El valor de la filosofía

La pregunta puede parecer mal formulada si pensamos que el valor de la actividad intelectual (sobre todo en su faceta más abstracta) no se subordina a su utilidad práctica, sino a la dignidad y belleza que dimanan del propio ejercicio de nuestras capacidades cognitivas. Comparto esta opinión, y siempre defenderé vigorosamente la grandeza del pensamiento y del saber como fines en sí mismos. Sin embargo, creo también que las actividades intelectuales más profundas y elevadas son al mismo tiempo las más aptas para iluminarnos sobre los grandes desafíos del presente y del futuro próximo.

Nuestro mundo rebosa de conocimiento científico y de avances técnicos. Cómo usarlos, cómo articular medios y fines y, más aún, qué concepto del ser humano emerge de todas estas posibilidades deparadas por la ciencia se alzan como preguntas abiertas e inaplazables. Precisamente la filosofía puede ayudarnos a abrir la mente, a desterrar prejuicios, a superar dogmas religiosos e ideológicos, a cuestionar lo que parece evidente. De hecho, la crítica audaz de unos principios aparentemente incontestables suele constituir la antesala de las grandes revoluciones en el pensamiento.

Además, estoy convencido de que la filosofía posee una vocación eminentemente integradora, sintetizadora; más que contenidos propios, inasequibles a otra disciplina, su cometido estribaría entonces en reflexionar sobre los fundamentos del conocimiento y los vínculos entre las parcelas del saber, buscando también aplicaciones para construir un mundo mejor. A día de hoy, la ciencia no necesita de la filosofía para progresar, pero la filosofía puede contribuir a plantear preguntas más sistemáticas para articular una «lógica de la ciencia» y, más aún, desarrollar una «integración del conocimiento». Puede ayudar, en efecto, a identificar el alfabeto básico de categorías y presupuestos que vertebran las grandes ramas del saber humano, la vasta trama racional que, desde unas premisas y unas reglas de inferencia, construye un sistema formal en el que es posible introducir la mayor cantidad de información sobre el universo.

Junto a esta dimensión de la filosofía, más cercana a las ciencias naturales y sociales, existe otra que, a mi juicio, goza de una importancia incluso mayor: no tanto la reflexión sobre los contenidos de la ciencia como la interpretación creativa de la realidad, de la actividad humana a lo largo de la historia. En este ámbito, es ingente el número de interrogantes que hoy no puede eludir la filosofía. Uno de los más acuciantes viene dado por la posibilidad de construir una conciencia artificial, que nos conminaría a replantearnos el sentido de la especie humana en la Tierra. Sin temor a exagerar, creo que este desafío representa una nueva y apasionante aventura para el pensamiento humano, a la que la filosofía no puede y no debe ser ajena, pues nos obligará a relativizar muchos de nuestros conceptos tradicionales sobre la mente, la inteligencia y la evolución.

El valor de la filosofíaEn esta época, repleta de posibilidades pero también de peligros, es esencial que todos reflexionemos sobre cómo educar la mente humana, sobre cómo educarla para el futuro. No me refiero únicamente al porvenir de nuestros sistemas educativos, sino a la necesidad de plantearnos qué tipo de mentes necesitamos para abordar los inmensos y apremiantes desafíos suscitados por el progreso tecnológico. Por fortuna, hoy gozamos de más recursos cognitivos que nunca. Podemos propiciar un auténtico renacimiento del pensamiento humano, de la racionalidad crítica, de la imaginación volcada al futuro: una fusión de las ciencias, las artes y las humanidades para ayudarnos a responder creativamente a estos retos. La filosofía está llamada a desempeñar un papel privilegiado en semejante proyecto, porque las grandes tradiciones culturales y filosóficas de la humanidad pueden contribuir a este debate con categorías y formas de pensamiento inspiradoras.

Nos aguarda, por tanto, un horizonte fascinante, una piedra de toque para la responsabilidad humana y para la capacidad de nuestra especie de superar, como tantas otras veces en su breve pero densa andadura histórica, los mayores desafíos.

Es inútil buscar una respuesta definitiva a los interrogantes más ambiciosos que alimentan la labor filosófica y que también hoy nos inquietan. Vivir es preguntar. Es sondear nuevas posibilidades. Siempre podríamos cuestionar cualquier respuesta, pues siempre podríamos buscar un fundamento aún más profundo e inusitado. Nunca agotaríamos todas las respuestas porque nunca podríamos agotar todas las preguntas. Es preciso cuestionarlo todo, incluso el cuestionarse mismo, porque todo abre horizontes. Todo nos renueva e invita a buscar incesantemente. Preguntar, de hecho, es tanto o más necesario que responder. No habría respuestas si nadie se hubiera cuestionado nada. Sólo quien se despoja de todo temor a preguntar, a desafiar incluso lo evidente, las categorías asumidas de manera tácita y dotadas de aparente robustez, aquéllas que se nos antojan inquebrantables, puede experimentar el don único de la búsqueda. Lo importante es entonces abrirse al espíritu de la duda, de la pregunta, pero también esforzarse en conocer y en conquistar respuestas que, pese a su parcialidad, poseen un valor innegable para verter luz sobre ciertos misterios del mundo y de la vida. Y lo más gozoso se da en el proceso de búsqueda, porque nos ayuda a descubrirnos, a explorar nuestras capacidades, a adquirir confianza en nosotros mismos. Es el mejor antídoto contra el miedo. Esta hilera infinita de preguntas y respuestas potenciales es signo de libertad, de creatividad; es oportunidad para que las generaciones venideras participen también en la gran empresa del conocimiento. Es la belleza de la apertura, de la indefinición intrínseca. No me cabe duda de que la filosofía posee, aún hoy, la fuerza necesaria para plantear preguntas profundas y universales que nos ayuden a explorar las posibilidades de la mente humana a la hora de adquirir conocimiento y mejorar el mundo. La filosofía, en resumen, nos inspira universalidad, visión amplia y profunda, cuestionamiento de los principios y convergencia de los conocimientos. Reivindica al unísono el poder de la razón y de la imaginación como facultades no opuestas, sino complementarias. En este proceso puede también ayudarnos a fomentar un espíritu de tolerancia que nos rescate del horizonte tan sumamente angosto en el que con frecuencia navegamos. Y, sobre todo, nos permite expandir el radio de nuestra reflexión, al concebir preguntas nuevas y posibilidades inéditas.

Por todo ello, no es utópico creer que la filosofía puede arrojar grandes luces a esta empresa irrenunciable de abrir la mente y desarrollar una tensión creadora entre la certeza y la duda.

Carlos Blanco Pérez es profesor de la Universidad Pontificia Comillas y miembro de la Academia eruopea de las ciencias y las artes.

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