El tropiezo fatal del imperturbable Mugabe

Fue el país de los multimillonarios pobres y ahora se ha convertido en el del golpe de Estado amable. Zimbabue ha sido durante 37 años el reino de Robert Mugabe, y está tan impregnado de él que cuando el Ejército se ha enfadado lo ha acorralado sin atreverse a expulsarlo. No solo por el respeto que los shona --la cultura mayoritaria a Zimbabue-- deben a los ancianos --y Mugabe ya tiene 93 años--, sino porque son sus amigos y compañeros de poder de siempre. No querían deshacerse de Mugabe, pero necesitaban garantizar que ellos tomarían el relevo cuando deje de ser presidente. Y últimamente su esposa, Grace Mugabe, estaba influyendo demasiado en Mugabe. Ella también quiere ser su sucesora, y tío Bob le estaba abriendo el camino. O, lo que es lo mismo, cerrándolo a los viejos compañeros de lucha. No han tenido más remedio que pararle los pies. Y Mugabe se ha quedado congelado en plena caída, como en el 2015, cuando tropezó al bajar del avión y quedó capturado por los fotógrafos en una cómica postura, con las rodillas dobladas y los brazos buscando un inexistente equilibrio, que los fotomontajes convirtieron en surfista, rey de la pista de baile o incluso conduciendo una escoba voladora como si fuera una bruja.

Pero a pesar del golpecito de Estado, todavía lo aprecian. Por eso salían sonrientes en las primeras fotos de las negociaciones, cuando ya estaba retenido bajo arresto domiciliario y sus raptores-golpistas le daban la mano como si se conocieran de toda la vida. Se conocen, se conocen muy bien. Son camaradas. Todos ellos fueron los héroes que liberaron a Zimbabue --entonces se llamaba Rodesia-- de los colonos británicos. Creyeron en la independencia y lucharon por ella, y desde que la consiguieron se erigieron, juntos, como monopolio del poder. El hombre que está atornillando al intocable Mugabe es un buen amigo suyo. El astuto Emmerson Mnangagwa, alias el Cocodrilo, ya dirigía la guerra por la independencia en los años 70, con su grupo de confianza, los Lacoste. Y cuando een 1980 Mugabe coge el cetro, el Cocodrilo se convierte en el cerebro de sus servicios de inteligencia. Desde allí lidera en la sombra uno de los episodios más oscuros de la era Mugabe: la matanza, en 1983, de unas 20.000 personas de la minoría ndebele. El Cocodrilo, ágil y sin miedo a morder, también fue protagonista de la brutal represión poselectoral en el 2008, la única vez que Mugabe había visto, hasta ahora, cerca su final.

En ese momento pagábamos el supermercado con dólares zimbabuenses con fecha de caducidad y un valor que se perdía por minutos. Comprábamos si es que quedaba algo, porque las estanterías estaban prácticamente vacías y el pan, muy escaso, solo se encontraba si llegabas de los primeros y tenías suerte. Las cajeras cargaban bolsas de deporte con los fajos de billetes que no valían nada y la broma más elocuente invitaba a tomar el atajo y en lugar de comprar papel higiénico utilizar los billetes zimbabuenses, que salía más a cuenta.

El desierto de víveres y la hiperinflación empujaron a los zimbabuenses a cuestionar, por primera vez, al gran Mugabe en las urnas. Pero el miedo que se respiraba en el mercado, donde las vendedoras te decían "estamos hartas de Mugabe" sin ningún tipo de énfasis, con una resignación sorprendente, se tradujo en unos resultados que no salían, sospechas de fraude y luego en una caza de brujas contra los opositores, repleta de torturas y detenciones, sellada por el Cocodrilo. Entonces, cientos de zimbabuenses cruzaban cada día el río y la frontera con Sudáfrica, donde durante años hemos podido encontrar médicos y profesores trabajando en las granjas y perseguidos por los afrikáners blancos y todavía racistas que han creado su propia ley para echarlos.

La caída en picado de la economía de Zimbabue --que terminó aniquilando el dolar zimbabuense, y ahora la moneda que se utiliza es el rand sudafricano y el dólar estadounidense--, sumada al brazo de hierro autoritario, no solo de Mugabe sino del régimen al completo, ha llegado a crear el flujo migratorio constante más importante de la historia de Sudáfrica, donde se estima que vive casi un tercio de la población de Zimbabue, la mayoría de manera ilegal y vulnerable. De carácter mucho menos estridente que los zulús, con buena formación --la educación y la salud fueron, durante la primer época de Mugabe, los grandes éxitos de su legado-- y huyendo del 90% de paro de su país, se calcula que son unos cuatro millones los que se han refugiado en Dorado sudafricano. Un refugio espinoso, que los acoge y rechaza, a veces con terribles olas de xenofobia como las del 2008 y el 2015. Dentro de uno de los mosaicos de nacionalidades más variados del mundo, el sudafricano, la zimbabuense es la comunidad de extranjeros más numerosa.

Cuando en el 2008 en el país de millonarios pobres el Cocodrilo arrojó sus armas más crueles contra la oposición, no era solo por lealtad a su anciano líder. Quería blindar su camino hacia el trono. Entonces, en Harare, la capital, se rumoreaba que Mugabe quería irse pero que su entorno se lo impedía porque debería renunciar a los privilegios... Ahora, casi 10 años después, no es la oposición quien amenaza al clan, sino la nueva generación dentro del propio partido gubernamental: los jóvenes del G40, los que no son veteranos de la guerra de independencia porque aún no habían nacido, y la descarada primera dama, Grace Mugabe, que últimamente ha cambiado el placer por la ropa de lujo por los sueños de presidenta y estaba consiguiendo apartarlos del camino.

No, lo que está pasando en Zimbabue no es una revolución, ni una primavera. Es una guerra por la sucesión; un colmillazo del astuto Cocodrilo para acorazar a la élite y asegurarse la corona.

Gemma Parellada, periodista.

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