La idea de que existe algún estigma o incapacidad congénita de los españoles para la ciencia ha sido desacreditada hace ya mucho tiempo. Bastó un impulso en financiación, organización y agilidad en la gestión de la investigación en los años ochenta y noventa, y durante los primeros años del gobierno de Zapatero, para que la ciencia en España progresara de forma decidida y se colocara entre las primeras del mundo en producción científica de calidad. También se vieron desarrollos tecnológicos que nos pusieron en una posición de liderazgo por primera vez en nuestra historia, en particular en energías renovables, que conozco por experiencia directa, entre otros muchos campos.
Por otra parte, la idea de que la investigación científica es una actividad esencial en un país moderno, imprescindible para lograr el tránsito hacia una economía basada en el conocimiento, no se ha instalado en buena parte de nuestras élites, tanto del sector público como del privado, con muy señaladas e importantes excepciones, que la perciben como algo que da “prestigio” pero sin incidencia real y, por tanto, prescindible en momentos de dificultades. Por supuesto, todos dirán lo mucho que les importa la actividad científica, hoy nadie podría decir lo contrario, pero se trata de una mera apariencia sin influencia en la toma de decisiones.
Así, en épocas de crisis como la que hemos vivido desde 2008, se recortaron presupuestos (a pesar de su relativo escaso montante), se redujo personal sin asegurar su recambio, y se impusieron todo tipo de limitaciones, obstáculos, fiscalizaciones y la intervención de múltiples dependencias administrativas en la gestión de los escasos recursos disponibles. El resultado es que ni siquiera esos recursos escasos pueden utilizarse de forma óptima, dejando a nuestros investigadores y centros de investigación en una clara situación de inferioridad respecto de sus colaboradores/competidores de otros países. Hoy la ciencia no puede ser más que internacional y sólo cuenta quien primero publica un resultado o registra una patente. Así, los responsables de los centros o grupos de investigación, o la propia secretaria de Estado del ramo, deben afrontar, ante la sociedad española y las instancias internacionales, la responsabilidad por el funcionamiento del sistema aun cuando este dependa de decisiones tomadas por otros que nunca aparecen. Una clara disociación entre poder de decisión y responsabilidad por las consecuencias de las decisiones tomadas.
Como consecuencia de todo ello, hemos perdido competitividad con relación al resto de la comunidad científica internacional. Porque, en contra de lo sucedido en nuestro país, la mayoría de los países avanzados, que han comprendido la necesidad de preservar el sistema de ciencia/tecnología para hacer menos severos los daños de la crisis, han aumentado el esfuerzo en investigación en este periodo, a pesar de sufrirla igualmente. Lo que demuestra de forma fehaciente la falta de convicciones profundas sobre este tema de muchos de nuestros dirigentes.
Los datos de producción científica siguen siendo buenos, y no ha disminuido el excelente nivel de muchos de nuestros científicos y centros de investigación. Todavía. Pero las plantillas han envejecido, muchos de quienes estaban en su mejor momento de productividad científica se han ido o han reducido su actividad de formar jóvenes investigadores, dada la imposibilidad de que estos tengan oportunidades de continuar en la actividad de investigación. El trabajo científico es una cadena en la que los más experimentados forman a los más jóvenes que, a su vez, pronto superan a sus mentores. Y no es posible ninguna discontinuidad. Algo que quizá se ha producido ya en la generación que debía empezar ahora a rendir sus mejores resultados. Y, a menos que la situación mejore rápidamente (en recursos y, sobre todo, en flexibilidad para utilizarlos) pueden empeorar los buenos resultados actuales.
La ciencia ocupa un lugar central en la modernización de un país y en la transición a una economía basada en el conocimiento. A veces de forma inmediata y otras después de periodos de tiempo prolongados, o, indirectamente, a través de la formación de científicos y tecnólogos que permean el sistema productivo. Pero tiene también un valor más general para el conjunto de la población. La ciencia es una manifestación extrema del pensamiento crítico y racional, que busca relaciones causa-efecto y proporciona instrumentos de análisis para resistir falsas verdades. Contribuye a crear sociedades más inteligentes y mejor informadas. Por eso no debe ser minusvalorada en los hechos, más allá de correctas manifestaciones verbales.
Cayetano López es catedrático de Física.