El truco de Ségolène

Por Zoé Valdés, escritora, autora de novelas como Te di la vida entera o Traficantes de belleza (EL MUNDO, 15/11/06):

Las elecciones francesas se aproximan y tal parece que los debates comenzaron hace más de 40 años. Abundan las citas históricas, los análisis enrevesados y la polémica. Menos mal que hay polémica civilizada aunque sea dudosa, aunque nadie entienda nada de lo que se plantea en ella. A mí me fascina presenciar estos ejercicios de verborrea interminables. El espectáculo de las polémicas francesas corresponde al mejor estilo de su teatro y, a través de la televisión, el escenario empequeñecido le añade un dramatismo rayano en lo fabuloso si no fuera porque se trata de políticos y de ninguna manera de actores.

Los argumentos suelen ser discursos de una gran sutilidad que, en mi caso, me ayudan a perfeccionar el francés y a tener una idea barroca de la hipocresía, que no es francesa, es sencillamente característica de la política actual y de la de todos los tiempos; aunque en la actualidad el truco es el traqueteo en defensa de todo lo que menos uno se imagina, para nada de las verdaderas víctimas. Se inventan otras víctimas en detrimento de las auténticas. Pero es curioso: en estos debates yo nunca acierto con el ganador, o sea, que algún detalle se me escapa o me he vuelto mona para tragarme el tupé. O sea, la mentira.

En el primer enfrentamiento entre los candidatos a la Presidencia por el Partido Socialista estuvieron, desde luego, Laurent Fabius, Dominique Strauss-Kahn y Ségolène Royale. Para mí, después de verlos a los tres, me quedó claro que Laurent Fabius se ha ido a la extrema izquierda y que Dominique Strauss-Kahn se ha situado en el centro izquierda. Lo que no me quedó nada claro es dónde se ha puesto Ségòlene Royale. ¿Izquierda tirando a la derecha? O tal vez lo que decía de sí mismo el gran maestro Guillermo Cabrera Infante: «Yo soy un reaccionario de izquierdas». Pero esto no me cuadra mucho en el autorretrato que se hizo Ségolène Royale. Porque no es lo mismo que un escritor bromee con el asunto que lo haga un político que opta a la Presidencia. Royal no debería emborronar los contornos de su línea de gobierno con veleidades.

Después de seguir el debate me fui a preguntarle al pueblo. A unos cuantos encargados de inmuebles, a los libreros que conozco del barrio, a los taxistas africanos y coreanos... Todos ellos son el pueblo inmigrante de tendencias varias, maestros de escuelas, padres de adolescentes, artistas, amigos y nada en concreto... No obtuve respuestas exactas, cartesianas, lo que resulta raro porque en Francia -digo, en París- siempre recibes una respuesta cartesiana a una pregunta por muy sencilla que ésta sea. Me sucedió el otro día en la panadería: «Madame, ¿el pan está caliente?». Respuesta: «El pan estará caliente dependiendo de lo que usted crea que significa caliente. No está frío». En el asunto del debate la mayoría de las respuestas fueron, en mi encuesta personal, de una simpleza extraordinaria cuando no de un divagar bolerístico más propio del pueblo cubano que del francés.

«No tuve tiempo de verlo». «No lo vi». «Ella [Ségolène Royale], qué elegante se veía, vestida de blanco». «Lo vi, pero no entendí nada». «Me gustó Strauss-Kahn, pero ¿te imaginas a un presidente que se llame Dominique?». A lo que respondí, «el de España se llama Zapatero y a ustedes le encanta llamar a Ségolène la Zapatera». «No a todo el mundo». Lo que es cierto.

El asunto, para no alargar más el artículo, es que para mí, había ganado Strauss-Kahn, al que más entero veo en sus proposiciones. Pero para los demás, sin entender nada, sin siquiera ver el debate, había ganado ella. ¿Será porque el verano pasado salió en biquini en una revista de la prensa del corazón? ¿Será porque desde mucho antes de que entrara en campaña su pelo, sus dientes, su cara, su cuerpo, su vestimenta, incluso sus gestos, han variado enormemente? Se ha vuelto más atractiva, más seductora, pero también más hermética, no desvela sus objetivos, nos deja en el tíbiri tábara, o sea, en la intriga. ¿A qué juega Ségolène Royale?

Como soy mujer, me agradaría que fuera una mujer quien tomara las riendas de Francia porque amo este país y creo que Francia se encuentra en un estado de depresión profundo del que solamente alguien con una iniciativa profesional diferente, con audacia, honestidad, claridad e inteligencia, humanismo y sencillez podría sacarla. Y creo que éste es el momento propicio para que las mujeres prueben que tienen cosas que decir, que hacer, que aportar en política, cosas hasta ahora inéditas. Sin embargo, no estoy de acuerdo en que por el simple hecho de ser mujer haya que beneficiar la cuota feminista. Esto me asquea como me asquean las cuotas dirigidas por el color de la piel y no por el talento. En el verano vimos en los informativos de la televisión a un excelente presentador, Harry Roselmack, los medios de comunicación no pararon de hablar del asunto, sólo porque es negro. Nadie manifestó, sin referencia al problema racial, que el joven presentador es un excelente periodista y que ahora lo extrañamos, que debería haber seguido apareciendo durante todo el año en los informativos y que no debió de haber sido una exclusiva de verano.

Volviendo al tema de las mujeres en política: Violeta Chamorro, Mireya Moscoso, Angela Merkel, Michèle Bachelet, Condoleezza Rice, Margaret Thatcher, Indira Gandhi, entre otras mujeres de la política del pasado reciente y del actual, no se han ganado el puesto que tienen o que tuvieron únicamente por su atractivo personal o por su cambio de look o por su apuesta people, apareciendo en una prensa que en la mayoría de los casos denigra, empobrece y destruye la imagen de la mujer.

Me llevo la impresión de que el debate francés de la televisión se derrumba de su altar, que las elecciones se aproximan y que la gente huye de los tradicionales debates, de que la mayoría se engancha con los programas de varietés, con los de telerrealidad o con esas híbridas emisiones de nuevo género por donde pasa todo el mundo en las que lo mismo te presentan a un escritor famoso -siempre del mismo grupo de dichosos de la tertulia parisina, que por cierto se pasean de cadena en cadena repitiendo lo mismo pero con toques de spleen, mientras más trasnochados mejor-, los mismos cantantes, la mayoría raperos de la izquierda políticamente correcta, cineastas que harán, máximo, 100 taquillas por película pero que logran cada vez las ayudas del Centre Nacional de la Cinematographie y de todos los ayudantes posibles. Porque cuanto más retorcida sea la película, más ayudas recibirán; no faltará el político de turno que deberá hacerse el desinhibido o el playboy, el del último grito de la moda, para que lo oiga en sus balbuceos un público que no ha ido al programa de televisión a cultivarse precisamente políticamente.

Son programas desabridos, copiados de aquel célebre e inteligente pozo de cultura de Bernard Pívot y del menos originar pero atrevido de Thierry Ardisson, que ya era el límite. Lo que ha venido después no tiene nombre, apenas hay tiempo para la brevedad. La divisa es: «Sea breve». Esto no concuerda con la locuacidad de los políticos franceses y por eso el churro es inevitable.

En esa obsesión por la brevedad, sólo acertamos a comprender sonidos onomatopéyicos en el mejor de los casos, cuando no rugidos e insultos, sobre todo a las mujeres. Las mujeres son las que más mal paradas quedan en este tipo de emisiones y si son escritoras o actrices, caldo de cultivo para el aporreo.

En fin, por esas emisiones quizás tendrán que pasar los políticos franceses si desean que les atienda al menos el gran público. Lo otro que les queda será, en lugar de hacer debates televisados, organizar competencias futbolísticas o de otra categoría. Porque el clásico debate francés, tal como ha sido concebido durante siglos, perfeccionado, manipulado, refinado, sofisticado, ya pocos lo escuchan. Salvo gente como yo, a la que le han inoculado el virus de los discursos y vacunado. Yo estoy inmunizada de por vida. O sea, teniendo en cuenta que en Cuba los discursos de Castro duraban entre tres y cinco horas como mínimo, y entre seis y siete y media como máximo, y que los repetían tres y cuatro veces a la semana por los dos únicos canales que existen, a mí una candanga televisiva de una o dos horas de buena política -o sea, donde se aparenta transparencia, polémica, enfrentamiento al duro y sin guante, donde se vea que la gente piensa diferente aunque haya salido de la misma escuela- me parece profundamente interesante y, como dije antes, mejora mi francés. Aunque nunca como cuando leo a Flaubert.