El valor de las ondas gravitacionales

Una vez pasada la fiebre mediática sobre la detección de las ondas gravitacionales con el observatorio LIGO que se hizo pública hace unas semanas, y ahora que hemos tenido un poco de tiempo para recapacitar sobre el tema, parece conveniente preguntarnos qué quedará de toda esa algarabía de los físicos, cuál es el valor y la trascendencia de tales resultados, y cuáles sus posibles aplicaciones o implicaciones.

Comencemos por regresar al año 1915, como ya hicimos hace unos meses para conmemorar el centenario de la Relatividad General. Esta teoría prodigiosa, una de las obras más bellas y abstractas producidas por el Homo sapiens, nos describe la realidad física como un intrincado entramado de espacio, tiempo, materia y energía en el que cada uno de estos ingredientes tiene un efecto sobre los otros. Este mundo físico es, por tanto, muy diferente a aquél de Newton en el que espacio y tiempo eran unos marcos absolutos e inalterables en cuyo seno tienen lugar los movimientos de los cuerpos materiales. Muy al contrario, en el universo de Einstein una masa situada en una zona del espacio hace que, en su entorno, el tiempo transcurra más lentamente y que el espacio se deforme y, a su vez, esta deformación determina el movimiento de otros objetos próximos.

El valor de las ondas gravitacionalesUna consecuencia teórica de la Relatividad General es que cuando las masas se mueven de manera acelerada deben producir unas ondulaciones o arrugas en el espacio-tiempo que son conocidas como ondas gravitacionales. Al propagarse, estas ondas comprimen el espacio en algunas zonas y lo estiran en otras. Naturalmente, tras la enunciación de la Relatividad General y la llegada de las primeras pruebas que corroboraban su validez, los físicos se pusieron inmediatamente a pensar en la manera de llegar a detectar las ondas gravitacionales. Sin embargo, se ha necesitado un siglo de trabajo para lograr su detección. Y se ha necesitado tan largo tiempo porque las fluctuaciones producidas en el espacio por estas ondas tienen un tamaño típico que es una milésima parte del tamaño de un protón. Para llegar a detectarlas se necesitaban, por un lado, grandes masas (como las contenidas en los agujeros negros) que se muevan y que produzcan una buena cantidad de ondas y, además, un detector de altísima sensibilidad. Estas dos circunstancias se dieron por primera vez en el caso del experimento LIGO (Laser Interferometer Gravitational Wave Observatory).

Pero no es ésta la primera indicación observacional de la existencia de las ondas gravitacionales. En 1993, Russell Hulse y Joseph Taylor recibieron el Nobel de Física por el descubrimiento de un pulsar binario (esto es, un par de estrellas de neutrones orbitándose mutuamente) en el que el periodo orbital se va acortando progresivamente, y este acortamiento sucede de manera completamente consistente con la pérdida de energía por ondas gravitacionales predicha por Einstein en su teoría. Es cierto que no fue una detección directa de las ondas, pero sí una prueba indirecta de enorme valor.

La detección realizada ahora por LIGO se basa en una técnica conocida como interferometría láser. Un rayo estrecho de luz láser es dividido y enviado en diferentes direcciones donde los haces luminosos se encuentran con espejos. Tras reflejarse en ellos, los haces de luz son recogidos en un detector. Si una onda gravitacional alcanza el interferómetro, la distancia entre espejos varía ligerísimamente y esta variación se traduce en una leve diferencia de fase entre los haces de luz recogidos por el detector. Estas ondas son tan débiles que cualquier otro fenómeno en las proximidades del interferómetro puede causar ruido que las enmascara. Para mejorar la sensibilidad en el proceso de detección, LIGO hace que sus haces de luz recorran cuatro kilómetros en cada brazo del interferómetro, los detectores están suspendidos en el aire para evitar todas las vibraciones de la superficie terrestre y, finalmente, el interferómetro se construyó por duplicado, con una antena en el estado de Washington y otra en el de Luisiana, separadas por 3.000 kilómetros, de forma que una vez que llegase una onda extraterrestre pudiese detectarse simultáneamente en los dos lugares, y no quedase la duda de que la detección pudiese ser debida a un fenómeno local. Todo sumado, un espectacular alarde tecnológico.

El 14 de septiembre pasado, una débil señal llegó a ambos detectores de LIGO con una diferencia de siete milisegundos. Tras todas las comprobaciones de rigor, se realizaron simulaciones numéricas con superordenadores que mostraban que esta señal se explicaba perfectamente mediante la fusión de dos agujeros negros de masas en rangos estelares. Concretamente, el modelo que mejor explica las observaciones es el de dos agujeros negros de 29 y 36 masas solares que colisionan para formar uno de 62 masas solares, emitiendo al espacio, en forma de ondas gravitacionales, una energía equivalente a tres veces la contenida en el Sol. Como la colisión tiene lugar en 20 milisegundos, resulta que, durante ese cortísimo periodo de tiempo, la potencia (energía por unidad de tiempo) emitida en el proceso es mayor que la suma de la potencia de todas las estrellas del universo conocido. Así pues, el experimento no sólo corrobora la teoría de Einstein mediante la detección de las ondas gravitacionales, sino que ofrece una nueva prueba de la existencia de los agujeros negros y de la posibilidad de la fusión entre ellos para formar otros más masivos.

LIGO era un proyecto de alto riesgo. Comenzado en 1992, este observatorio ha supuesto una de las mayores inversiones realizadas jamás por la National Science Foundation (EEUU): unos 1.100 millones de dólares (aun así, esto es menos de dos milésimas del presupuesto militar norteamericano en 2015). A pesar de que sus primeras operaciones, entre 2002 y 2010, sólo ofrecieron resultados negativos, la NSF atendió una nueva solicitud de los científicos para mejorar el instrumento y dotarlo de mayor sensibilidad. Una decisión que, a tenor de los resultados actuales, resultó ser muy acertada. La claridad de esta detección indica que, con sus prestaciones mejorando progresivamente, las nuevas versiones de LIGO serán capaces de detectar nuevos fenómenos de este estilo en un futuro próximo. Además, hay otras antenas gravitacionales empezando a funcionar en diferentes partes del mundo: GEO600 en Alemania, VIRGO en Italia, KAGRA en Japón y el propio LIGO proyecta una nueva estación en India, aprovechando el apoyo del gobierno de este país.

Finalmente, la Agencia Espacial Europea se encuentra preparando el proyecto eLISA (Evolved Laser Interferometer Space Antenna) constituido por tres naves espaciales que serían lanzadas hacia el año 2034. Se trata de una versión espacial de LIGO en la que los brazos del interferómetro alcanzan un millón de kilómetros y en la que, obviamente, las distorsiones locales terrestres son completamente inexistentes. Hace tan solo unos días que una pequeña misión espacial (LISA Pathfinder) ha demostrado que la tecnología que permite muy alta precisión en el posicionamiento de objetos suspendidos en el espacio, algo que es esencial para el interferómetro espacial. El interés de LISA no sólo reside en la mayor sensibilidad respecto de los experimentos terrestres, sino en la capacidad de detectar ondas de frecuencias mucho más bajas. Este detector debería ser capaz, por ejemplo, de detectar las ondas gravitacionales emitidas por el pulsar binario de Hulse y Taylor.

La detección de ondas gravitacionales abre un nuevo capítulo en la observación del universo. Y es que hay fenómenos que no pueden ser estudiados mediante el análisis de la radiación electromagnética (lo que constituye la herramienta fundamental de la astronomía). Los fenómenos relacionados con los agujeros negros y algunos que sucedieron poco después del Big Bang podrán ahora ser estudiados mediante estas ondas y resulta muy difícil prever qué fenómenos nuevos van a descubrirse gracias a ellas. Aparte del estudio del universo, ¿habrá aplicaciones realmente prácticas? Desde luego el desarrollo de una tecnología tan exigente como la requerida por estos observatorios encontrará rápidamente aplicaciones en la vida diaria. Pero estas aplicaciones prácticas no son la única motivación de los físicos. Los físicos también estudian las ondas gravitacionales para comprender la gravitación, un ingrediente esencial de la naturaleza, para llegar a explicar y predecir el comportamiento del universo de la manera más precisa posible. El gran físico teórico Richard Feynman lo expresó con su inolvidable sentido del humor: «La física es como el sexo: por supuesto puede ofrecernos algunos resultados prácticos, pero ésta no es la razón por la que lo practicamos».

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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