No creo haber escrito nunca un artículo sobre la Iglesia española. Lo he evitado siempre por varias razones. La primera y principal es que los artículos de opinión tienen una dificultad de aterrizaje; por mucho espacio que te den siempre necesitas más pista y acabas posándote bruscamente, con grave riesgo para el piloto y el aparato. La otra razón es la sensibilidad. Las religiones tienen la piel muy sensible y basta un tacto para que les parezca una agresión; ocurre con los Estados, cuanto más fuertes son, más exigencias tienen.
La Iglesia española, que fue tan fundamental para el franquismo durante los años cuarenta y cincuenta, sin dejar de serlo en la siguiente década se convirtió en un elemento capital en la erosión de esa misma dictadura. Para una institución que nunca aceptó la dialéctica, es algo encomiable y que merecería un trabajo que aún está por hacer: la Iglesia española, en el poder y en la oposición.
En España la transición de la Iglesia tiene un nombre, el cardenal Tarancón, un personaje que no sé muy bien si merecería un libro de historia o una gran novela, o las dos cosas. Posiblemente porque Enrique Vicente y Tarancón sea a la Iglesia española lo que Adolfo Suárez fue a la clase política. Cumplió un papel, hizo lo que parecía imposible y pagó por ello un precio. Se convirtió en chivo expiatorio cuando el ciclo, por decirlo de alguna manera, se cerró y llegaron nuevos tiempos para la política y para la Iglesia. Ninguno de los dos dejó memoria alguna, porque eran ágrafos, aunque es sabido que Tarancón, y probablemente Suárez, dejaron apuntes, notas, dietarios, que iluminarían un tiempo en el que todo se manejó entre muy pocas manos.
Inquietante, que quien fue mano izquierda del cardenal Tarancón, el jesuita Martín Patino, haga llamar al periodista Juan Cruz para explicarle, a estas alturas de la película, que las “memorias” de Tarancón las quemó él entre las brasas de una paella (era levantino de Burriana). Conociendo un poco a Juanito Cruz, a quien bautizó en cierta ocasión Octavio Paz, que le sufrió, como “más Cruz que Juan”, y en la experiencia que me consiente haber entrevistado largamente al padre Martín Patino, sorprende esta historia de la quema fallera de las “memorias” de Tarancón. Especialmente porque el reverendo me contó unas versiones que no tienen nada que ver con esto. Cabe pensar, tratándose de hombre tan avezado en los tratos con el poder –Martín Patino fue intermediario entre los servicios del CESID y la Iglesia, lo cuenta el coronel San Martín en sus memorias colmándole de elogios, y posteriormente Javier Solana, en ministro de Cultura, le otorgó una Fundación–, que las cosas están cambiando mucho. Vamos, que han ido cambiando tanto desde la defenestración de Tarancón que intentan borrar hasta sus huellas.
Los gobiernos de la democracia fueron muy generosos con la Iglesia. No voy ahora a entrar en ello, pero el fortalecimiento de la “enseñanza concertada” por parte del Ministerio de Educación de José María Maravall y sus planificadores (procedentes en general de la antigua Bandera Roja, organización con profundas herencias católicas), particularmente Álvaro Marchesi, responsable del deterioro de la Enseñanza Pública e inventor de la LOGSE, dejaron a la izquierda laica a los pies de los caballos, es decir, en amenaza de ruina pedagógica.
Somos un país en el que la democracia cristiana ha sido liquidada en las urnas, salvo en Catalunya, donde Unió vive un matrimonio civil, sin pasar por la vicaría, con Convergència, en la convicción de que separarse provocaría una catástrofe familiar. Pero ahora estamos ante otro asunto. El dominio de lo público. ¿Debe ser la religión una cuestión privada o exige exhibición? En España es obvio que la Iglesia ocupa un lugar preponderante, para eso no necesita legislación alguna, basta visitar ciudades y pueblos, construidos en torno a iglesias y catedrales. Pero ahora el debate ha subido de grados y ha entrado en lo privado. Un obispo, en Córdoba, clama contra la fornicación. ¡La fornicación, el fornicio! ¿De qué baúl habrán sacado a estos personajes?
Las opiniones de persona tan principal como el arzobispo de Valladolid, el de la voz inquietante, han cuestionado el derecho de una ciudadana conservadora a leer el pregón de Semana Santa al estar casada “por lo civil”. Sin entrar en el detalle de que casarse o no casarse represente condición ciudadana alguna, lo llamativo de este asunto es múltiple. Primero, si es verdad que el cándido arzobispo conversaba off the record. Ya sé que no pasa el gremio periodístico por su etapa más digna, pero ni siquiera a un arzobispo, acostumbrado a absolver, se le puede hacer algo tan zafio y chumacero. Esa carencia absoluta de principios nos acerca a la chusma tertuliana, tan libre y divertida ella. Pero luego está el derecho a expresarse. ¿Desde cuándo una persona que no se ha casado “por la Iglesia” puede ser rechazada en un acto social que, nos parezca mejor o peor, paga la ciudadanía, como es la Semana Santa?
En el siglo pasado ocurría con los cementerios. No hay ciudad ni pueblo de España que no guarde el brutal recuerdo de enfrentamientos entre la ciudadanía y la Iglesia ante la negativa a enterrar a los suicidas y a los ateos reconocidos; como si el cementerio fuera suyo, por más que se lo hubieran regalado. Los que hemos vivido la experiencia de tener que visitar los cementerios consagrados y los civiles durante los años del cólera tenemos un amplio y poco agradable anecdotario.
Debemos volver a una obviedad, o a lo que nos parecía una obviedad al comienzo de la transición. El espacio público es laico. Se puede ocupar, en ocasiones puntuales, con procesiones, manifestaciones, congresos o festividades religiosas, que por cierto imagino que deberán pagarse conforme a un canon que tendrá a su disposición el ayuntamiento. ¿O me equivoco? Los pasos de Semana Santa tradicionales, o la celebración del Año Nuevo chino, me parecen oportunidades magníficas para que cada comunidad, que paga sus impuestos, se exhiba orgullosamente. No sólo están en su derecho, sino que es socialmente recomendable.
Pero entonces entra una pregunta. ¿Deben ocuparse los ayuntamientos de que sus vecinos recen? ¿Existe un deber del orar ciudadano? Aquí es donde nos adentramos en territorio sensible, porque nadie tiene la menor duda de que eso pertenece al acerbo de cada quien, pero si ponemos el ejemplo concreto, entonces saltan las alarmas y empiezan los matices y las objeciones.
Voy a ello. En Badalona hay mil musulmanes, varones por supuesto, que se concentran todos los viernes a las dos de la tarde en un parque público. Para rezar. El rezo es algo que por más que se haga masivamente exige un recogimiento, o lo que es lo mismo, usted, que no es creyente o que es episcopaliano, ha de abstenerse de utilizar ese lugar público. A la derecha arrebatada que gobierna Badalona le parece algo inaudito. A la izquierda angélica le parece que esto es una bonita tradición, que lleva ya seis años. ¿Verdad que cuesta de entender?
Cuenta Bertrand Russell en sus memorias una de esas escenas que ilustran la singularidad del mundo religioso y la necesidad de ser muy humilde haciendo preguntas que probablemente no tengan una respuesta razonable. A Russell le detuvieron por objetor en la Primera Guerra Mundial, razón por la cual fue encarcelado. “Cuando llegué a la prisión, el guardia de la puerta me puso de excelente humor. Al tomar mis datos me preguntó cuál era mi religión, y cuando le respondí ‘agnóstico’ me pidió que le deletrease la palabra, al tiempo que comentaba con un suspiro: Bueno, hay muchas religiones, pero supongo que todas adoran al mismo Dios”.
Si el ejercicio del voto y los partidos representan cada vez menos a la democracia, si la cocina que parecía el último recurso de los perdidos se va convirtiendo en diseño de alquimistas golfos, nos quedaba como último reducto el territorio civil, laico, transversal. Está amenazado.
Por Gregorio Morán.
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¿Este señor pretende tomarnos el pelo, o es que le patinan las neuronas? ¿Cómo puede, en un artículo de opinión supuestamente serio, eludir el dato esencial? ¿No se ha enterado de que la Semana Santa es una FIESTA RELIGIOSA y que el pregón se lee en la Catedral de Valladolid. ¿Qué tendrán que ver los “territorios laicos” con un acto que se realiza en la mismísima Catedral y presidido por el Arzobispo?
Siendo un acto religioso de una festividad religiosa, la actitud del Arzobispo (hacia el que no me mueve el menor aprecio) resulta del todo coherente y de una lógica aplastante. Quien quiera ser religioso, que lo sea con todas las consecuencias. Y si no, que se deje de medias tintas y pase de religión, como hacemos la mayoría. Se trata de ocupar un papel protagónico en un acto religioso. La incoherencia no es del Arzobispo, sino de Sáenz de Santamaría.
Y sin embargo a ella ni la toca, más bien la defiende de la supuesta inquina del malvado arzobispo. ¿No tendrá algo que ver que la señora sea dirigente del PP, que Morán escriba para la Vanguardia y los actuales amores del PP con CiU?
Cada vez soporto menos a estos plumillas sabelotodo, opinadores universales, dispuestos a justificar cualquier cosa que les ordene su periódico; escribas a sueldo. Y encima se permite criticar la “carencia absoluta de principios” de los periodistas tertulianos; rivalidades de patio de vecinos, lobos de la misma camada que se disputan un pedazo de carne.