El valor de la locura

El plato que me acaban de servir es menguado, entre cuatro y seis bocados chicos según el ritmo que le apliques, tiene aire cercano y si no fuera por el contenido resultaría casi familiar. Ocupa el fondo de un pequeño cuenco que aparece dividido en dos; una cucharada de caviar a la izquierda y del otro lado una crema de curry vindaloo adornado con dos minúsculas pellas blancas que resultan ser de yogur griego. A primera vista nada del otro mundo. Llevo 20 días dando vueltas por la alta cocina española y me han servido más caviar del que había comido en los últimos cinco años. La falta de ideas que enmarca el trabajo de buena parte del sector lo ha convertido en el sazonador de lujo favorito del cocinero pintón, con más necesidad de aparentar que ganas de trabajar, y en un canto a la cocina hortera. Esta vez no hay nada de eso. El encuentro con el plato dispara la sorpresa. El caviar no se parece en nada a lo que he comido antes. Se muestra menos graso, la textura es tensa y exhibe una seriedad que nunca le había imaginado. Me fascina lo que muestra y todavía más lo que intuyo detrás de esta aventura.

Hace falta un toque de locura para acabar asando una cucharada de caviar y tocar lo intocable, como hace David Muñoz en este plato del menú de DiverXo. Después de eso, se necesita volver a la cordura, la reflexión y el trabajo para encontrar el camino que ilumine la quimera. Lo consigue con un horno tandoori, en el que la acumulación de calor es tal que el asado se puede concretar en pocos segundos sin secar las huevas. El resultado enamora y propicia un sugestivo juego de encuentros. La densa textura salina del caviar, el cremoso picor especiado del curry y el contrapunto refrescante del yogur contribuyen al éxito. El caviar ha cambiado tanto desde que el esturión casi dejó de nadar en el Caspio que se agradece el maquillaje y la sorpresa.

Es el segundo aperitivo de un menú que se alargará más allá de lo convencional para construir una de las comidas más estimulantes que he disfrutado en los últimos años. Un par de contratiempos, la distancia y alguna mala decisión me habían alejado de esta casa y la vuelta se concreta a lo grande. Veo que el desvarío sigue sobrevolando esta cocina, como lo hizo cuando la conocí hace 10 años en la humildad de la calle Francisco Medrano. Entonces se mostraba desde otra perspectiva, pero la locura estuvo presente desde el primer día para romper ritmos, esquemas y convenciones, lo que significa abrir caminos. Eso que llamaron vanguardia hasta que acabamos gastando el término.

Todo es nuevo y nada es diferente en el DiverXo consagrado. Ha ganado en madurez y profundidad y ha crecido tanto que no adivino sus horizontes, pero lo encuentro tan chocante, llamativo y rompedor como me resultó hace 10 años. La perspectiva era diferente, pero David Muñoz presentaba unas credenciales que convertían la locura en uno de sus principales activos culinarios. En otros restaurantes es la investigación y la técnica, el volver a pensar ¿cómo lo hacen?, pero aquí el detonante está en el desvarío.

No hay mucho lugar para la locura en las cocinas de nuestro tiempo, tan ordenadas y a menudo tan rutinarias, como si avanzaran con miedo a salirse del guion. Vuelvo a encontrarla en la zona dulce del menú del Celler de Can Roca, en Girona. Jordi Roca ha rescatado la memoria con un plato que reúne dos ingredientes que fueron cotidianos en días escolares: el lápiz y la goma de borrar que mordisqueábamos mientras hacíamos las tareas. Resultado: sopa de lápiz Cedro con ralladura de goma de nata Milán. Tras él una tarta al whisky con whisky a la tarta. La forma de convertir un bocado tan manido como la tarta al whisky en un sugestivo ejercicio de fantasía. La tarta, con whisky, se sirve con un whisky impregnado con el sabor de la propia tarta. Dos travesuras que no cambiaran la historia de la cocina pero muestran el brillo de quienes todavía se atreven a pensar de otra manera.

Ignacio Medina

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