El universo y su origen

Ahora solo leemos información sobre política y Covid-19, me decía un lector agradeciéndome un artículo de astronomía en mi columna digital Crónicas del cosmos de este mismo diario. Para ser más preciso, este lector decía literalmente «solo hemos tenido basura política y Covid-19» y aquel artículo trataba del telescopio espacial Hubble. Sea como fuere, pero estimulado en parte por este comentario, hoy les propongo otro tema banal, como el de aquel artículo de astronomía, tratando de que, al menos por unos minutos, descansemos de tanto virus y de tanta política, ya sea política-basura o la más valiosa política. El tema intrascendente al que me refiero no es otro que el del origen del universo.

¿De qué manera surgió todo lo que vemos y lo que no vemos? El universo… este cosmos que se nos presenta como una portentosa colección de astros en el que estamos inmersos y que se describe fielmente con la ayuda de las leyes de la física, este mundo visible que está a su vez inmerso en un inmenso océano de materia y energía oscuras… ¿cuál fue su origen?

Todas las grandes civilizaciones (salvo quizá la china, pero de esto no puedo ocuparme aquí y ahora) han tratado de dar una respuesta a esta pregunta. En la antigua Mesopotamia se pensaba que un mar turbulento precedió a todas las cosas. De la unión de dos dioses primordiales, Apsu y Tiamat, nació Anu, dios del cielo. Y de la incestuosa unión de Anu con Tiamat, una multitud de dioses secundarios (hasta 600) que fueron dando forma a la Tierra y al universo, cada uno de los dioses ocupándose de una tarea.

También los egipcios pensaban en lo que aún no existía, Nun, como un mar primordial y turbulento, en el que no había ni vida ni muerte, ni bien ni mal. Allí vino a poner orden el dios creador Atum, dando lugar al primer amanecer sobre el mar oscuro mientras adoptaba una forma humana con el nombre de Atum-Ra y comenzaba la larga tarea de la creación. Al otro lado del Mediterráneo, Hesíodo refirió las ideas de la creación en la antigua civilización griega en su Teogonía: en un oscuro vacío, donde reina el dios Caos, repentinamente aparecen Gaia (la Tierra) y Eros. A partir de ellos, van surgiendo la luz y los días y, naturalmente, muchos más dioses.

«En el principio, Dios creó el cielo y la tierra», nos dice el Génesis en su primer versículo. A continuación, Dios ordenó que se hiciese la luz, y la separó de la oscuridad para crear los días y las noches. Y, en días sucesivos, fue creando todos los elementos del universo: el firmamento, el mar y la tierra, el sol, la luna, las estrellas y todos los seres vivientes.

Como vemos, las diferentes civilizaciones relatan el origen del universo refiriéndose a unos instantes iniciales en los que ya existía algo: ya fuese Dios, un océano primordial o las fuerzas del caos. Todas se restringen a describir aquellos remotísimos episodios, pero evitando preguntarse sobre un posible paso de la nada, y aquí quiero decir la nada absoluta –sin dioses, ni vacíos, que a la postre resulten contener algo, sin ni siquiera leyes– a este algo que es el universo actual.

Como alternativa a esos mitos, la cosmología actual ha conseguido hoy construir un relato muy racional del devenir del universo remontándose también a los primeros instantes de la evolución. A mi manera de ver, esta cosmología científica es uno de los mayores logros de nuestra civilización y, en términos generales, de la mente humana. El relato de la historia del universo ha podido construirse gracias a los logros de la física microscópica (el estudio de las partículas elementales) junto con los de la física más macroscópica (la astrofísica).

Según este relato cosmológico, en un principio el universo no era más que un plasma de quarks y electrones, con una densidad inconcebible, que se infló desmesuradamente para comenzar una expansión sin término previsible. Al cabo de tan sólo un milisegundo, los quarks ya se habían agrupado para formar protones y neutrones. A medida que el universo fue expandiéndose también se enfriaba, y otras partículas más complejas pudieron formarse de manera estable. Los protones y los neutrones se combinaron para formar los primeros núcleos atómicos: deuterio, helio y, en menor abundancia, berilio y litio. Por eso los tres primeros minutos del universo fueron extremadamente importantes.

Otro acontecimiento de gran trascendencia sucedió al cabo de 300.000 años, cuando la temperatura del universo había descendido a unos 3.000 grados. En ese momento, los electrones que habían permanecido libres quedaron atrapados por los núcleos atómicos constituyendo así los primeros átomos. En este proceso de combinación (denominado por los astrónomos «recombinación» de manera impropia) se liberó un gran destello de radiación creando una especie de eco que hoy observamos, como una radiación de fondo, en toda la bóveda celeste.

El universo estaba entonces constituido principalmente por átomos de hidrógeno que formaban grandes nubes, y al cabo de 700.000 años la densidad en algunas zonas de estas nubes fue suficientemente alta para que se formasen moléculas de hidrógeno. Fueron estas nubes las que dieron lugar a las galaxias y, en las regiones más densas de éstas, a la primera generación de estrellas. La máxima producción de estrellas tuvo lugar al cabo de unos 3.000 millones de años. Desde entonces, los núcleos estelares actúan como gigantescos reactores nucleares que van formando elementos químicos progresivamente más pesados, entre ellos el carbono, que fue indispensable para la emergencia ulterior de la vida.

Con estas primeras estrellas también se inicia un prodigioso ciclo cósmico. Tras vivir su vida transformando el hidrógeno en su interior, una vez que acaban su energía nuclear, las estrellas mueren espectacularmente, entre grandes explosiones y eyecciones que parecen fuegos cósmicos de artificio. En esos procesos, devuelven parte de su materia al espacio interestelar y en las nubes de ese espacio pueden formarse nuevas generaciones de estrellas. Las estrellas van así naciendo, viviendo, muriendo y volviendo a nacer. En el proceso se forman muchos astros portentosos: planetas, cometas, nebulosas planetarias, supernovas, estrellas de neutrones, agujeros negros, y un largo etcétera. Es un ciclo que nos deja absolutamente perplejos cuando consideramos la sabiduría que la naturaleza demuestra también en estas escalas colosales.

Hablamos del big bang para referirnos a ese momento crucial que marca la frontera entre la no-existencia y la aparición del espacio y del tiempo. Sin embargo, recordemos que nuestra cosmología ha acuñado el término barrera de Planck para referirse a un límite que la física no puede traspasar, en los primerísimos instantes de evolución del universo. Debido a la naturaleza de la materia descrita por la mecánica cuántica, no resulta posible acercarse infinitamente cerca del big bang. La física considera al big bang una singularidad, un estado peculiarísimo en el que las leyes de la física dejan de funcionar. Por tanto, el ejercicio de remontarse a una nada potencial para estudiar los mecanismos de formación del vacío, del espacio y del tiempo, quedan por ahora completamente fuera del alcance de la ciencia. Para pensar en esa nada absoluta a la que me refiero, es preciso pensar en la abolición de todas las cosas conocidas y de absolutamente todo, incluso las leyes de la naturaleza. Si esa nada tuviese el potencial de dar lugar a un universo, ya tendría algo, y no sería quizás la nada en el sentido estricto. Ese concepto de nada y, sobre todo, su capacidad para transformarse en algo, es muy difícil de abordar en la ciencia ortodoxa.

Contaba Stephen Hawking que, en un congreso sobre cosmología, celebrado en el Vaticano hacia 1981, el papa Juan Pablo II le espetó que los científicos no deberían estudiar el origen del universo, porque esto fue un trabajo de Dios. Yo personalmente dudo mucho de la literal veracidad de esta anécdota, pero, en todo caso, no creo que nadie deba poner límites al discurrir del intelecto humano. La cosmología actual es una ciencia precisa que nos describe de manera racional unos detalles maravillosos de la historia del universo. Sin embargo, los científicos hemos de reconocer humildemente que en lo que se refiere a los orígenes, a los orígenes últimos, a la supuesta conversión de la nada en algo, nuestra ciencia, hoy por hoy, no ha podido ir mucho más allá que los mitos de la antigüedad.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y autor de El universo improbable.

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