El valor de un mercado único

La historia de la Unión Europea, como la de Estados Unidos, es una búsqueda permanente de la unidad de mercado a través de las cuatro libertades, de movimiento de mercancías, servicios, capitales y personas. Sin embargo, la unidad de mercado no está recogida como tal en la Constitución del 78 y el Tribunal Constitucional ha ido definiendo un equilibrio inestable entre dos principios en conflicto, la unidad de mercado y el derecho a la autonomía política. No existe prohibición expresa de que las normas y las políticas autonómicas afecten al comercio supra-autonómico y al mercado nacional. No hay una cláusula de comercio interestatal como en la Constitución federal norteamericana que permita encerrar a Al Capone y evitar la ruptura del mercado nacional. Ha llegado la hora de planteársela explícitamente. El Informe Cecchini estimó en 1988 el coste de las barreras internas a la unidad de mercado en Europa entre el 4 por ciento y el 7 por ciento del PIB.

El proceso autonómico ha sido un éxito. El grado de descentralización fiscal, administrativo y político en España es comparable al de los países federales. Pero no existe una relación estadísticamente significativa entre un proceso de descentralización y una mayor eficiencia económica. Es más, la experiencia indica lo contrario; que las Comunidades Autónomas exhiben una tendencia innata al intervencionismo y la discrecionalidad que perjudica el crecimiento. Porque la cercanía a los administrados les hace fácil presa del clientelismo y del proteccionismo local. Y porque han desplegado una voluntad política expresa, en algunos casos una verdadera obsesión, de reafirmar su capacidad de actuación. Existen porque legislan y regulan, provocando una auténtica inflación normativa. Un proceso autonómico permanentemente abierto está erosionando seriamente la unidad de mercado, estableciendo barreras emocionales, educativas, culturales y barreras normativas a la libertad de movimiento. Barreras que suponen un coste adicional al establecimiento y funcionamiento de las empresas. El desarrollo autonómico se nos ha escapado de las manos y está minando las bases de nuestro crecimiento futuro. El último informe del Banco Mundial sitúa a España en el puesto 102 en términos de la facilidad para abrir nuevos negocios, cuando hace un año ocupábamos el 94. Estamos con Belice o Kenia. Y para la OCDE, ocupamos el lugar 21 en una muestra de 23 países industrializados. Abrir un negocio cuesta en España el 16,2 por ciento de los ingresos per cápita, frente al 5,3 por ciento de media en la OCDE.

Permítanme un recuento personal y no exhaustivo de algunos excesos autonómicos. En política fiscal se ha generalizado la práctica de reconocer presuntas deudas históricas y se ha iniciado el camino imparable para fracturar la Administración Tributaria y facilitar la evasión. Además, las Corporaciones Locales disponen en España sólo del 16,7 por ciento del total de recursos no financieros del Estado frente al 41,5 por ciento de las Comunidades Autónomas. En política de aguas, la situación recuerda demasiado a unos niños peleándose por un globo, hasta que el globo explote. En materia institucional, el Estatuto de Cataluña, con su deriva hacia una relación bilateral con el Estado, marca un camino muy peligroso. Poco tardarán otras Comunidades en exigir también un puesto en el consejo de RTVE, el Tribunal Constitucional, el Banco de España, la CNMV, la CNMT o la CNE. En política comercial, las Autonomías se han convertido en el principal obstáculo a la liberalización de horarios y licencias de apertura, han encarecido el movimiento de mercancías mediante políticas lingüísticas de etiquetaje, rotulación y publicidad y empiezan a exigir presencia física y jurídica en la Comunidad para concurrir a contratos públicos, en directa y flagrante contradicción con las directivas europeas. En educación y sanidad, han aumentado los costes y la calidad se ha deteriorado, al desaprovechar economías de escala y especialización y disminuir la movilidad. Sólo el 8,5 por ciento de los estudiantes matriculados en la Universidad española lo hacen fuera de su Comunidad. En materia de condiciones laborales, las diferencias salariales y en las tasas de actividad y paro no representan escaseces relativas de oferta y demanda de cualificaciones, sino la creación de marcos autonómicos de relaciones laborales que rompen todo esquema razonable de vertebración de la negociación colectiva. Además, los nuevos Estatutos reclaman competencias exclusivas sobre los colegios profesionales y se constituyen en una seria amenaza para la libre movilidad de profesionales. En materia de cohesión social, de protección a la familia, de pensiones, de atención a las situaciones de pobreza y necesidad, sólo podemos dar la razón al Consejo Económico y Social cuando afirmó en el año 2000 que no se cumplen en este ámbito las exigencias constitucionales de igualdad de derechos y obligaciones de los españoles en cualquier parte del territorio nacional.

Los mecanismos de colaboración y coordinación no funcionan y se empieza a reconocer que nos hemos creado un problema de reglas de decisión como el que paraliza a la Unión Europea. Los optimistas nos ofrecen un remedio buenista, el desarrollo de acciones niveladoras directas por parte del Estado Central. Proposición que es un imposible metafísico desde el punto de vista de la experiencia política, recordemos la LOAPA, y que plantea graves problemas conceptuales y económicos. Porque terminaríamos con un Estado que no sólo es residual en el sentido funcional, ya que sus atribuciones e intervenciones son el resultado de actuaciones previas de las distintas Comunidades, sino también en el sentido económico, pues su gasto es consecuencia de las decisiones diferenciadoras de las mismas Comunidades. No creo que ésta fuera la visión de los Padres Constituyentes. Y estoy seguro de que no es un Estado viable en el tiempo, porque conduce inevitablemente a la irresponsabilidad y la bancarrota.

Ante este panorama existen sólo dos alternativas, no necesariamente excluyentes. La primera, la más obvia, modificar la Constitución para recuperar las competencias del Estado central y ordenar y poner fin al proceso autonómico. Lo que significa avanzar para asegurar la unidad de mercado y la cohesión social como límites explícitos al desarrollo estatutario. La segunda, profundizar en un sistema de Autonomías en competencia no sólo en política fiscal y tributaria, sino también en política comercial, educativa, sanitaria, de vivienda, laboral, social, de inmigración, ambiental, urbanística. Pero competencia sin privilegios historicistas ni asimetrías políticas. Esta segunda alternativa puede ser innovadora y quizás hasta eficiente. Pero es sin duda más insolidaria y desigual. Y plantea ingentes problemas políticos e institucionales, que de no resolverse por consenso y con plena legitimidad, significan un camino plagado de riesgos. Si este Gobierno pretende resolverlos por mínimas mayorías espúreas, o votos de calidad de la Presidencia, provocará un grave problema de legitimidad y conseguirá un sistema intrínsecamente inestable.

Esta segunda transición empieza a parecerse a Fernando VII para los socialistas, por deseada e indeseable. Recordemos que en la primera pagamos un precio muy alto en términos de empleo por aplazar los temas económicos. La magnitud del desafío democrático podía entonces justificarlo. Solo los más ciegos o los más sectarios pueden pensar lo mismo de la situación actual. Ignorar la erosión constante de la unidad de mercado nos pasará factura. El peligro es grande porque, instalados en la bonanza económica como por derecho natural, pareciera que el crecimiento económico lo permite todo. Pero no será sostenible si seguimos creando barreras artificiales al mercado único español. Blanchard y The Economist acabarán teniendo razón, por nuestra propia incompetencia.

Fernando Fernández Méndez de Andés, Rector de la Universidad Antonio de Nebrija.