El último legado de la guerra fría

El último legado de la guerra fría se ha convertido hoy en una de las principales amenazas mundiales. A finales de la década de los 50, se contraponían las asociaciones musulmanas conservadoras y piadosas como el Tabligh (Asociación para la Propagación del Islam) a los regímenes de socialismo árabe ligados a Moscú. Fundado en 1927 en la región india de Mewat por Muhamad Ilyas, el Tabligh se dirigía a una población que vivía amenazada por la hegemonía hinduista, y su objetivo era separar a los musulmanes de la barbarie (yahiliya) que rodeaba a los creyentes. La financiación saudí le permitió expandirse por otros países árabes y musulmanes (en 1972 fue legalizado en Marruecos), y el libro de Ilyas, El jardín de los creyentes piadosos, se convirtió en la referencia de la vida austera que habían de practicar los buenos musulmanes para no caer en la barbarie, especialmente si vivían en países no musulmanes. Su carácter estrictamente religioso y apolítico favoreció su expansión, y hoy es la asociación islámica internacional más importante. En Catalunya, su presencia data de inicios de los 90.

La segunda llave de bóveda del legado de la guerra fría tiene que ver con la revolución de Irán de 1979 y sobre todo con los atentados del Líbano de 1983 contra las tropas de Estados Unidos, Francia e Israel, en los que los servicios secretos occidentales vieron la larga mano de la alianza entre Damasco, un régimen de socialismo árabe formalmente laico, y Teherán, un régimen islámico chií muy crítico con la monarquía saudí que amenazaba con extender su discurso —ni capitalismo ni socialismo, islam, en palabras de Jomeini— más allá de sus fronteras. Hacía falta oponer un radicalismo suní respetuoso con los regímenes teocráticos y conservadores de la península Arábiga y, por lo tanto, aliado del bloque occidental. La guerra de Afganistán ofrecía la oportunidad de resarcirse de la humillación de Vietnam y la Administración de Ronald Reagan no dudó en apoyar una especie de internacional islamista radical en Peshawar (Pakistán) para reclutar militantes dispuestos a combatir al Ejército Rojo. Estamos a mediados de los 80 y en los orígenes de Al Qaeda.

Sin embargo, acabada la guerra fría y desaparecida la URSS, la red tejida en el entorno de este nuevo islamismo radical suní adquirió vida propia de la mano de Osama bin Laden y su discurso confesional, profundamente conservador (no en balde bebe de las fuentes del wahabismo, la versión más intransigente y reaccionaria del islam) y radicalmente antichií. Se alimentaba de conflictos en los que los musulmanes tenían un fuerte protagonismo (Chechenia, Bosnia, Cachemira, etcétera) y utilizaba la situación de Palestina para legitimar sus acciones terroristas. Al mismo tiempo, las condiciones de vida y de exclusión en las que vivían —y viven— muchos inmigrantes musulmanes en Europa facilitaba su labor de proselitismo, llevada a cabo por asociaciones, inicialmente de vocación religiosa y pietista.

Después del 11-S y de las ocupaciones de Afganistán e Irak, Al Qaeda no tuvo dificultades para captar nuevos militantes a través de las redes de las asociaciones islámicas presentes en el Magreb y entre la inmigración musulmana de los países europeos. Su discurso simbólico —cruzada contra los musulmanes, Al Andalus, indumentaria, etcétera—, difundido a través de internet, y el apoyo occidental a regímenes totalitarios hicieron el resto. Hoy, Al Qaeda es un icono que trabaja mediante franquicias, y la clave de la lucha contra este nuevo terrorismo internacional se sitúa donde nació: en las zonas tribales pastunes de la frontera entre Afganistán y Pakistán, donde reciben entrenamiento y preparación doctrinal los militantes de la yihad (en el mal uso del término) global; en la financiación de la burguesía de los bazares saudís y de otros países del Golfo, y en el apoyo occidental a regímenes que niegan las libertades y conculcan los derechos humanos.

En palabras esclarecedoras del teólogo Juan José Tamayo, todos los fundamentalismos dan respuestas simples a preguntas complejas. Al Qaeda y las asociaciones donde capta nuevos militantes, también. El reto es, por lo tanto, político e ideológico, no militar, aunque ahora ya no estamos a tiempo de sustraernos a sus efectos colaterales en forma de enfrentamiento en Irak o Pakistán —donde el asesinato de Benazir Bhutto ha proyectado nuevas sombras sobre las intenciones democratizadoras de Pervez Musharraf y ha puesto sobre la mesa el proceso de desestabilización que vive el país—, o de la proliferación de células terroristas dispuestas a socializar el terror mediante la realización de atentados de gran resonancia en los medios en países europeos y musulmanes. Es en este contexto en el que debe incluirse, si se confirman las acusaciones y no estamos ante un nuevo caso Dixan, las detenciones de hace unos días en Barcelona. En todo caso, habrá que tener cuidado en no criminalizar a la comunidad paquistaní de Catalunya, porque todos viajamos en la misma nave y Al Qaeda y sus franquicias no distinguen entre musulmanes —especialmente si son chiís— y no musulmanes: a menudo se olvida que el mayor número de víctimas de Al Qaeda se ha producido en países musulmanes.

Antoni Segura, Catedrático de Historia Contemporánea y director del Centro de Estudios Históricos Internacionales de la UB.