El valor de la incomodidad

Término municipal de Rozas de Puerto Real, en Madrid.EFE / Rodrigo Jimenez / EFE
Término municipal de Rozas de Puerto Real, en Madrid.EFE / Rodrigo Jimenez / EFE

Desde el inicio de la pandemia, muchos de nosotros, por necesidad o conveniencia, nos hemos trasladado al campo. ¿Cómo cambia el concepto de habitar cuando los servicios básicos que en la ciudad dábamos por hecho no están asegurados? ¿Qué se aprende al asumir las incomodidades cotidianas en las que se asienta nuestro confort?

“Nadie que posea su propia casa y parcela puede ser comunista. Tiene demasiado que hacer”. Esto fue lo que le dijo William Levitt al presidente Truman para que le permitiera edificar miles de suburbios alrededor de las ciudades de Estados Unidos. Los Levitt fueron constructores que trasladaron el modo de producción de línea de montaje a la fabricación de viviendas unifamiliares tras la Segunda Guerra Mundial. Las ciudades dormitorio simbolizaron, durante décadas, el triunfo del sueño americano. No son pocos los problemas que trajo consigo la extensión de la vida suburbana, que era, además, profundamente excluyente. Sin embargo, no carece de interés dedicar unas líneas a la idea de que una casa y una parcela suponen tener demasiado que hacer. Se trata de algo incómodo que requiere de atención, tiempo y compromiso; especialmente si tenemos en cuenta que, en general, las casas fuera de núcleos urbanos accesibles en nuestro país poco se parecen a las viviendas semiprefabricadas de Levitt.

¿Qué significa vivir en una casa independiente que no posea las comodidades y seguridades inmediatas que caracterizan o caracterizaban a la ciudad? El incremento de población que abandona el núcleo urbano coincide con una tendencia de crítica, más o menos certera, a los neorrurales, como yo y mi familia. Hace unos meses dejamos la ciudad. Ahora vivimos en un pueblo de la sierra Norte en donde, desde hacía tiempo, fantaseábamos con establecernos. Quizá este sea el motivo que me lleva a partir una lanza a favor de quienes abrazan la misma opción. Tener una opción es siempre un privilegio, aunque, como sucede en nuestro caso, se trate de una opción envenenada por la pandemia.

¿Qué pasa cuando te encuentras con una casa y una pequeña parcela? ¿Cómo se habita este territorio? La esencia fundamental del habitar, decía Heidegger en 1951, es velar por, custodiar, cuidar, “abrigar las cosas que crecen y erigir propiamente las cosas que no crecen”.

Dedicar tiempo a cuidar una casa y un terreno, por pequeño que sea, supone relacionarse de otra manera con el entorno. Ser responsable de un terreno te obliga a la acción y al cuidado. En una casa alejada del núcleo urbano, especialmente si no pertenece a ninguna urbanización, no se puede dar por hecho ni el agua corriente, ni la electricidad, ni la calefacción. Cuando se es responsable de la casa, ni siquiera el dinero (cuando lo hay) sustituye la dedicación que requieren las constantes emergencias. Por eso, tener (o alquilar de forma permanente) una casa conlleva invertir tiempo en entender cómo funciona. ¿De qué depende el bienestar? El confort no se traduce en algo simbólico, no es una cifra de una factura. El confort se ve, se huele, se toca: es el descenso del gasoil o la pila de leña cuando llega el frío; es la escasez del agua del pozo durante los meses del verano. Para que el cuerpo se caliente o beba, ese mismo cuerpo tiene que procurarse combustible o agua. Esta relación directa con la materialidad cotidiana supone tener mucho que hacer.

Responsabilizarse del cuidado de la existencia es un acto político. Solo si entendemos la política como un vigoroso estallido revolucionario, tener mucho que hacer limita nuestras opciones. Cuando se evidencia la fragilidad de los cuerpos y del ecosistema, emerge además la sensación de codependencia y solidaridad vecinal; aquí también hay política. Habitar una casa limita la libertad de movimiento. Una casa, más aún cuando se ha cultivado o se poseen animales, requiere de un mantenimiento y cuidado constante. El campo se resiste a la modernidad líquida, de la que nos advertía Zygmunt Bauman y, en este sentido, nos aleja de nuestros compañeros urbanitas. La distancia puede desvanecerse por medio de las tecnologías de la comunicación, pero no la atención y el tiempo. El espacio, al convertirse en un lugar del que se es responsable, se pliega como un agujero negro cuya gravitación reclama atención y absorbe el tiempo. Cuando el espacio se erige como soberano estamos en las antípodas del turista que se propulsa de un sitio a otro sitio, sin casi reparar en la tierra. No en vano los tours que ofrecen las agencias se ofertan por días. En el comercio, prima el tiempo. En el tambaleante sistema del capitalismo tardío, el dios Cronos ha reconquistado el Olimpo. “Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”, decía Sartre. Si esta pandemia nos devuelve la atención al cuidado incómodo que requiere el espacio que habitamos fuera del espejismo temporal que marcan los mercados, habremos hecho algo importante.

Mar Gómez Glez es dramaturga, narradora, crítica y profesora universitaria.

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