El tronco común

Los enfrentamientos entre políticos y entre partidos políticos nos hacen creer, a veces, que el mundo se divide en dos bloques antagónicos sin posibilidad alguna de entenderse. La realidad es distinta: los últimos siglos muestran que el mundo moderno solo es comprensible si vemos que muchas de estas disputas suelen darse dentro de un tronco cultural común. No es fácil resumir, en un breve artículo, los elementos esenciales de ese tronco, pero tampoco es imposible. Lo intentaremos, discúlpenme la simplificación.

Un primer elemento lo podemos situar en los orígenes de nuestra cultura: la antigüedad clásica griega y romana. Ahí encontramos los principales instrumentos que hoy utilizamos para comprender el mundo (la filosofía y la ciencia) y para ordenarlo conforme a una jerarquía de valores (la ética, el derecho y la política). Antes todo era magia. Pero estas enseñanzas se medio olvidaron durante los siglos siguientes: al poder establecido no le interesaba el saber sino la ignorancia.

Pero al fin, imprenta mediante, lo antiguo volvió a aflorar con fuerza: ya estamos en el Renacimiento. El Discurso de la dignidad del hombre, de Pico della Mirandola, es una pieza filosófica que expresa con claridad la ruptura con la antigua tradición medieval: Dios, a diferencia de los demás seres de la naturaleza, ha creado al hombre y le ha dotado de libertad. Y así le habla Dios al hombre: “Tú, que no estás constreñido por límite alguno, determinarás por ti mismo los límites de tu naturaleza, según tu libre albedrío, en cuyas manos te he confiado. Te he colocado en el centro del mundo para que desde allí puedas examinar con mayor comodidad que hay a tu alrededor, que hay en el mundo”. El hombre ya era libre y estaba dotado de la facultad de descubrirse a sí mismo y descubrir lo que había a su alrededor. Estamos a fines del siglo XV y se abría un vasto territorio a explorar.

El tronco comúnEn los dos siglos siguientes, algunos escritores y filósofos (Erasmo, Maquiavelo, Montaigne, Bodino) sentaron las bases de las ideas de secularización y de tolerancia, y los matemáticos y físicos (Copérnico, Galileo, Newton, Descartes) dieron un giro decisivo al concepto de ciencia, una nueva forma de saber, un método para conocer el mundo basado en la razón y la experiencia. El hombre ya era libre en abstracto, le faltaba ser libre en sociedad.

Fueron los ingleses Hobbes y Locke, ambos científicos y filósofos, los que iniciaron el nuevo camino hacia la libertad política. Sentaron un dogma: en un hipotético estado de naturaleza —un supuesto lógico, no histórico— los hombres eran en teoría libres, iguales y racionales. En la práctica, sin embargo, no eran libres porque entraban en conflicto unos con otros y siempre ganaba el más fuerte, el más violento. La razón les inclinaba a remediar la situación y para ello era necesario crear un poder supremo, un Estado, que estableciera un orden.

Sobre esta premisa, Locke trazará el esquema básico de lo que será el orden liberal y democrático. Mediante un hipotético contrato acordado entre todos los hombres —de hecho, una Constitución— se crea un Estado como poder supremo que se compromete a un único fin: asegurar que la libertad de la que disfrutaban todos en el estado de naturaleza seguirá, perfeccionada, en el nuevo Estado, si los hombres le ceden el monopolio de la violencia, es decir, el poder de aprobar y aplicar las leyes. Estas leyes únicamente estarán justificadas cuando su finalidad sea impedir que el ejercicio de la libertad por parte de uno vulnere la libertad de los demás. Para ello, el poder político deberá dividirse —en legislativo y ejecutivo— y las leyes serán elaboradas y aprobadas por asambleas representativas elegidas por los ciudadanos.

Los rasgos esenciales del actual modelo de Estado democrático de derecho ya estaban configurados: leyes democráticas, garantía de las libertades individuales, separación de poderes. Racionalismo ilustrado y liberalismo político: este es el tronco común que hoy nos une. Un Estado limitado a garantizar que los hombres ejerzan en iguales condiciones su libertad —es decir, sus derechos— sin vulnerar la libertad de los demás. Faltaba, naturalmente, desarrollar el modelo. No fue sencillo ni rápido. Aún estamos en ello.

Entre quienes han permanecido dentro de este tronco común ha habido numerosas diferencias, las que separan a los progresistas de los conservadores, los primeros partidarios de aumentar el grado de libertad y de igualdad, los segundos de frenarlo y restringirlo. Quizás el cambio principal fue el paso de los derechos individuales a los sociales, la idea de que la simple libertad individual no producía, por razones económicas, una sociedad igual: el Estado debía intervenir, no solo limitarse a garantizar, para que hubiera crecimiento y bienestar. El empuje principal en esta dirección fue de los socialistas, aunque también determinados liberales, como Stuart Mill, lo propiciaron.

Tras luchas sociales y políticas, así como debates teóricos, a lo largo de los siglos XIX y XX, la idea de que las libertades son compatibles con la justicia y la igualdad social es hoy ampliamente compartida. Es la idea de Estado social que complementa al Estado democrático de derecho. A veces se olvida que Keynes o Beveridge eran del partido liberal británico o que los comunistas italianos, con Togliatti a la cabeza, aceptaron la economía de mercado. Asimismo, Boyer o Solchaga, ministros de Felipe González, introdujeron reformas liberales en economía, como hacen ahora en Francia Manuel Valls y el ministro Macron.

Ahora bien, no todos han confluido en este tronco común occidental. Hubo desvíos y muy notorios. Movimientos antiliberales (como los carlistas en España o el fascismo italiano), corrientes románticas e historicistas fuertemente nacionalistas (como Action Française en Francia), regímenes contrarios al mercado y a las libertades (como el comunismo soviético) o irracionalistas (como el nazismo), se han situado al margen de este tronco común, se han apartado de la Ilustración, han prescindido de la razón, han basado sus ideas en los sentimientos y las emociones.

Peligroso camino. En España, tras las elecciones, se tendrá que pactar, esta vez sin excusas. Pueden pactar todas aquellas fuerzas políticas cuyas ideas se sitúen dentro de este tronco común. Sin miedo, sin complejos, con seguridad. Lo peligroso sería desviarse, aventurarse, prescindir de la realidad, dejarse seducir por la magia, por las falsas ilusiones. Y todo ello por llegar al Gobierno, por un plato de lentejas.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.

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