel le había ayudado a llegar a canciller un pasado en la Stasi. Sigue teniendo más pobreza de la normal, sobre todo en el este y el sureste, donde más apoyos tiene Kaczynski. Pero el rumbo emprendido está muy claro. Desde todos los puntos de vista razonables, la historia de Polonia desde su revolución de terciopelo en 1989 es un gran triunfo.

Comparémoslo con Ucrania desde su revolución naranja en 2004. Yo, que fui testigo de primera mano de aquel momento tan prometedor, esperaba que Ucrania se pusiera a la altura de los tiempos con su transición democrática, igual que lo había hecho en cuestión de revoluciones de terciopelo. También lo esperaban muchos polacos, para no hablar de los propios ucranios. Aquellas esperanzas -las nuestras y, mucho más importante, las suyas- se han visto frustradas. Muchos ucranios han mejorado sus vidas individuales. En muchos aspectos, son más libres. Pero el sistema político y económico sigue enfangado en la corrupción, el matonismo y la ineficacia.

En el Índice de percepciones de la corrupción 2010 que elabora Transparency International, Ucrania ocupa el puesto 134, al lado de Zimbabue. (Polonia está en el 41, muy por delante de Italia y Grecia). Y les recordaré que el presidente que acaba de tratar de eliminar a una rival política encerrándola en la cárcel es el mismo hombre cuyo intento de robar las elecciones presidenciales de 2004 desencadenó la revolución naranja. (El chiste que corría entonces era que quería seguir un tercer periodo en el poder; los dos primeros periodos eran los que pasó en la cárcel por sendos delitos en su juventud). Pero lo que ocurre es que los vencedores de aquella revolución, incluida Timoshenko, fueron grandes decepciones en el Gobierno, y tampoco son ningunos angelitos.

¿Por qué estas horribles diferencias entre dos países en los que grandes regiones pertenecieron a los mismos imperios (la Comunidad polaco-lituana de los primeros tiempos de la Edad Moderna y el Imperio ruso anterior a 1914) y Estados (la Polonia de entreguerras) durante largos periodos de la historia? Algunos señalan las diferentes circunstancias exteriores: el hecho de que la UE tiene mucho menos tirón y Rusia mucho más, sobre todo en el este de Ucrania, que habla ruso. Otros destacan la economía, como si fuera posible separarla de la política y las leyes. Otros sugieren profundos factores culturales. Son seguidores del difunto Samuel Huntington que opinan que el legado cultural ortodoxo y oriental de Ucrania condena al país, por alguna razón, al fracaso democrático, mientras que Polonia está predestinada al éxito democrático por su herencia católica y occidental.

Cada una de estas teorías tiene una pizca de verdad. La UE ha sido tibia en su relación con Ucrania, y no pocos Estados de Europa occidental que son miembros de la UE se alegran, en privado, de ver que Ucrania se descalifica por sí sola. El vibrante sector privado de Polonia, ayudado por millones de polacos que han trabajado y estudiado en Occidente, ha contribuido enormemente a la transición del país. Es extraordinario ver cómo reaparecen las fronteras de viejos imperios en los mapas electorales de las democracias poscomunistas, incluido el más reciente en Polonia. Ahora bien, ni la geografía ni la economía hacen que el destino sea inevitable.

Como observó el político y pensador estadounidense Daniel Patrick Moynihan: "La verdad conservadora fundamental es que lo que determina el éxito de una sociedad es la cultura, y no la política. La verdad progresista fundamental es que la política puede cambiar una cultura y salvarla de sí misma". La buena política, las buenas Constituciones y los buenos tribunales pueden, con tiempo y suerte, cambiar el curso de los ríos. Las sociedades degradadas, borrachas y corruptas -como podía parecer Polonia a cualquier visitante hace 40 años- pueden volverse modernas, abiertas y democráticas. Y la apuesta progresista es que las sociedades ortodoxas, islámicas y asiáticas pueden transformarse también.

Esta no es solo una reflexión para el observador filosófico; es una lección política para la UE. En la Europa poscomunista, es preciso variar el aforismo de Bill Clinton. Es la política, estúpido. La política y el imperio de la ley. El caso Timoshenko importa porque, en él, coinciden la política y la ley precisamente como no deben coincidir. Por eso la UE no debe ablandarse en este caso, como suele hacer. Y, si el presidente Yanukóvich quiere irse más lejos -hasta Kamchatka, por ejemplo-, que tenga buen viaje.

Por Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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