El último «Corpus» de García Lorca

No era un día de Corpus, como hoy; ni lucía el sol en Toledo. Era una mañana invernal de 1961 cuando, entre plano y plano del rodaje de «Viridiana», Luis Buñuel me concedió una entrevista. Me confesó que hacía veinticinco años que no había vuelto a Toledo, la ciudad que más visitó desde que llegó a Madrid en 1921. «Veníamos gente de la Residencia de Estudiantes. Casi siempre solos Federico, Salvador y yo. Y lo pasábamos en grande…». Para García Lorca, Dalí y Buñuel, ¿qué había significado Toledo? Me dijo que estaba seguro de que los tres eran creyentes, aunque en «La Orden de Toledo», de la que fueron fundadores, no había preocupaciones religiosas, sino líricas y etílicas. Pero de estos hombres educados en la fe religiosa, Federico es el más «fervoroso». Entre el Corpus granadino de su infancia y el Corpus toledano de su juventud, se vislumbra un García Lorca que se refugia en la Eucaristía, y es en este misterio en el que mejor se acomodan su devoción y su admiración por el rito.

Pepín Bello, otro miembro de la Residencia y de la Orden de Toledo, es el que consideró a Federico «el poeta místico del siglo XX». Bello conoció mejor que nadie a García Lorca. Y Bello fue el que recibió, y luego puso en manos del Primado toledano la carta desde Nueva York donde le cuenta que «hoy he salido dando vivas al portentoso, bellísimo catolicismo español… Esta mañana fui a una misa dicha por un inglés. Y ahora veo lo prodigioso que es cualquier cura andaluz diciéndola. Hay un instinto nato de la belleza en el pueblo español y una alta idea de la presencia de Dios en el templo. Ahora comprendo el espectáculo fervoroso, único en el mundo, que es una misa en España. La lentitud, la grandeza, el adorno del altar, la cordialidad en la adoración del Sacramento, el culto a la Virgen son en España de una enorme poesía».

La «cordialidad», la «familiaridad» con la Eucaristía, vuelve a aparecer en una carta a sus padres: «La solemnidad en lo religioso es “cordialidad” porque es una prueba viva de la presencia de Dios. Es como decir “Dios está con nosotros, démosle culto y adoración”. Es una gran equivocación suprimir el ceremonial. Es la gran cosa de España. Son las formas exquisitas, la hidalguía con Dios». Bello, en defensa del «misticismo» lorquiano, escribe que «se ha querido desconocer la angustia de la Fe que latía en la profundidad de Federico y que dejaba asomar sin ninguna prevención».

A esta falta de «prevención» de Federico y que se manifestaba en declaraciones como «soy católico, comunista, anarquista, libertario, tradicionalista y monárquico» llamó Gabriel Celaya con disgusto «actitud insensata», y, más tarde, adjudicó a tal «insensatez» el origen del desatino de su muerte. Pero quizás no era un despropósito la definición de Federico capaz de hacer compatibles catolicismo y comunismo; monarquía y anarquía… Lo cierto es que García Lorca marcha a su tierra cuatro días antes del Alzamiento porque había sido tiroteado al salir de casa y sospechaba que ya todo sería posible en Madrid.

Lo que le había ocurrido el 11 de junio, día del Corpus, cuando toma un taxi en la Gran Vía fue muy significativo. Observa desde el coche cómo caminan nerviosas por la acera dos mujeres jóvenes. Una lleva una especie de maletín en la mano… Por su atuendo y el pañuelo con que cubren la cabeza, Federico sospecha algo. Manda parar el taxi, se dirige a ellas y les ofrece acercarlas a donde vayan. Le dicen que van a Chamberí. Y a Chamberí manda al taxista que se dirija. Las jóvenes recelan cuando les pregunta qué es lo que llevan en ese maletín que parece el estuche de una máquina de escribir. Le contestan que, en efecto, es una máquina de escribir. García Lorca bromea diciéndoles que no tienen aspecto de «taquimecas». Ya el poeta, perspicaz, ha confirmado su primera impresión: se trata de dos monjas que se han quitado el hábito y se han puesto la primera ropa que han encontrado para poder salir a la calle camufladas. Le dicen que así es. «Y… ¿para qué llevan ustedes una máquina de escribir?». Las monjitas, desconcertadas, no se atreven a decirle la verdad. Se miran entre ellas. Por fin, la mayor se acerca a Federico y le dice al oído: «Le hemos sacado de nuestra casa para ponerle a buen recaudo en otro convento. Aquí llevamos… al Señor». «¿Al Señor?». Sin dudarlo un instante, conturbado, Federico se pone de rodillas en el taxi y se santigua, como lo hacía desde niño siempre que se cruzaba en la calle con el Viático.

Este fue el extraño y misterioso último Corpus de García Lorca, vivido en Madrid, días después de su cumpleaños del 5 de junio y días antes de su muerte en Granada.

Este Federico genuflexo es el que ya había escrito «Oda al Santísimo Sacramento del altar», que celebró Unamuno.

Alfredo Amestoy, periodista.

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