El urbanismo, un parámetro político

Hace ya tiempo que se comprobaron las deficiencias de la planificación urbana tal y como se produce en este país, siguiendo el método obsoleto de los planes generales. Esos planes no han alcanzado los propósitos que parecían más necesarios: la adecuada coherencia formal y funcional de los nuevos barrios y el control de las expansiones que anulan la concreción urbana, deterioran el paisaje y, además, echan a perder la economía. Cuantos más planes se aprueban, más desbarajuste suburbial existe, más costas estrujadas por las urbanizaciones y más paisajes malogrados por la especulación. Lo único que han logrado es clasificar las funciones según el viejo método del zooning, establecer unas normas abstractas que determinan formas inadecuadas a cada problema concreto e imponer redes circulatorias sobre las existentes, tres consecuencias que no ayudan a configurar urbanidad, la estropean.

Quizá es una casualidad, pero, sea cómo sea, la coincidencia entre planificación-desbarajuste formal-especulación es la demostración de que el control urbano, su equilibrio funcional y su coherencia formal --indispensables para los propósitos del bienestar social-- deben generarse con otras herramientas que comporten operaciones proyectuales concretas y suficientemente coherentes para abarcar la totalidad de la ciudad. Deben generarse con proyectos urbanos puntuales y realizables, un método que Barcelona inició ya en los años 80 y del que, hasta la fecha, ha obtenido interesantes rendimientos, con unos gobiernos que han sabido resistir la tentación de hacer un nuevo plan general --revolucionario o más conformista aun--, una operación que seguramente habría disfrazado por un tiempo los auténticos problemas políticos.

No obstante, no creer en el actual sistema de planificación no significa que no haga falta la afirmación previa de una idea global de la ciudad e incluso de la comarca o de la región a la que pertenece. Y esta idea debe ser lo suficientemente explícita para que promueva y justifique la sucesión de proyectos urbanos y los métodos de control directo. Para serlo, es necesario que se afiance en una propuesta política de la ciudad. Es decir, en lugar de un Plan General debemos reclamar un Plan Político Urbano que, lógicamente, debe corresponder a las diferentes ideas y presupuestos de gobierno de cada partido. Si, ingenuamente, se solía reclamar la apoliticidad de los Planes Generales, relegándolos a simples consideraciones técnicas que pretendían ser evidentes, ahora hay que subrayar su politicidad fundamental y su dependencia directa de la ideología de los partidos que regentan la ciudad.

Por ejemplo, en Barcelona, los planes que pueden sustentar PSC, CiU y PP deben ser substancialmente distintos. Puede que haya coincidencias muy generales y a menudo inconcretas, pero si al hablar del AVE, del aeropuerto, del Área Metropolitana, de la expansión suburbial, de la red de transporte público, de la conservación de monumentos, defienden posiciones distintas, no se trata de una anécdota de detalle, un simple criterio tecnológico, sino la consecuencia trascendental de diferentes ideas políticas. La discusión sobre el futuro paso del AVE y su relación con el aeropuerto no es un tema técnico, económico, funcional: es consecuencia de las diferentes maneras de entender el contenido social y la marcha política del área central de Barcelona. Por lo tanto, el Plan Político no puede ser sólo una suma de propuestas puntuales, un resumen oportunista de términos dispersos, sino su justificación referida a la teoría política de cada partido y de cada candidato.

Así, pues, sería muy eficaz que en unas elecciones municipales cada grupo presentara el esquema de su Plan Político Urbano que después --una vez resuelta la elección y formado el gobierno-- sería necesario convertir en el documento marco para todas las realizaciones urbanísticas, un documento más flexible en el detalle que un plan general, aunque, en realidad, más inflexible en las concepciones básicas. Y más realista. Porque no hay que olvidar que las ciudades no las hacen ni los urbanistas, ni los arquitectos, ni los ingenieros, ni los economistas, ni los sociólogos: las hacen los políticos que mandan en virtud de unos sufragios populares. Es decir, los ciudadanos. Aunque haya gente dificultada de representación, intromisiones de poder y errores de mando, es el método más próximo a la democracia.

Pero, como los programas electorales se han convertido en un batiburrillo de contradicciones para conquistar votos de centro, es decir, votos sin ideología, son muy pocos los que se atreven a declarar los principios políticos que deberían motivarlos y se dedican, sin embargo, a hacer listas de temas puntuales. Está muy bien concretar actuaciones para asegurar un mínimo de solvencia y compromiso, pero si estas no se subrayan con la intención política que los ha generado, no podrán llegar a convencer a la ciudadanía, más dispuesta a moverse conscientemente por las ideas generales que permiten la situación y las consecuencias, que a discutir los detalles técnicos de cada una, su oportunidad y su jerarquía. Ya se entiende que, a la vista de estos programas asépticos y aideológicos, los ciudadanos caigan en el desencanto político y, así pues, en la abstención. Sólo hay un remedio: hacer de cada propuesta un acto de afirmación política, tan radical como haga falta.

Oriol Bohigas, arquitecto.