El valor de los cuerpos

El pasado día 2 de septiembre, Ricardo Izecson Dos Santos Leite, futbolísticamente conocido como Kaká, abandonó la disciplina del Real Madrid y puso rumbo a su anterior destino, el Milán de Silvio Berlusconi, donde en el pasado vivió sus mayores momentos de gloria deportiva. Kaká, que había sido fichado por el club de Concha Espina en el año 2009 a cambio de 65 millones de euros, cobraba una ficha anual en concepto de salario de 11 millones de euros. En total, su estancia en la Casa Blanca arroja un resultado de 109 millones de euros en gastos. En sus cuatro temporadas defendiendo los colores del Real Madrid, Kaká jugó 113 partidos oficiales repartidos entre la Liga, la Copa del Rey, la Liga de Campeones y la Supercopa de España. La cuenta es diáfana. Cada partido disputado por el jugador brasileño le supuso a su entidad un millón de euros, aproximadamente. La matemática, que es fría, tiende la mano aquí a la mirada que el novelista propone sobre el mundo, una mirada cuyo papel consiste en aprehender, mediante el expediente de la ficción, el tiempo que le es propio, pero no para deplorar la probable maldad, estupidez o sinsentido de ese momento que le toca vivir, sino para desentrañar las leyes que lo articulan.

En su obra El mapa y el territorio, Michel Houellebecq nos regala la vida de un artista, de nombre Jed Martin, uno de cuyos trabajos más reputados está formado por una serie de grandes pinturas que retratan oficios. Dentro del devenir de este ciclo, Martin comienza a pintar un cuadro fallido, que no llegará a concluir, titulado Damien Hirsty Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte, cuadro que nace de una tesis –no expresada de forma explícita en la novela, pero cercana a las convicciones de Houellebecq– según la cual, si desea dar una visión exhaustiva del sector productivo de la sociedad contemporánea, más tarde o más temprano Martin debe necesariamente representar a un artista. La ironía houellebecquiana funciona aquí a plena máquina y a plena satisfacción. Los dos caracteres escogidos, el brutal Hirst y el juguetón Koons, el tipo que parece un «hincha común del Arsenal» y el hombre que se mueve entre «la marrullería corriente del agente comercial y la exaltación del asceta», resumen con singular acierto las desventuras de una actividad que hace ya demasiado tiempo se ha convertido en una broma sin gracia, cuando no en un episodio del mal gusto. Sorprende que, dada la sagacidad mostrada por Houellebecq, sin duda uno de los más finos intérpretes de nuestro tiempo, el novelista francés no le haya regalado a su artista Jed Martin el retrato por antonomasia del ruido y la furia: el del futbolista de élite. O mejor dicho, el de sus jefes, mecenas y promotores: los presidentes de los clubes de fútbol. Houellebecq/Martin bien podría haber soñado como coronación y apoteosis de ese periplo por el universo de los oficios con un cuadro plausiblemente titulado Florentino Pérez y Roman Abramovich repartiéndose el mercado del fútbol.

Que por el fichaje de Gareth Bale se haya pagado una suma de dinero equivalente a la desembolsada por Retrato de Adele Bloch-Bauer debe movernos a la reflexión, pero no al tartufismo. En efecto, si pensamos de forma desapasionada, tan descabellado puede resultar que un futbolista sea tasado de modo tan sobresaliente como que Ronald Lauder adquiriera al precio que lo hizo la pintura de Gustav Klimt para exhibirla en la Neue Galerie de Nueva York. No parece que radique ahí la clave del asunto. El juicio no debe contaminarse con el recurso a la inmoralidad. Ello nos conduciría a un círculo vicioso. Porque no sólo puede resultar inmoral pagar cien millones de euros por un futbolista o por un cuadro en una coyuntura como la actual. (¿Aunque en qué otra coyuntura, en cualquier momento de la Historia, tales precios hubieran sido razonables? He aquí una pregunta para Tartufo). También sería inmoral mantener un Ejército o, ya puestos, sufragar una orquesta sinfónica, pues siempre habrá necesidades más urgentes por atender que las que un Ejército o una orquesta sinfónica satisfacen. Además, el argumento contra el recurso a la inmoralidad pone de relieve una evidencia antropológica. Y es que ninguna de las personas a las que repugnan las cifras pagadas por ciertas transacciones deportivas, personas que en su vida cotidiana se tienen por justas y rectas, por «morales», deja por ello de ser seguidora del equipo que acomete semejante dispendio. La condena moral no conlleva una condena factual.

La pregunta, pues, quizá sea otra: por qué un atleta, su cuerpo y la disponibilidad de ese cuerpo, puede conllevar tal coste. Dicho de otro modo: por qué el valor de un futbolista puede ser equiparable al valor de una obra de arte, de un (pequeño) Ejército o de (varias) orquestas sinfónicas. Entre las posibles respuestas no hay que desdeñar la que nos pone sobre la pista del valor modelizador, especular y paradigmático que los deportistas desempeñan en nuestro mundo. Desde el momento en que, con la eclosión del deporte como misa pagana de las sociedades ociosas, sus ídolos se convierten en encarnaciones no sólo del éxito, sino del modelo de conducta a seguir (y conducta significa aquí moda, gestualidad, aspecto físico, incluso absentismo ideológico: normalmente, el deportista no opina de política, de economía o de ética), las figuras vicarias no emanan ya de las élites científicas o artísticas, sino de esa otra élite capaz de combinar el genio muscular con la inteligencia técnica hasta congregar, bajo símbolos intercambiables (el balón de fútbol o de baloncesto, la raqueta, la motocicleta, el bólido de Fórmula 1), a millones de personas. Así, podemos proclamar sin vergüenza lo que hace tiempo sospechábamos. Para el bienestar social, un futbolista es infinitamente más importante que la vacuna contra la malaria. Los cuerpos gloriosos son oráculos rentables. Después de todo, quizá lo insólito es que todavía haya quien esté dispuesto a pagar cien millones de euros por adquirir una pintura.

Ricardo Menéndez Salmón, escritor.

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