El vacío progresista ante la crisis

Cuando la crisis económica estalló descarnadamente con la quiebra de Lehman Brothers el 15 de septiembre del 2008 y se transmitió como un reguero de pólvora por el sistema financiero internacional, John Maynard Keynes se removió de su tumba y todas las economías occidentales, además de salir en socorro de sus instituciones bancarias para evitar el hundimiento del sistema, se aprestaron a aplicar políticas expansivas que detuvieran la caída de la actividad y frenaran la deriva hacia el abismo.

Aquella conmoción y la súbita interrupción del crédito provocaron el estallido de la burbuja inmobiliaria en diversos países occidentales y, en los casos más dramáticos como el español, la recesión provocó una elevación súbita y brutal del desempleo. Los estímulos fiscales permitieron en la mayoría de los casos contener relativamente la hemorragia a medida que se acudía en auxilio del sistema financiero, pero, como es natural, el salvamento provocó abultados déficits que incrementaron la deuda de los países. En España, el déficit público del 2009 alcanzó, como es conocido, el 11,2% del PIB (3,82% en el 2008).

Una vez tocado fondo, las economías afectadas por la crisis, y también la nuestra que ha salido de la recesión en el primer trimestre, han tenido que modular su política económica para embridar sus déficits sin comprometer el crecimiento. Tarea nada fácil porque la operación encierra una evidente contradicción: las medidas de austeridad son incompatibles con los estímulos fiscales necesarios no solo para relanzar la actividad sino también, en nuestro caso, para cambiar el patrón de crecimiento, impulsando actividades de mayor valor añadido y emprendiendo una tenaz conquista de más productividad.

Pues bien: cuando todos los países de la UE —salvo Grecia, muy deteriorada, que requirió un salvamento singular— habían trazado una hoja de ruta para conducir sus déficits públicos al 3% en el 2013, el directorio europeo —en realidad, el últimamente mal avenido eje franco-alemán, manifiestamente conservador— ha impuesto condiciones más rígidas y una convergencia más urgente. Y ello ha obligado a nuevos y más duros ajustes en todos los países que han comenzado a erosionar algunos de los flancos más sensibles de los estados del bienestar.

España, por su parte, se ha visto forzada a un nuevo ajuste de 15.500 millones para que el déficit del 2011 sea de solo el 6% en vez del 7,5% previsto. Por añadidura, Alemania, con una economía fuerte, ha decidido también proceder a un ajuste de 80.000 millones en cuatro años que atenazará la demanda y el crecimiento alemán y comprometerá el despegue de Europa. Y Francia, reacia en principio, hará su propio plan de 45.000 millones para no verse perturbada por las restricciones alemanas.

El pretexto argüido por este núcleo duro conservador que traza las nuevas reglas de la UE —la gobernanza europea de última hora— para esta precipitación ha sido abstracto: así lo exigen los mercados, que dudan de la solvencia de los países que no se apresuren a restablecer sus equilibrios. Unos mercados que han sido los grandes causantes del desastre y que nadie se atreve al parecer a embridar, pese a las proclamas.

La economía marca, en fin, una vez más la pauta a la política. El silencio socialdemócrata es casi absoluto en medio del aquelarre ultraliberal. La única voz potente es norteamericana, del nobel de Economía Paul Krugman, quien, en un memorable artículo, ha contradicho ese irracional e irrazonado pensamiento único que nos invade. Se refiere a EEUU pero es aplicable a Europa: «Tanto la economía teórica como la experiencia nos dicen que reducir drásticamente el gasto cuando todavía estamos padeciendo un paro elevado es muy mala idea: no solo agrava la recesión, sino que sirve de poco para mejorar las perspectivas presupuestarias, porque gran parte de lo que el Gobierno ahorra al reducir el gasto lo pierde, ya que la recaudación fiscal disminuye en una economía más débil».

Es dramático constatar que, pese a la claridad y contundencia de esta objeción, no se haya producido prácticamente debate alguno sobre la grave cuestión del ritmo del ajuste, del que depende el precio social que ha de pagarse por él.

Es evidente que un retorno más pausado al equilibrio en España, por ejemplo, hubiera permitido no congelar pensiones. Y nada asegura ¿más bien al contrario¿ que el desempleo se mitigará más rápidamente si nos precipitamos a respetar el pacto de estabilidad.

Se echa en falta, en fin, en Europa un debate ideológico más intenso y documentado que examine al menos críticamente desde posiciones progresistas los axiomas del conservadurismo económico que nos embarga y que parece proceder de un voluntario sometimiento a las reglas de la pura especulación financiera. Y hará falta un rearme en valores y principios para que no decaiga al menos el objetivo de que la política sirva realmente para conquistar libertades y participar en la definición de nuestro futuro.

Antonio Papell, periodista.