El vaciado autonomista del Estado y la estrategia defensiva del separatismo

Con la falsa excusa de que España, por su despotismo secular, les debe algo a “los pueblos” que la componen, se ha creado el Estado Autonómico (Título VIII de la Constitución), para, digamos, damnificar a esos “pueblos oprimidos” y restaurar en ellos, al parecer, su verdadera identidad (malversada por una suerte de España tiránica, la retratada por la leyenda negra, a la que siempre se recurre para tratar de colar la idea de la necesidad del autonomismo, cuando no, directamente, de la separación).

“Las autonomías son algo así como el sistema que nos permite recuperar aquello que nos han quitado”, dice muy bien Roca Barea en el prólogo al libro 1492, España contra sus fantasmas (editorial Ariel), retratando crítica y perfectamente el sentido ideológico de lo que ello significa. Y es que de esto se trata. Se quiso hacer de la noción de “autonomía” una entidad meramente administrativa, con pretensiones de neutralidad, cuando no lo es en absoluto (ni puede serlo). Es una noción ideológica, disolvente, metida en el seno de la Administración del Estado y que se introdujo para, se supone, tratar de devolver a las regiones una “dignidad” nacional que, sin embargo, nunca han tenido.

El autonomismo constitucional quiso ser, seguramente, una vacuna, un remedio para neutralizar “esta sarna de resentimientos lugareños que nos corroe”, por decirlo con Unamuno, pero, lejos de ello, lo que hizo fue, más bien, precipitar la enfermedad. Porque el caso es que no es posible componer el Estado con la sedición, que sería algo así como hacerse trampas al solitario. Y esta es la virguería (imposible) de la Transición, tratar de incorporar ese resentimiento en el cuerpo político español como si nada.

De hecho, la infiltración, por este sumidero autonómico, de las facciones nacional-separatistas en las instituciones españolas -que yo he comparado muchas veces con la infiltración del parásito neumónido en su víctima- ha permitido, les ha permitido a los representantes de dichas facciones, establecer una suerte de entramado institucional, cuasi-nacional, con sus magistraturas y cargos, con sus presupuestos y hacienda, con sus satélites y dependencias, cuya actividad durante los últimos años se ha desarrollado con un claro objetivo: la fragmentación de España.

Por su parte, las distintas autonomías que no han sido administradas directamente por miembros de dichas facciones han desarrollado igualmente, por mímesis (y quizás con la buena intención de neutralizar sus efectos), un entramado parecido (es el famoso “café para todos” que quería evitar Pujol) que, lejos de solventar el problema, lo que ha hecho es profundizar aún más en él. “De la misma manera que ser demócrata es un requisito básico para actuar en democracia, ser galleguista será un atributo elemental para actuar en la democracia gallega” (decía Alberto Núñez Feijóo allá por el año 2012).

De este modo, y sea como fuera, el aura “nacional” que tienen las instituciones autonómicas en España, emanada de este entramado (con sus parlamentos, gobiernos, consejeros, policías, oficinas en el extranjero... su lengua y emblemática diferenciales), genera una impresión -para muchos una realidad-, por la que pareciera como si dichas comunidades autónomas fueran ya de hecho una suerte de “todos nacionales aparte”, y no “partes regionales de un todo” nacional (por utilizar la fórmula orteguiana).

“Naciones” estas que se terminan “solidarizando” entre sí, pero por razones coyunturales, de conveniencia más o menos circunstancial (Europa, la democracia, el Estado de bienestar, etc), pudiendo, si los aires de la conveniencia soplasen en otro sentido, y así pluguiera a los pueblos (Völker) correspondientes, eclosionar en forma de naciones independientes asistidas por su “derecho de autodeterminación” (y esto es, claro, lo que han terminado declarando en el Parlamento de Cataluña, en el año 2017, espoleados en este caso por el “España ens roba”). Un derecho de autodeterminación, recordemos, que es el primer punto (no el segundo, ni el cuarto), de los 25 del programa del Partido Nazi en su momento (y que le valió como justificación de la expansión alemana por Europa central).

Digamos que ha sido el propio Estado autonómico el que ha abonado la idea de la autosuficiencia dirigida a cada parte regional (ya el propio nombre “autonomía” lo sugiere), invitando, a través del desarrollo de dicho entramado institucional autonómico, a la posibilidad de que, en cualquier momento, pueda producirse el fíat de la “desconexión” (y es que la noción de soberanía no es otra cosa que la versión moderna -Bodino, Hobbes- de la autosuficiencia de la polis antigua -Aristóteles-).

Cuando el Estado quiere reaccionar, y, a través de la Constitución, busca parar este “proceso” (procés), por ejemplo, con el art. 155, se encuentra ya con una masa institucional espesísima, y no solo autonómica, sino también local, cuya fuerza inercial es favorable al propio proceso de fragmentación secesionista (además de contar este también, por supuesto, con las fuerzas vectoriales –los partidos separatistas- que lo impulsan).

Particularmente a escala municipal el escándalo es mayúsculo. En muchos -por no decir la práctica totalidad- de los pueblos y ciudades de la región vasca, gallega, catalana, etc., los ciudadanos españoles viven allí envueltos por toda una liturgia y simbología diferencial (toponimia, escudos, banderas, cartelería, incluso la tipografía de la letra de dicha cartelería, folklore), de tal modo que, cualquiera que se acerque desde cualquier otra parte de España, tiene la impresión, en efecto, de que entra en un país extranjero.

La emblemática asociada a España, sin embargo, ha sido exterminada (sacada fuera de los términos regionales) y sustituida, no por la regional, sino por la regionalista, produciéndose así una auténtica depuración nacionalfragmentaria de todo “lo español” (o más bien de lo que se tiene por tal, porque la sardana, por poner un ejemplo “litúrgico”, es tan española como la jota, aunque desde la propaganda autonomista no se tenga por tal).

En el caso del País Vasco y Andalucía, por ejemplo, se han llegado a adoptar -y ahí siguen en la actualidad- como emblemas señeros regionales sendas banderas, la ikurriña y la verdiblanca (con los colores omeyas), inventadas respectivamente por los fundadores de los partidos nacionalistas correspondientes a dichas regiones: Sabino Arana y Blas Infante. Banderas que representan proyectos completamente incompatibles con España como nación.

En el caso de Galicia, por poner otro caso, se ha adoptado como himno un texto de Eduardo Pondal -uno de los más enloquecidos próceres del galleguismo- en el que, directamente, se insulta (como “imbéciles y oscuros”) a aquellos que no comprenden el carácter nacional de Galicia (hay que recordar que Pondal declaró que aquellos que en Galicia se sintieran españoles antes que gallegos, tendrían que ser segados de la tierra gallega -es literal- como a la “mala hierba”).

De este modo, cuando en el seno de cada comunidad autónoma se ha vaciado al Estado de contenidos nacionales, convirtiéndolo en un “Estado sin atributos” (sin significado nacional), y son sustituidos por contenidos antinacionales (haciendo odioso todo lo que proceda de España), entonces a cualquier gobierno le resultará muy complicado reaccionar ante el desafío separatista. Si el Estado alberga en su seno a los sediciosos, sentándolos en parlamentos y plenos municipales, y les permite actuar (en el sistema educativo, medios de comunicación), después es muy difícil de justificar una acción en contra, que resista la acción sediciosa (a duras penas se les puede sentar en el banquillo de los acusados).

Y es que pareciera, tal es la impresión (pero una impresión, insistimos, amparada institucionalmente por el blindaje estatutario y competencial autonómico), que el Gobierno central se está inmiscuyendo en asuntos que no le corresponden por ser internos a cada autonomía (“quite sus sucias manos de Cataluña”, le dijo en sede parlamentaria cierto diputado erostatrista al, en ese momento, presidente Mariano Rajoy cuando éste, ya de un modo perentorio, quiso poner freno al golpismo secesionista en Cataluña). El Estado reaparece de este modo en el interior de cada autonomía, después de haber sido previamente expulsado, en sus formas más antipáticas, proyectando fácilmente sobre él la impresión de un monstruoso y despótico leviatán, que solo sabe recurrir a la “violencia” para solventar los problemas políticos.

Y en esto se basa la burda estrategia defensiva de los que hoy se sientan en el banquillo como responsables de sacar adelante -o de intentarlo- su proyecto de ruptura y separación de España (y al que se le llama “procés”, sin más, de nuevo tratando de enmascarar eufemísticamente su verdadera naturaleza separatista). Una burda estrategia demagógica (“la porra estatal frente a la urna catalanista”), pero que viene amparada por todo ese entramado autonómico (con sus grupos de interés asociados) que es capaz, en Cataluña, de movilizar a una masa de población nada despreciable. Porque a pesar de tener a Junqueras sentado en un banquillo (existiendo, por cierto, la posibilidad -terrible- de que quede libre), está Torra ocupando el asiento en la sede de la Generalidad para, enseguida, “condenar” al tribunal, si la sentencia les fuera desfavorable y sacar a esa gente a la calle para respaldar su “condena”.

La espada de Damocles separatista, en fin, sigue levantada sobre España.

Pedro Insua es profesor de Filosofía y autor de los libros ‘Hermes Católico’ y ‘Guerra y Paz en el Quijote’ y de '1492, España contra sus fantasmas' (Ariel, 2018).

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